—¿Y quién lo duda, Gran Khan? Nada tiene que demostrar una estrella como tú. Además… ¿crees que esta gente va a valorar tu talento? —preguntó haciendo un gesto con la mano extendida hacia la concurrencia, que siguió la corriente al camarero y simuló un abucheo—. Nada, nada, espera a mañana por la mañana a que lleguen las moscas y podrás capar a todas las que quieras. Así tendremos un nuevo plato: Criadillas de mosca al Gran Khan. —Lo empujó con mucha suavidad y logró que se sentara en una silla vacía. Le dejó una copa sobre la mesa—. Toma, a ésta invita la casa.
Otro cliente que estaba cerca protestó en tono de broma.
—¡Vaya, Manel! ¿Qué hay que hacer para que la casa me invite también a mí?
El camarero, que seguía su recorrido sirviendo a los clientes que le faltaban, le contestó con sorna:
—¡Amenazar con matarme a la clientela!
Las risas volvieron a resonar con fuerza. De repente, otro camarero gritó desde la puerta de la gran sala:
—¡¡Café con lecheeeeee!! —Varios clientes que jugaban en una de las mesas del fondo se precipitaron a guardar los naipes.
Por lo que Dimas había oído, el London Bar también era conocido por albergar partidas donde las apuestas podían ser muy fuertes. Comprendió que los camareros avisaban a los clientes con esa contraseña cuando entraba un policía.
Después de contemplar la escena y comprobar que no había nadie conocido ni sitio para sentarse, Dimas optó por la barra. Cuando llegó el camarero de antes le pidió un anís con agua.
—Está esto muy animado —le comentó Dimas, que tenía ganas de hablar pues durante aquellos días en el camión sólo había oído las historias de los conductores y la charla insustancial de su compañero de cabina.
—¡Y que lo diga! Aquí no hay manera de parar… Buenas noches tengan ustedes —dijo Manel dirigiéndose a la pareja de policías uniformados que ya paseaban por el local—. ¿Qué le estaba diciendo…? Ah, sí, que cada noche es igual.
—¿Durante toda la semana? —preguntó Dimas asombrado.
—Las hay peores. Un día llegué tarde y el Gran Khan ya había lanzado sus cuchillos a un malabarista que estaba guardando sus mazas. Le arrancó una de ellas de la mano y la clavó en la pared. Imagine lo que podrían hacer con una garganta. Pero todos son buena gente. En realidad somos como una familia que se perdona los defectos. —De pronto Manel le dio un golpecito con el codo mientras le señalaba la entrada—. Mire quién viene por ahí… —dijo guiñándole un ojo.
Raquel, o la Bella Raquel, como se había bautizado para su carrera de cantante, hacía entrada en ese momento. La pareja de policías, que ya se encaminaban a la salida, la saludó con una excesiva cortesía mientras la contemplaban con admiración. Se notaba que se iban del local lamentando tener que seguir con la ronda. Raquel era una joven de pelo negro ligeramente ondulado, pómulos altos, ojos grandes y morenos, labios carnosos y cintura de avispa. Todos los hombres que se hallaban sentados cerca de la entrada la miraron al pasar. Una de sus manos reposaba sobre su cadera, en la otra sostenía una larga boquilla con un cigarro en su extremo que parecía minúsculo. Se detuvo frente a Dimas y aspiró profundamente. En el bar se hizo el silencio. Todos contuvieron la respiración. Por fin, la Bella Raquel expiró el humo en su cara y le dedicó una mirada lasciva. Las risas estallaron y el jolgorio se volvió a adueñar de las mesas y de la barra. La Bella Raquel saludó al hombre que estaba sentado al piano y todavía lanzó una mirada sugerente a Dimas antes de desaparecer por la puerta del fondo.
—Cuidado, compañero —le advirtió Manel a su espalda—. Te voy a poner otro anisete para pasar el trance. Lo vas a necesitar: la Bella Raquel no hace prisioneros.
