—¡No podemos abandonarle! ¡Déjame volver con él!
—No es decisión mía -replicó Kenji-. Y aunque lo fuera, ahora no podría hacerlo, Iida sabe que perteneces a los Ocultos y te entregaría a Ando, como prometió. Sin duda, Shigeru tendría una muerte rápida y honorable, propia de un guerrero; sin embargo, tú serías torturado, y ya sabes cómo.
Yo permanecí en silencio. Me dolía la cabeza, y un insoportable sentimiento de fracaso me envolvía. Me habían dirigido como quien arroja una lanza hacia un blanco. La mano que me sujetaba me había soltado, y yo había caído, inservible, sobre la tierra.
—Ríndete, Takeo -dijo Kenji, al tiempo que me miraba a los ojos-. Todo ha terminado.
Yo asentí lentamente. Sería mejor que fingiera estar de acuerdo.
—Tengo mucha sed.
—Haré un poco de té: te ayudará a dormir. ¿Quieres comer algo?
—No. ¿Puedes desatarme?
—Esta noche, no.
Pensé en esta respuesta mientras me dormía y me volvía a despertar, intentando encontrar una posición cómoda en la que estar tumbado con las manos y los pies atados. Llegué a la conclusión de que Kenji creía que yo podría escapar una vez que me liberara de las ataduras, y si mi maestro pensaba que lo lograría, lo más probable es que fuera verdad. Ése era el único consuelo que tenía, aunque no me duró mucho tiempo.
Empezó a llover un poco antes de que amaneciera. Pude oír cómo se llenaban los desagües y cómo goteaban los aleros. Después, los gallos empezaron a cantar y la ciudad se despertó. Escuché a los criados de la casa, que se estaban levantando, y olí el humo cuando se empezaron a encender los fuegos en la cocina. Oí las voces y las pisadas de la servidumbre, y las conté, al tiempo que imaginaba la disposición de la casa, el lugar de la calle en el que se encontraba y lo que había al otro lado. Por los olores y los sonidos, supuse que me hallaba oculto en una bodega, en una de las casas grandes de los mercaderes situadas en las afueras de la ciudad. La habitación en la que me encontraba no tenía ventanas exteriores, era tan estrecha como una anguila y permanecía oscura incluso tras la salida del sol.
La boda se iba a celebrar dos días después. ¿Sobreviviría Shigeru hasta entonces? Si fuera asesinado antes, ¿qué sería de Kaede? Mis pensamientos me atormentaban. ¿Cómo pasaría Shigeru esos dos días? ¿Qué estaba haciendo en ese momento? ¿Estaría pensando en mí? Me angustiaba la idea de que Shigeru pudiera creer que yo había escapado por voluntad propia. ¿Qué pensarían los hombres Otori? Seguro que me despreciarían.
Llamé a Kenji y le dije que tenía que ir a las letrinas, y éste me desató los pies y me condujo hasta allí. La pequeña habitación daba a otra más grande, y después bajamos unas escaleras que conducían al patio trasero. Llegó una criada con un cuenco lleno de agua y me ayudó a lavarme las manos. Yo estaba manchado de sangre por todos lados, más de la que podría haber brotado cuando me herí la mano con el clavo, y era seguro que había acuchillado a alguien. Me pregunté entonces dónde estaría mi cuchillo.
Cuando regresamos a la habitación secreta, Kenji no volvió a atarme los pies.
—¿Qué pasa ahora? -pregunté.
—Intenta dormir un rato más. Hoy no ocurrirá nada.
—¡Dormir! ¡Me parece que nunca volveré a dormir!
Kenji me observó durante unos instantes, y después, de forma concisa, dijo:
—Todo pasará.
