Ante mis ojos, todo lo que me rodeaba se veía turbio y borroso. Por un momento pensé que la bruma del río había llegado a la residencia, pero entonces oí el chasquido propio del fuego y percibí el olor a humo. Y es que la antorcha que el guardia había dejado caer había prendido las contraventanas de madera.
Estalló un griterío de miedo y de conmoción. Las mujeres y los criados huían de las llamas en dirección al castillo, mientras que los guardias de la fortaleza intentaban llegar a la residencia a través de la estrecha cancela. Favorecidos por el tumulto y el fuego, los cuatro logramos llegar hasta el jardín.
Para entonces, toda la residencia estaba envuelta en llamas. Nadie sabía dónde estaba Iida, o si estaba vivo o muerto, y todos ignoraban quién había perpetrado el ataque a aquel castillo, supuestamente inexpugnable. ¿Era obra de humanos o de demonios? Shigeru había desaparecido. ¿Se lo habían llevado los hombres o los ángeles?
Había dejado de llover, pero la niebla se tornaba más densa a medida que llegaba el alba. Shizuka nos guió a través del jardín hasta la cancela, y bajamos los escalones que conducían al foso. Los guardias que habían estado apostados allí se dirigían hacia la residencia y, confundidos por el alboroto, apenas opusieron resistencia. Abrimos la cancela sin dificultad, desde dentro. Subimos a una de las barcas y soltamos amarras.
La franja de tierra pantanosa que habíamos cruzado con anterioridad unía el foso con el río, mientras que a nuestras espaldas se elevaba la silueta del castillo, iluminada por las llamas. Las cenizas llegaban hasta nosotros y nos caían sobre la cabeza. Las aguas del río estaban revueltas, y las olas balanceaban la barca de madera a medida que la corriente nos empujaba. La pequeña embarcación de recreo era poco más que una batea, y yo temía que volcara a causa de la fuerza de las aguas. De repente, aparecieron ante nosotros los pilares del puente, y por un momento creí que nos íbamos a chocar contra ellos; pero la barca los esquivó y la corriente nos siguió empujando más allá de la ciudad.
Apenas hablamos, pues los cuatro respirábamos con dificultad, agotados por haber estado tan cerca de la muerte. También pesaba sobre nosotros el recuerdo de los hombres que habíamos enviado al otro mundo, aunque nos sentíamos profundamente agradecidos por no haberlos acompañado. Ésos eran, al menos, mis sentimientos.
Me dirigí a la popa de la barca y tomé el remo, pero las aguas corrían con demasiada fuerza como para poder controlar nuestra embarcación y nos obligaban a dirigirnos allí donde la corriente nos empujara. Con la llegada del amanecer, la niebla se volvió blanca, pero no pudimos ver con más claridad que cuando reinaban las sombras. Con la excepción del resplandor producido por las llamas del castillo, todo lo demás había desaparecido.
No obstante, percibí un sonido por encima del rugido de las aguas. Era una especie de zumbido estrepitoso, como si un gigantesco enjambre de insectos estuviera descendiendo sobre la ciudad.
—¿Oyes eso? -le pregunté a Shizuka.
—¿Qué será? -respondió ella, con el ceño fruncido.
—No lo sé.
El Sol lucía ya con fuerza y con sus rayos iba eliminando los restos de neblina. El zumbido y el tamborileo que llegaban desde la orilla aumentaron su intensidad, hasta que, al rato, reconocí de dónde procedían tan peculiares sonidos: eran los cascos de miles de caballos, el cascabeleo de los arneses y el tintineo del acero al chocar. A través de los últimos jirones de niebla nos llegaron destellos de brillantes colores, los de los blasones y los estandartes de los clanes del oeste.
—¡Arai está aquí! -gritó Shizuka.
Existen numerosas crónicas sobre la caída de Inuyama, pero como yo no participé más allá de lo narrado anteriormente, no estimo oportuno describir los hechos en mi relato.