Dimas terminó su bebida de un trago. Había visto carteles de la Bella Raquel en los quioscos; su cara y su figura no podían pasar inadvertidas. Manel le rellenó la copa y se sirvió otra para él mismo.
—Por lo que nos queda por vivir —brindó alzando su copa.
—Es extraña la vida —respondió Dimas con la vista perdida en el vaso—. Lo que hubiera dado hace un mes por una mirada así. Y sin embargo hoy…
—A veces las cosas no llegan cuando se las desea.
—Y cuando llegan, parecen no estar ahí —completó Dimas.
—Ah, ya veo. Nuestro nuevo parroquiano no termina de entender a las mujeres… ¡Ni él ni nadie! —Sonrió Manel. A continuación gritó a su compañero sin esperar respuesta—: Josep, descanso cinco minutos.
Invitó a Dimas a seguirle hasta una de las mesas que había quedado vacía. Una vez se hubieron acomodado Manel se acodó en la mesa, clavó sus ojos abiertos y francos en Dimas y, a pesar de que aparentaba la misma edad que él, le dijo:
—Cuéntame, muchacho.
Dimas le contempló unos instantes en silencio. El camarero aguantó su mirada, franco, sonriente, y el joven pensó que tenía ante sí a una persona entera que no se escondía tras un uniforme, una pose violenta o un traje caro. Después de presentarse y decirle su nombre empezó a hablar, con tranquilidad, como si conociera a Manel de toda la vida. Le habló de su viaje a Bilbao, de su jefe Ferran y de sus sueños, de los negocios que un día le gustaría tener, de su padre, de Guillermo… Y de Laura. De esa chica que le seguía pareciendo una niña mimada pero a la que no podía dejar de observar, quizá porque las descripciones entusiasmadas que le hacía su hermano pequeño hacían que le picara la curiosidad por saber cuál era realmente su carácter, qué se escondía en el interior de aquella preciosa muchacha de ojos de gata que se había convertido para él en un enigma que le intrigaba hasta el punto de no poder sacárselo de la cabeza.
Cuando acabó de hablar Dimas se sintió mucho mejor, como nuevo. Parecía que se había quitado un pesado lastre de encima.
—Mira —dijo entonces Manel—, una vez un vecino, una persona muy vieja que venía por el bar a tomarse su vasito de vino dulce después de comer, me dijo que a pesar de su edad no se arrepentía de nada de lo que hubiera hecho, pero le dolía profundamente el recuerdo de las cosas que había dejado de hacer. —Se levantó y anunció con solemnidad—: Ahora tengo que volver al trabajo. Ha sido un placer, Dimas.
—Igualmente —articuló éste realizando un gesto de agradecimiento con la mano y la cabeza.
Cuando Navarro hubo quedado solo apuró su copa. Y sus ojos se encontraron con otros que le devolvían la mirada. Se sorprendió al reconocerse en el espejo por entre el humo y la gente. Estuvo un rato observándose, pensando en si realmente era la persona que creía ser, si estaba cumpliendo sus expectativas. En realidad ahora no tenía problemas económicos: vestía bien, se había emancipado, su padre y su hermano podían vivir de manera más holgada… Pero ¿en qué se había convertido a cambio?
Al salir dejó unas monedas sobre la barra y se despidió de su nuevo amigo, que le siguió con la mirada hasta la puerta.
Cuando Manel iniciaba una cierta amistad con algún cliente siempre le quedaba esa sensación extraña de si lo volvería a ver. Pero no tuvo mucho tiempo para reflexionar: a través de los cristales vio acercarse la figura de otro policía, así que tomó aire y gritó:
—¡¡Café con lecheeeeee!!
A la mañana siguiente el día se levantó sereno. Era 19 de noviembre y Barcelona parecía engordar para pasar el invierno. Todo estaba en calma, tranquilo. Incluso el sol calentaba lo justo para hacer más llevadero el frío. Dimas se encontró con su padre en la escalera.