Si mis manos hubieran estado libres, le habría matado. Salté hacia él, balanceando las manos atadas para golpearle en el costado. Esto le pilló por sorpresa y ambos caímos, pero Kenji, que estaba debajo de mí, se giró, rápido como una serpiente, y me sujetó contra el suelo. Yo estaba furioso, pero él también. En el pasado le había visto enfadarse conmigo, pero en ese momento la ira le cegaba. Me abofeteó dos veces, y sus golpes fueron tan fuertes que los dientes me temblaron y me mareé.
—¡Ríndete! -gritó-. Haré que te rindas a golpes si es necesario. ¿Es eso lo que quieres?
—¡Sí! -grité yo-. Venga, mátame, porque ésa será la única manera en la que podrás retenerme aquí.
Arqueé la espalda, rodé hacia un lado y logré liberarme de su peso con patadas y mordiscos. Entonces, él me golpeó otra vez; pero yo conseguí apartarme y, lanzándole insultos llevado por la furia, me arrojé otra vez contra él.
Oí pasos rápidos que se acercaban, y las puertas correderas se abrieron. La chica de Yamagata y uno de los hombres del carromato entraron corriendo en la habitación, y entre los tres lograron reducirme; pero yo había enloquecido de rabia y les resultó difícil atarme los pies de nuevo.
Kenji estaba invadido por la cólera. La chica y el hombre nos miraban a uno y a otro.
—Maestro -dijo la muchacha-, déjale con nosotros. Le vigilaremos durante un rato. Necesitas descansar.
Sin duda estaban atónitos por la pérdida de control de Kenji.
Éste y yo habíamos convivido durante meses como preceptor y alumno. Él me había enseñado casi todo lo que sabía, y yo le había obedecido sin discusión y soportado sus regañinas, sus burlas y sus castigos. Había dejado a un lado mis sospechas iniciales y confiaba en él. Por mi parte, todo aquello había terminado, y nunca volvería a ser igual.
Entonces, Kenji se arrodilló frente a mí, me agarró la cabeza y me obligó a mirarle.
—¡Estoy intentando salvarte la vida! -gritó-. ¿Es que no puedes meterte eso en tu cabezota?
Yo le escupí, y me preparé para recibir otro golpe, pero el hombre del carromato le detuvo.
—Vete, maestro -le apremió.
Kenji me soltó y se puso en pie.
—¿Qué tipo de sangre, testaruda y demente, heredaste de tu madre? -preguntó, lleno de rabia. Cuando llegó a la puerta, se dio la vuelta y dijo-: No le quitéis la vista de encima. No le desatéis.
Una vez que Kenji se había ido, sentí deseos de gritar y sollozar como un niño con una rabieta. Las lágrimas de furia y desesperación me pinchaban los párpados, y me tumbé en el colchón, mirando hacia la pared. La chica se marchó y, al poco rato, regresó con agua fría y un paño. Hizo que me incorporara y me limpió la cara. Tenía el labio partido y notaba contusiones en un ojo y en la mejilla. Su gentileza me dio a entender que ella sentía compasión hacia mí, aunque no pronunció palabra.
El hombre joven nos observaba, también en silencio.
Más tarde, la muchacha trajo té y comida. Bebí el té, pero me negué a comer.
—¿Dónde está mi cuchillo? -pregunté.
—Lo tenemos nosotros -respondió la chica.
—¿ Te hice daño?
—A mí no, fue a Keiko. La heriste en la mano a ella y también a Aiko, pero los cortes no son graves.
—¡Ojalá os hubiera matado a todos!
—Ya lo sé -replicó la chica-. No se puede negar que luchaste con coraje, pero te enfrentabas a cinco miembros de la Tribu, y no tienes por qué avergonzarte.
Y, sin embargo, lo que sentía era vergüenza, que me iba penetrando por todo mi ser y me teñía de negro hasta los mismos huesos.
El largo día fue pasando, lento y agobiante. La campana del atardecer acababa de tañer en el templo del fondo de la calle, cuando Keiko llegó a la puerta y habló en susurros con mis dos guardianes. Yo oía con toda claridad lo que estaban diciendo; pero, por fuerza de la costumbre, fingí que no les escuchaba. Alguien llamado Kikuta había venido a verme.
