Entonces, sin convicción, Kenji murmuró:
—Takeo.
Seguro que sabía que nada podría pararme. Dio un rápido abrazo a Yuki -sólo entonces me di cuenta de que era su hija- y después me siguió cuando me encaminé, de nuevo, hacia el río.
Kaede esperaba la llegada de la noche. Sabía que no tenía elección: debía acabar con su vida, y meditaba sobre su muerte con la misma intensidad que aplicaba a todas sus decisiones. El honor de su familia había dependido de aquel matrimonio, como su padre le recordara. En ese momento, rodeada por la confusión y el revuelo que había reinado durante todo el día, se aferraba a la convicción de que la única forma en la que podía proteger el nombre de su familia era a través de una muerte honorable.
Era la caída de la tarde del que debía haber sido el día de su boda. Todavía llevaba puestas las ropas que las damas Tohan le habían preparado. Eran las más lujosas y elegantes que jamás había vestido y, con ellas, se sentía pequeña y frágil como una muñeca. Las damas de la casa tenían los ojos enrojecidos por la muerte de la señora Maruyama, pero no le habían hablado de ella a Kaede hasta después de la matanza de los Otori a manos de los Tohan. Fue entonces cuando le fueron desvelando un horror tras otro, hasta que Kaede creyó enloquecer de furia y de sufrimiento.
La residencia, con sus elegantes estancias, sus tesoros artísticos y sus preciosos jardines, se había convertido en un lugar de violencia y de muerte. Fuera de las paredes, al otro lado del suelo de ruiseñor, estaba colgado el hombre con el que debiera haberse casado. Kaede había escuchado a los guardias durante toda la tarde, y hasta ella habían llegado sus burlas y sus risas malvadas. Su corazón estaba a punto de romperse, y la joven no cesaba de llorar. A veces oía que alguien mencionaba su nombre, lo que le recordaba que los acontecimientos habían empeorado su fatídica reputación. Kaede experimentaba la sensación de que era ella quien había causado la ruina del señor Otori, y lloró por él, por la terrible humillación que había sufrido a manos de Iida, y también lo hizo por sus padres y por la deshonra que ella les había acarreado.
Cada vez que Kaede pensaba que había agotado su capacidad de llanto, las lágrimas volvían a brotar de nuevo y caían a raudales por su rostro. La señora Maruyama, Mariko, Sachie... habían muerto, arrastradas por la corriente de la crueldad de los Tohan. Todos sus seres queridos estaban muertos o habían desaparecido. Kaede también lloraba por sí misma, porque tenía 15 años y su vida recién estrenada había llegado a su fin. Se afligió por el marido al que nunca conocería, por los hijos que nunca traería al mundo y por su futuro, al que el cuchillo iba a poner fin. Su único consuelo era el dibujo que Takeo le había regalado, y lo sujetaba en la mano y lo miraba constantemente. Pronto, ella quedaría libre, como el pequeño pájaro de las montañas.
Shizuka se encaminó hacia la cocina para pedir que trajeran comida y, al pasar junto a los guardias, se detuvo y compartió con ellos sus bromas, con fingida insensibilidad. Cuando regresó a la habitación, la máscara desapareció y su rostro denotaba un profundo sufrimiento.
—Señora -dijo Shizuka. El tono animado de su voz se contradecía con sus verdaderos sentimientos-, tengo que arreglarte el cabello pues está muy despeinado. También tienes que cambiarte de ropa.
Shizuka ayudó a Kaede a desvestirse, y llamó a las criadas para que se llevaran las pesadas ropas de la ceremonia.
—Me voy a poner la túnica de dormir -dijo Kaede-. Hoy ya no voy a ver a nadie más.
Vestida con la ligera prenda de algodón, Kaede se sentó en el suelo, junto a la ventana abierta. Caía una suave lluvia y el ambiente había refrescado un poco; el jardín goteaba a causa de la humedad, como si también llorase.