Yo no había esperado sobrevivir a aquella noche; no tenía ni idea de qué iba a hacer a continuación. Había entregado mi vida a la Tribu, eso lo tenía claro; pero todavía tenía obligaciones para con Shigeru. Kaede ignoraba mi pacto con los Kikuta. Si yo fuera el heredero de Otori Shigeru, mi deber sería casarme con ella -eso era lo que yo más deseaba-; sin embargo, si me unía a los Kikuta, la señora Shirakawa sería tan inalcanzable como la mismísima Luna. Lo que había sucedido entre nosotros parecía un sueño y, si pensaba en ello, experimentaba la sensación de que debía sentirme avergonzado por mi actuación. Y entonces, como un cobarde, intentaba apartarlo de mi mente.
Primero fuimos a la residencia de los Muto, donde yo había estado escondido, y allí nos cambiamos de ropa y comimos algo. Shizuka dejó a Kaede al cuidado de las mujeres de la casa y se marchó de inmediato a ver a Arai.
Yo no deseaba hablar con Kenji ni con nadie más, pues quería partir hacia Terayama, enterrar a Shigeru y colocar la cabeza de Iida sobre su tumba. Era consciente de que debía actuar con rapidez, antes de que los Kikuta pudieran tomar el control absoluto de mi vida.
Al regresar al castillo aquella noche, había desobedecido al jefe de la familia. Aunque Iida no había muerto a mis manos, todos creerían que yo le había matado, en contra de los expresos deseos de la Tribu. Yo no podía negar que le había dado muerte sin perjudicar gravemente a Kaede. Sin embargo, no tenía intención de seguir desobedeciendo eternamente. Sólo necesitaba un poco de tiempo.
Debido a la confusión que reinaba en la casa, pude escabullirme con facilidad, y me encaminé hacia la casa de huéspedes en la que me había alojado con Shigeru. Los dueños habían huido con la llegada del ejército de Arai y se habían llevado la mayoría de sus posesiones. Sin embargo, gran parte de nuestras pertenencias estaban aún en las habitaciones; entre ellas, los dibujos que yo había hecho en Terayama y el estuche de caligrafía de Shigeru, con el que me había escrito su carta de despedida. Apenado, observé aquellos objetos. El clamor del sufrimiento alzaba su voz cada vez más en mi interior y exigía mi atención. Yo notaba la presencia de Shigeru en la habitación, y podía verle sentado junto a la ventana abierta, mientras llegaba la noche y yo no regresaba. No me llevé muchas cosas, salvo algunas ropas y algo de dinero, y entonces fui a los establos a recoger a
Raku,
mi caballo.
Kyu,
el corcel negro de Shigeru, había desaparecido, al igual que la mayor parte de los caballos de los Otori. Sin embargo,
Raku
seguía allí, inquieto y nervioso por el olor del fuego que ya invadía la ciudad. El animal sintió alivio al verme, y yo lo ensillé, até la cesta con la cabeza de Iida al arzón delantero y me alejé cabalgando de la ciudad, uniéndome a las multitudes que abarrotaban la carretera en su huida de los ejércitos que se aproximaban.
Viajaba con rapidez y por las noches dormía poco. El tiempo había aclarado y el aire era fresco, como un anticipo del otoño. Cada día, la silueta de las montañas se perfilaba con claridad en un brillante cielo azul; algunos árboles ya mostraban hojas doradas; la lespedeza y el arruzuz empezaban a florecer. Probablemente, el paisaje era hermoso, pero yo era incapaz de apreciar su belleza. Sabía que tenía que reflexionar sobre mi futuro, pero no podía soportar el recuerdo de lo que había hecho. Me encontraba en un estado de sufrimiento y no tenía fuerzas para seguir adelante. Sólo quería volver hacia atrás, regresar a la casa de Hagi, al momento en el que Shigeru estaba vivo, antes de que partiéramos hacia Inuyama.