—Buenos días, hijo, qué alegría verte, iba a ver si habías por fin llegado de tu viaje. ¿Qué tal ha ido todo? ¿Tienes que irte ya a trabajar? —le preguntó Juan.
—Las cosas están tranquilas. En realidad subía a veros a vosotros, os he echado de menos después de andar todos estos días rodando por ahí.
Juan, enarbolando el pan que acababa de comprar, le dijo:
—Oye, te propongo una cosa: despertamos a Guillermo, lo llevamos a la escuela y luego nos vamos a desayunar tú y yo a ese sitio donde fuisteis con esa chica… Laura, ¿verdad?
La referencia a aquella tarde en boca de su padre le sorprendió durante unos instantes. Supuso que se lo habría contado Guillermo.
—Está bien —respondió escuetamente. En realidad no tenía muchas ganas de darle vueltas. Le dolía la cabeza.
Prepararon el desayuno de Guillermo, rieron con él un rato y salieron hacia las escuelas. El niño, todavía con sueño, caminaba alegre. No recordaba cuánto tiempo hacía que no le acompañaban al colegio su padre y su hermano juntos. Cuando se despidieron, Juan propuso cambiar de planes y acercarse al centro. Parecía estar de muy buen humor.
Fueron a desayunar al Zúrich, en la plaza de Catalunya. Allí se citaban muchos trabajadores del tranvía, ya que la plaza era punto de encuentro de varias líneas. En cuanto vieron a Juan, más de uno lo saludó. Dimas se irritó al descubrir alguna mirada de lástima. Su padre lo entendió y se acercó a él. Le dijo en voz baja:
—Hay a quien le puede el miedo de que le pase lo que me sucedió a mí. Piensa que entre esa gente —dijo señalándoles— hay padres de familia con tres, cuatro y más hijos. Un accidente como el mío los hundiría del todo. No se lo tomes en cuenta, hijo.
Dimas sintió que la sangre le subía a la cara. Parecía que su padre le había leído el pensamiento.
—¿Y a usted no le da rabia todo lo que le ocurrió? —se atrevió a preguntarle Dimas.
Juan le miró y sonrió sereno.
—Mira lo que les sucedió a tus tíos, a los padres de Guillermo; eso sí que es una desgracia sin remedio. Claro que me dio rabia, y que lo justo hubiera sido que me hubieran asignado una paga o un trabajo donde pudiera desenvolverme… Pero el mundo no lo cambia un hombre solo. Únicamente tengo una vida y no pienso desaprovecharla yéndome a la tumba con toda esa amargura. Te tengo a ti, y tengo a Guillermo… Hay que seguir mirando hacia adelante.
Dimas dio un sorbo a su café. La boca se le había secado. Se acababa de levantar una suave brisa que venía fría. Su padre miraba alrededor con la frescura de un viajero, de un recién llegado, como si no hubiera pasado por allí miles de veces. Después le propuso tomar el tranvía que subía por la carretera de la Rabasada.
—Las vistas son espectaculares, y bien merece la pena el paseo.
Dimas pensó que sería extraño repetir de esa manera el recorrido por el que conducía asiduamente a Ferran para congregarse con los poderosos de la ciudad. Por eso mismo le gustó la propuesta.
Era consciente de que su figura, junto a la de su padre, llamaba la atención, ya que su traje era mucho más elegante que las ropas que llevaba Juan. Debería llevarle al mismo sastre al que iba él. Y a Guillermo también. Sabía que su padre era de gustos modestos, pero quería que al menos tuviese un buen traje para las fiestas de guardar.
Se mantuvieron en silencio durante el trayecto. Era un silencio cómodo, lleno de complicidad. Barcelona, abajo, parecía ese día una ciudad amable, un lugar en el que se podía aspirar a vivir. Una ciudad abarrotada de almas que se afanaban por continuar a flote, vigiladas por los ángeles que cuidaban de ellas o por esos ancestros de los que su tía le hablaba en Abejuela. Juan se dejó acariciar por el sol que entraba a raudales a través del cristal.