Shizuka se arrodilló junto a Kaede, recogió la espesa cabellera de ésta y empezó a peinarla con los dedos. Entonces, le susurró al oído:
—He mandado un mensaje a la casa de los Muto, en la ciudad. Acaban de contestar. Como había imaginado, tienen allí a Takeo, y van a permitirle rescatar el cuerpo del señor Otori.
—¿Ha muerto el señor Otori?
—No, todavía no -la voz de Shizuka se entrecortó. La muchacha temblaba de emoción-. ¡Qué ofensa! ¡Qué deshonra! No puede permanecer colgado de esa manera. Takeo tiene que venir a recuperarle.
—Entonces, Takeo también morirá hoy -dijo Kaede.
—Mi mensajero va a intentar llegar hasta Arai -susurró Shizuka-. Pero no sé si llegará a tiempo para salvarnos.
—Nunca creí que alguien pudiera desafiar a los Tohan. El señor Iida es invencible; su crueldad le otorga un inmenso poder -Kaede contempló a través de la ventana la caída de la lluvia y la bruma que cubría las montañas-. ¿Por qué los humanos hemos construido un mundo tan cruel? -dijo a continuación, con un murmullo.
Escucharon el melancólico graznido de una bandada de gansos que pasó volando por encima de la residencia; a lo lejos, más allá de los muros del castillo, un ciervo bramó.
Kaede se llevó una mano a la cabeza; tenía el cabello mojado por las lágrimas de Shizuka.
—¿Cuándo vendrá Takeo?
—Si viene, será por la noche -Shizuka hizo una larga pausa, y entonces dijo-: Es un riesgo terrible.
Kaede no contestó. "Le esperaré", se prometió a sí misma. "Le veré una vez más". Kaede acarició el frío mango del cuchillo que guardaba bajo su túnica. Shizuka, que notó el movimiento, se acercó a ella y la abrazó.
—No tengas miedo. Pase lo que pase, yo estaré contigo. Te seguiré hasta el otro mundo.
Estuvieron abrazadas durante un buen rato. Agotada por las emociones, Kaede llegó a ese estado de aturdimiento que suele acompañar a la tristeza, y experimentó la sensación de que estaba durmiendo y había entrado en un mundo diferente, un mundo en el que yacía entre los brazos de Takeo, en el que el miedo no existía. "Sólo él puede salvarme", pensó Kaede. "Sólo él puede devolverme la vida".
Más tarde, la muchacha le dijo a Shizuka que quería tomar un baño, y también le pidió que le depilara las cejas y le diera un masaje en las piernas para suavizarlas. Comió frugalmente y después se sentó en silencio, mientras meditaba sobre lo que le habían enseñado de niña, a la vez que recordaba el rostro sereno del Iluminado, en Terayama.
—Ten compasión de mí -rezaba-. Ayúdame a tener valor.
Llegaron las criadas a preparar las camas. Kaede se disponía a acostarse y ya había escondido su cuchillo debajo del colchón. La hora de la Rata estaba avanzada, y el silencio reinaba en la residencia, con la única excepción de las risotadas de los guardias. De repente, Kaede y Shizuka escucharon pisadas sobre el suelo de ruiseñor, y alguien llamó a la puerta. Shizuka acudió a abrir, e inmediatamente se echó al suelo. Entonces, Kaede escuchó la voz del señor Abe.
"Ha venido a arrestar a Shizuka", pensó entonces Kaede, horrorizada.
Shizuka dijo:
—Es muy tarde, señor. La señora Shirakawa está totalmente agotada.
Pero la voz de Abe se mostraba insistente. Sin embargo, éste se alejó, y Shizuka se volvió hacia Kaede justo a tiempo para susurrar:
—El señor Iida quiere verte.
Entonces, el suelo de ruiseñor trinó de nuevo.
En ese momento, Iida entró en la habitación, seguido por Abe y por el hombre con un solo brazo, cuyo nombre -según le habían informado a Kaede- era Ando.
Kaede los miró a la cara; sus rostros se mostraban embriagados por el exceso de vino y por el triunfo de su venganza. Ella se arrojó al suelo y colocó la frente sobre la estera; su corazón latía con violencia.
Iida se acomodó con las piernas cruzadas.