En la tarde del cuarto día de viaje, cuando acababa de pasar por Kushimoto, la carretera empezó a llenarse de viajeros que venían en dirección contraria a la mía. Entonces, llamé a un campesino que caminaba junto a un caballo de carga.
—¿Qué ocurre más adelante?
—¡Monjes! ¡Guerreros! -gritó el hombre-. Han conquistado Yamagata. Los Tohan están huyendo. ¡Dicen que el señor Iida ha muerto!
Sonreí, y me pregunté cuál sería la reacción del campesino si viera el aterrador equipaje que llevaba colgado de mi silla de montar. Vestía ropas de viaje, carentes de identificación, y nadie sabía quién era, del mismo modo que yo ignoraba que para entonces mi nombre ya se había hecho famoso.
Al cabo de poco tiempo, pude oír el sonido de hombres que luchaban en el camino, y conduje a
Raku
hacia el bosque, pues no quería perder a mi caballo ni enzarzarme en escaramuzas con los Tohan que se batían en retirada. Éstos se movían con rapidez, con la intención de llegar a Inuyama antes de que los monjes pudieran alcanzarlos; pero yo tenía la sensación de que serían retenidos en el puerto de montaña de Kushimoto y tendrían que oponer resistencia a las tropas que allí encontrarían.
Los soldados Tohan rezagados avanzaron por la carretera durante el resto del día, mientras que yo me dirigía hacia el norte a través del bosque e intentaba esquivarlos siempre que me era posible, aunque en dos ocasiones me vi obligado a utilizar a
lato
para defenderme a mí mismo y a mi caballo. La muñeca todavía me molestaba, y al llegar la caída de la tarde empezó a invadirme el nerviosismo. No temía por mi seguridad, sino que me asustaba el hecho de que mi misión no pudiese ser cumplida. Pensé que no debía dormir, pues sería demasiado peligroso. La Luna brillaba, y cabalgué toda la noche bajo su luz.
Raku
avanzaba con paso uniforme, con una oreja hacia delante y la otra hacia atrás.
Llegó el alba y en la distancia vi la cadena de montañas que rodeaban a Terayama. Estaría allí antes de que el día llegase a su fin. A los pies de la carretera divisé una charca y me detuve para que
Raku
pudiera beber. Había salido el sol, y el calor me había provocado sueño. Até el caballo a un árbol y, con la silla de montar por almohada, me tumbé y me quedé dormido al instante.
Me desperté cuando la tierra empezó a temblar debajo de mí, pero seguí tumbado unos momentos, mirando los rayos de luz que caían sobre la charca. Escuchaba el goteo del agua y el estruendo de los cascos de cientos de caballos que se aproximaban por la carretera. Me puse en pie con la intención de adentrar a
Raku
en el bosque para esconderlo, pero cuando miré hacia arriba vi que aquel ejército no pertenecía a los Tohan. Los hombres llevaban corazas y portaban armas, pero los estandartes eran de los Otori y del templo de Terayama. Los soldados que no llevaban yelmos mostraban las cabezas afeitadas y, en la primera línea, reconocí al joven que nos había enseñado las pinturas.
—¡Makoto! -grité, a la vez que subía a toda prisa hacia la carretera.
Makoto se dio la vuelta, y su rostro se iluminó con una mezcla de alegría y de asombro.
—¿Señor Otori? ¿Realmente eres tú? Temíamos que también hubieses fallecido. Nos dirigimos a vengar la muerte del señor Shigeru.
—Yo voy camino de Terayama -le dije-. Voy a llevarle a Shigeru la cabeza de Iida, tal y como él me pidió.
Sus ojos se dilataron por la sorpresa.
—¿Ha muerto Iida?
—Sí, y Arai ha conquistado Inuyama. En Kushimoto podréis alcanzar a los Tohan.
—¿Quieres cabalgar con nosotros?
Me quedé mirándole fijamente. Sus palabras no tenían sentido para mí, pues mi tarea estaba a punto de concluir. Tenía que cumplir mi último deber hacia Shigeru y, después, desaparecería en el mundo secreto de la Tribu. Pero lo cierto era que Makoto no podía saber en modo alguno las decisiones que yo había tomado.