Bajaron en la parada del Gran Casino. Juan se dirigió hacia el hotel sin pensárselo dos veces. En los jardines que rodeaban el recinto había una figura que les saludó al verles. A Dimas le resultó conocida, aunque no logró identificarla hasta que estuvieron cerca: sí, era aquella mujer de la limpieza con la que se había topado en el ascensor y luego en la habitación de Ferran. Miró a su padre de soslayo y vio que le sonreía con familiaridad.
—Bueno —dijo entonces Juan sin más—, creo que es mejor que ahora os deje solos.
La mujer, visiblemente nerviosa, se encaminó a un banco cercano. Juan se alejó por el sendero de grava sin mirar atrás. Dimas la siguió invadido por una sensación de desasosiego y la mujer le señaló el hueco a su lado en el banco.
—Verás —carraspeó—, no sé cómo empezar… —Le miró con ojos acuosos. Sus labios temblaron. Tras un largo silencio, continuó—: Yo soy… Soy tu madre.
Dimas se quedó blanco. Sintió una opresión en la boca del estómago y una especie de vértigo le produjo la sensación de que todo se aceleraba alrededor.
—No sé qué decir —su voz estaba quebrada por la emoción—, han pasado tantos años… Tu padre y yo nos reencontramos hace poco y estuvimos hablando… Hijo, ya sé que te…
—¡No me llame hijo! —soltó de súbito Dimas. Se daba cuenta de que la vida no iba a volver a ser como antes, de que aquella noticia lo hacía zozobrar, de que la relación con su padre cambiaría, de que incluso su identidad, lo más profundo, lo más íntimo, ya estaba cambiando. Y no había un sitio seguro al que aferrarse.
—Te entiendo, entiendo que estés enfadado —dijo ella entre sollozos—, pero todo se pudrió. No tuve más remedio…
—¿¡Remedio!?
Carmela bajó la cabeza.
—Dimas, por favor, deja que te explique…
Él se puso en pie. La desorientación inicial fue dando paso a una especie de enfado difuso contra el mundo. Y a medida que el dolor buscaba un centro, un foco, un culpable, se iba haciendo más intenso, más localizado en torno al pecho y la garganta. Hasta que algo dentro de él se rompió y estalló en mil pedazos.
—¡No necesito sus explicaciones! ¡Usted no es nadie! ¡No es mi madre! ¡Nos abandonó! —exclamó, contraído por la ira.
Carmela levantó los brazos hacia él.
—¡No! Mi niño… ¡Yo te quería con locura!
La voz de Carmela se convirtió en una amalgama de sonidos de los que sólo llegó a entender alguna que otra palabra. Dimas se notaba superado. Sentía odio hacia esa mujer, o quería sentirlo, y la palabra traición se le coló en el pensamiento como una brasa ardiente. Ahora entendía por qué su padre parecía tan contento: estaba viéndose otra vez con ella, como si no mereciera algo mejor, como si aquella mujer que los abandonó justo cuando más la necesitaban tuviera derecho a ser perdonada. Su odio se extendió también hacia su padre, como una mancha de humedad.
Se alejó sin decir nada, con paso acelerado. Vio pasar el tranvía que regresaba en dirección a Barcelona y se subió en marcha. No quiso volverse y ver a su padre corriendo hacia esa mujer que lloraba amargamente, tan sólo tenía oídos para su rabia. En su interior quedaba la sensación de que le habían estafado, de que alguien le había robado una parte de su vida, y una especie de envidia sin contraparte, sin objeto al que dirigirla, le fue invadiendo y le dejó un rumor sordo de hojarasca. Sin duda, la presencia de su madre le habría hecho diferente. Y la incertidumbre sobre la naturaleza de sus actos que había sentido la noche anterior frente al espejo distorsionado del London Bar volvió a su conciencia con la rugosidad propia de una certeza.