—Incorpórate, señora Shirakawa.
Kaede levantó la cabeza con desgana y le miró. Iida vestía de nhanera informal, con ropas de dormir, pero llevaba su sable en el fajín. Los dos hombres que estaban arrodillados junto a él también iban armados. Éstos se incorporaron y observaron a Kaede con insultante curiosidad.
—Perdona esta intrusión a una hora tan tardía -dijo Iida-, pero pensé que no podía acabar el día sin que te expresara mi pesar por tu desafortunada situación -Iida sonrió a Kaede, mostrando sus enormes dientes, y giró la cabeza para decirle a Shizuka-: Vete.
Las pupilas de Kaede se dilataron y le faltaba la respiración, pero no se atrevió a volver la cabeza para mirar a Shizuka. Escuchó cómo la puerta corredera se cerraba y supuso que la muchacha se quedaría al otro lado, a poca distancia de la habitación. Kaede permanecía sentada, sin mover un músculo, y mantenía la mirada baja, al tiempo que aguardaba a que Iida continuase.
—Tu matrimonio que, tal como yo consideraba, iba a dar lugar a una alianza con los Otori, ha sido, por lo visto, una excusa para que las víboras intentasen morderme. No obstante, creo que he exterminado el nido.
Los ojos de Iida estaban clavados en el rostro de Kaede.
—Pasaste varias semanas en el camino junto a Otori Shigeru y Maruyama Naomi. ¿Sospechaste en algún momento que estaban conspirando en mi contra?
—No tenía ni idea, señor -dijo Kaede, antes de añadir-: Si hubiera existido una conspiración, mi ignorancia habría sido necesaria para llevarla a cabo con éxito.
Iida lanzó un gruñido y, tras una larga pausa, preguntó:
—¿Dónde está el joven?
El corazón de Kaede se aceleró de una manera hasta entonces desconocida para ella; el pulso le golpeaba las sienes y la hacía marearse.
—¿A qué joven os referís, señor Iida?
—A ese que llaman hijo adoptivo. Takeo.
—No sé nada de él -respondió Kaede, fingiendo estar intrigada-. ¿Por qué lo preguntáis?
—¿Cómo lo describirías?
—Era joven y muy callado. Parecía instruido. Le gustaba pintar y dibujar -Kaede se esforzó por mostrar una sonrisa-. Era torpe y, tal vez..., no muy valiente.
—Eso es lo que dice el señor Abe. Sabemos que es uno de los Ocultos y que escapó de una matanza el año pasado. Shigeru decidió adoptar a ese criminal con el único propósito de ultrajarme e insultarme.
Kaede no podía responder. La telaraña de intrigas le resultaba incomprensible.
—El señor Abe considera que Takeo huyó porque Ando le había reconocido. Está claro que es un cobarde. Antes o después, le encontraremos y le colgaré junto a su padre adoptivo -los ojos de Iida recorrieron el cuerpo de Kaede, pero ella no se dio por aludida-. Entonces, mi venganza contra Shigeru quedará culminada -los dientes de Iida brillaban bajo su sonrisa-. Sin embargo, existe un asunto más apremiante: ¿qué va a ser de tí? Acércate.
Kaede hizo una reverencia y se desplazó hacia delante. Los latidos de su corazón habían aminorado el ritmo; de hecho, parecía que había dejado de latir. Kaede también tenía la sensación de que el tiempo se había detenido. El silencio de la noche se volvió más denso. La lluvia apenas se oía. Pudo oírse entonces el canto de un grillo.
Iida se inclinó hacia delante y observó a Kaede con detenimiento. La luz de la linterna iluminaba la cara de Sadamu y, cuando Kaede levantó la mirada, vio que el semblante depredador de Iida se había suavizado por el deseo.
—No sé qué hacer, señora Shirakawa. Los acontecimientos de hoy te han mancillado inevitablemente; sin embargo, tu padre me ha sido fiel y siento cierta responsabilidad hacia ti. ¿Cómo debo actuar?
—Morir es mi único deseo -replicó Kaede-. Permitidme hacerlo de forma honorable. Así, mi padre quedará satisfecho.