Unos minutos después, un hombre delgado y de altura media entró en la habitación seguido por Kenji. Los dos se parecían. Ambos compartían la misma apariencia cambiante que les hacía pasar inadvertidos, aunque la piel del recién llegado era más oscura, más parecida a la mía. Su pelo aún era negro, a pesar de que pasaba de los 40 años.
Permaneció unos instantes de pie junto a la puerta, observándome, y entonces cruzó la habitación, se arrodilló a mi lado y, al igual que había hecho Kenji cuando me conoció, tomó mis manos entre las suyas y las giró para ver las palmas.
—¿Por qué le habéis atado? -preguntó. Su voz también era normal, aunque el acento procedía del norte.
—Intenta escapar, maestro -dijo la chica-. Ahora está más tranquilo, pero antes se comportó de forma salvaje.
—¿Por qué quieres escapar? -me preguntó-. Por fin estás con quienes te corresponde.
—No, eso no es cierto -repliqué-. Antes de saber nada sobre la Tribu, juré fidelidad al señor Otori. He sido adoptado legalmente y pertenezco al clan de los Otori.
—
Hmm...
Me han dicho que los Otori te llaman Takeo. ¿Cuál es tu nombre verdadero? -preguntó.
Yo no respondí.
—Fue criado entre los Ocultos -dijo Kenji, con calma-, y cuando nació le dieron el nombre de Tomasu.
Kikuta hizo un gesto de desaprobación.
—Mejor será que olvidemos eso -dijo-. Por el momento, Takeo está bien, aunque no es un nombre propio de la Tribu. ¿Sabes quién soy?
—No -dije yo, aunque lo suponía.
—No, maestro -el joven guardián no pudo reprimir el reproche.
Kikuta sonrió.
—¿Es que no le has enseñado buenos modales, Kenji?
—La cortesía es para los que la merecen -intervine yo.
—Pronto sabrás que yo sí la merezco. Soy el jefe de tu familia: Kikuta Kotaro, primo hermano de tu padre.
—No conocí a mi padre, y nunca he utilizado su nombre.
—Pero el sello de los Kikuta lo llevas grabado: la agudeza de oído, las dotes artísticas, los numerosos poderes extraordinarios y las líneas de las palmas de la mano. Ésas son cosas que no puedes negar.
Desde la distancia, llegó un débil sonido, un toque en la puerta principal de la tienda del piso de abajo. Oí que alguien abría la puerta corredera y hablaba con otra persona.
Se trataba de una conversación trivial sobre vinos. Kikuta también giró la cabeza ligeramente, y yo noté algo en él.
—¿Oyes todos los sonidos? -pregunté.
—No tantos como tú, porque con la edad se van perdiendo facultades; pero oigo bastante bien.
—En Terayama, un monje joven dijo: "Como un perro" -mi voz adquirió un tono de amargura-. "Debes de ser muy útil para tus señores", me dijo también. ¿Es por eso por lo que me secuestrasteis, porque os seré de utilidad?
—No se trata de ser útil -dijo Kikuta-. El asunto es que has nacido en la Tribu, y a ella perteneces. Aunque no tuvieras ningún talento, seguirías siendo uno de los nuestros y, aunque tuvieras todos los poderes del mundo, si no hubieras nacido en la Tribu nunca nos pertenecerías ni mostraríamos interés por ti. Pero el caso es que tu padre era Kikuta, y tú también lo eres.
—¿No tengo elección?
Él sonrió otra vez.
—No es algo que se pueda elegir, de la misma forma que no puedes elegir la agudeza de tu oído.
Aquel hombre me estaba tranquilizando de la misma manera que yo empleaba con los caballos: intentando entender mi naturaleza. Hasta ahora yo no había conocido a nadie que supiera lo que se sentía al ser un Kikuta, y notaba que el hombre ejercía cierta atracción sobre mí.