—¿ Te encuentras bien? -preguntó-. ¿Estás herido?
Negué con un gesto.
—Tengo que colocar la cabeza de Iida sobre la tumba de Shigeru.
Los ojos de Makoto adquirieron un brillo especial.
—¡Enséñanosla!
Fui a buscar la cesta y la abrí; el olor se había acentuado y las moscas se arremolinaban sobre la sangre; el cutis, que recordaba a la cera, tenía un tinte grisáceo; los ojos, inexpresivos, se mostraban sanguinolentos.
Makoto agarró la cabeza por la cabellera, se subió a una roca que había junto al camino y la levantó para que los monjes, que se habían congregado a su alrededor, la contemplaran.
—¡Mirad lo que ha hecho el señor Otori! -gritó, y los monjes respondieron lanzando vítores.
Una oleada de emoción atrapó a la multitud, que repetía mi nombre una y otra vez, al tiempo que todos se iban arrodillando en el suelo delante de mí -primero, uno a uno; después, todos a la vez-, hasta tocar el suelo con la frente.
Kenji tenía razón. La gente quería a Shigeru: los monjes, los campesinos, la mayor parte del clan Otori... Yo había vengado su muerte y, por eso, el amor que sentían por él recaía ahora en mí.
Tal cariño me pesaba como una losa. No deseaba que me adularan, pues no lo merecía, y mi situación no me permitía corresponder a sus muestras de afecto. Me despedí de los monjes, les deseé éxito y continué cabalgando, después de meter la cabeza en la cesta.
Los monjes no querían que viajase solo, y Makoto me acompañó. Éste me contó que Yuki había llegado a Terayama con la cabeza de Shigeru y que en el templo estaban preparando la ceremonia del entierro. Yuki debía de haber viajado noche y día sin descanso, y me acordé de ella con inmensa gratitud.
Llegamos al santuario hacia la caída de la tarde. Dirigidos por el sacerdote anciano, los monjes que no se habían unido al ejército entonaban cánticos dedicados a Shigeru. En el lugar donde estaba enterrada la cabeza, había una lápida. Me arrodillé ante la tumba y coloqué la cabeza de su enemigo delante de Shigeru. Bajo la luz etérea de la media luna, las rocas del jardín de Sesshu parecían hombres en actitud de oración. El sonido de la cascada se apreciaba mejor que durante las horas del día, y bajo el murmullo del agua yo oía suspirar a los cedros, mecidos por la brisa nocturna. Los grillos cantaban y las ranas croaban en los remansos que se formaban bajo la cascada. Escuché un movimiento de alas y vi cómo un tímido autillo atravesaba el cementerio. Pronto emigraría de nuevo: el verano estaba a punto de llegar a su fin.
Era un hermoso lugar, en el que el espíritu de Shigeru encontraría reposo. Me quedé mucho tiempo junto a la tumba; las lágrimas, silenciosas, caían sin cesar por mi rostro. Shigeru me había dicho que sólo los niños lloran. "Los hombres se sobreponen a la muerte", solía decir. Me parecía inconcebible que yo pudiera ser el hombre que ocupara su lugar, y la convicción de que yo no había debido ayudarle a morir me perseguía. Le había decapitado con su propio sable. Yo no era su heredero: era su asesino.
Recordaba con nostalgia la casa de Hagi -el murmullo del río y del ambiente-, y deseaba que la casa entonara su sinfonía a mis hijos, pues quería que ellos crecieran bajo su apacible protección. Empecé a soñar despierto e imaginé a Kaede preparando el té en el pabellón que Shigeru había construido, y a nuestros hijos intentando cruzar el suelo de ruiseñor sin que sonaran los trinos. Al atardecer, contemplaríamos cómo la garza llegaba al jardín y se posaba, paciente, en el arroyo.