—También está el asunto de la herencia Maruyama -dijo Iida-. Contemplo la posibilidad de casarme contigo, pues eso daría una solución a la propiedad del dominio, a la vez que pondría fin a los rumores sobre el peligro al que sometes a los hombres.
—Tal honor sería demasiado grande para mí—replicó Kaede.
Iida sonrió y, pensativo, pasó una de sus largas uñas por la hilera superior de su dentadura.
—Sé que tienes dos hermanas. Quizá podría casarme con la mayor de ellas. Pensándolo bien, creo que es preferible que te quites la vida.
—Señor Iida -Kaede hizo una reverencia hasta tocar el suelo.
—Es una muchacha preciosa, ¿no os parece? -Iida giró la cabeza hacia los hombres que estaban detrás de él-. Hermosa, inteligente y valiente. Lástima que todas sus cualidades se vayan a echar a perder...
Kaede se incorporó otra vez y apartó la cara, resuelta a que Iida no pudiera adivinar sus sentimientos.
—Supongo que eres virgen -Iida alargó una mano y la pasó por el cabello de Kaede.
Ésta se dio cuenta de que Sadamu estaba más borracho de lo que al principio había aparentado, y podía oler el vino en su aliento a medida que se inclinaba hacia ella. Cuando Iida le tocó el cabello, Kaede no pudo evitar temblar ligeramente, y esto le hizo enfurecerse consigo misma. Iida, que notó su reacción, soltó una carcajada.
—Sería una tragedia si murieras virgen. Debes conocer lo que es el amor, al menos por una noche.
Kaede le miró fijamente, sin dar crédito a lo que estaba oyendo. Entonces se dio cuenta de la inmensa depravación de Iida; del profundo pozo de lascivia y de crueldad en el que estaba inmerso. El colosal poder de aquel señor le había vuelto arrogante y corrupto. Kaede se sentía como en un sueño en el que sabía lo que iba a suceder, pero le resultaba imposible hacer nada al respecto. No podía creer las intenciones de Iida.
Éste tomó la cabeza de Kaede entre las manos y se inclinó sobre ella, pero la muchacha apartó la cara, y los labios de Iida le rozaron el cuello.
—¡No! -dijo ella-. No, señor, no me avergoncéis. ¡Sólo dejadme morir!
—No existe vergüenza en complacerme -dijo Iida.
—Os lo ruego, ¡no delante de estos hombres! -gritó Kaede, que se mostraba sin fuerzas, como si se hubiera rendido a él. Su cabello caía hacia delante y la cubría casi por completo.
—Dejadnos -dijo Iida a los hombres, con brusquedad-. Que nadie me moleste antes del alba.
Kaede escuchó cómo los hombres salían de la habitación y hablaban con Shizuka. Sentía deseos de gritar, pero no se atrevió, Iida se arrodilló junto a ella, la tomó en sus brazos y la llevó hasta el colchón. Le quitó el cinto y la túnica se abrió, Iida se quitó su ropa y se tumbó junto a ella. Un escalofrío de miedo y de asco recorrió el cuerpo de Kaede.
—Tenemos toda la noche -dijo Iida.
Éstas fueron sus últimas palabras.
El tacto del cuerpo de Iida contra el suyo le trajo a Kaede la imagen del guardia del castillo de los Noguchi. Cuando Iida puso su boca sobre sus labios, casi enloqueció a causa de la repugnancia que le provocaba. Entonces, Kaede echó sus brazos hacia atrás, por encima de la cabeza, e Iida gruñó de placer al notar cómo el cuerpo de la joven se arqueaba. Con la mano izquierda, Kaede localizó la aguja que escondía en la manga derecha de su túnica y, en el momento en el que Iida descendía hacia ella, se la clavó en un ojo. Sadamu soltó un grito, que bien podría haber sido una exclamación de pasión. Con la mano derecha, Kaede sacó el cuchillo de debajo del colchón y lo empujó hacia arriba. Al caer, el propio peso de Iida hizo que el arma le atravesara el corazón.