—Supongamos que lo acepto. ¿Qué haréis conmigo?
—Encontraremos un lugar seguro en otro feudo, lejos de los Tohan, para que termines tu entrenamiento.
—No quiero realizar más entrenamiento. ¡Estoy harto de maestros!
—Enviamos a Muto Kenji a Hagi por su larga amistad con Shigeru. Kenji te ha enseñado muchas cosas, pero un Kikuta debe ser enseñado por otro Kikuta.
Yo ya no le prestaba atención.
—¿Amistad? ¡Kenji engañó y traicionó a Shigeru!
Kikuta habló con calma:
—Tienes grandes virtudes, Takeo, y una de ellas es, sin duda, el coraje de tu corazón; pero ahora es tu cabeza lo que tenemos que organizar. Debes aprender a controlar tus emociones.
—¿Para qué? ¿Para poder traicionar a los viejos amigos con la misma facilidad que Muto Kenji?
El breve momento de tranquilidad había pasado. Notaba de nuevo que la furia me invadía y deseaba rendirme ante ella, pues sólo la furia podía borrar mi vergüenza. Los dos jóvenes dieron un paso adelante, dispuestos a sujetarme, pero Kikuta hizo un gesto para que se apartaran. Me tomó las manos atadas y las sostuvo con firmeza.
—Mírame -me ordenó.
A pesar de mi resistencia, mis ojos se encontraron con los suyos. Yo estaba atrapado en el torbellino de mis emociones, y sólo su mirada lograba evitar que éste me arrastrara. Lentamente, mi ira se fue aplacando y fue reemplazada por un profundo cansancio. No lograba combatir el sueño, que me envolvía como las nubes a la montaña. La mirada de Kikuta no se apartó de mí hasta que cerré los ojos y la bruma me apresó.
Cuando desperté, era de día. La luz del sol llegaba a la alcoba secreta a través de la habitación contigua y arrojaba un pálido reflejo anaranjado sobre el lugar en el que yo yacía. No podía creer que fuese por la tarde otra vez. Debía de haber dormido casi un día entero. La chica estaba sentada en el suelo, un poco alejada de mí. Caí en la cuenta de que la puerta acababa de cerrarse y que el sonido me había despertado. Mi otro guardián debía de haber salido.
—¿Cómo te llamas? -pregunté a la muchacha. La garganta aún me dolía, y mi voz sonaba como un graznido.
—Yuki.
—¿Y él?
—Akio.
Según la muchacha me contó, se trataba del hombre al que yo había herido.
—¿Qué me hizo ese hombre?
—¿El maestro Kikuta? Te hizo dormir; algo que los Kikuta saben hacer muy bien.
Me acordé entonces de los perros de Hagi... "Algo que los Kikuta saben hacer muy bien".
—¿Qué hora es? -pregunté.
—Ya ha empezado la hora del Gallo.
—¿Hay alguna noticia?
—¿Sobre el señor Otori? Ninguna -la chica se acercó a mí, y me susurró-: ¿Quieres que le lleve un mensaje?
Me quedé mirándola fijamente.
—¿Puedes hacerlo?
—He trabajado de criada en la residencia en la que se aloja, como hice en Yamagata -me lanzó una mirada llena de significado-. Puedo intentar hablar con él esta noche o mañana por la mañana.
—Dile que no le abandoné por mi voluntad y pídele que me perdone... -eran demasiadas cosas para ponerlas en palabras, y mi voz se quebró-. ¿Por qué motivo quieres ayudarme?
Ella negó con la cabeza, sonrió y me hizo un gesto para que callara. Akio regresó a la habitación. Una de sus manos estaba vendada, y me trataba con frialdad.
Más tarde me desataron los pies, me llevaron al baño, me desnudaron y me ayudaron a meterme en el agua caliente. Mis movimientos eran los de un inválido, y todos los músculos del cuerpo me dolían.