—No actuéis precipitadamente -suplicó Shizuka.
Mariko regresó, quejándose de que hacía demasiado calor para jugar; Sachie venía tras ella.
—Llevaré a la niña dentro -dijo la señora Maruyama-. De todas formas, tiene que asistir a sus clases... -su voz se desvaneció al tiempo que sus ojos volvían a llenarse de lágrimas -. Mi pobre hija -dijo la dama-; mis pobres hijos -la señora Maruyama puso las manos sobre su vientre.
—Vamos, mi señora -dijo Sachie-; debéis tumbaros a descansar.
Lágrimas de compasión cuajaron los ojos de Kaede. Las piedras del torreón y de las murallas que la rodeaban parecían ejercer presión sobre ella. El cricrí de los grillos era tan intenso que llegaba a aturdir la mente; daba la sensación de que el calor emanaba del mismo suelo. Kaede pensó que la señora Maruyama tenía razón; todos ellos estaban atrapados y no tenían forma de escapar.
—¿Quieres que regresemos a la casa? -le preguntó Shizuka.
—Prefiero quedarme un rato más.
A Kaede se le ocurrió que había otro asunto sobre el que tenían que hablar.
—Shizuka, tú tienes la libertad para moverte de un lado a otro; los guardias confían en t¡.
Shizuka asintió con la cabeza.
—Tengo algunos de los poderes propios de la Tribu a ese respecto.
—Tú eres la única que podría escapar de todas las mujeres que nos encontramos aquí. -Kaede titubeó, al no saber bien cómo poner en palabras lo que tenía que decir. Finalmente dijo con brusquedad-: si quieres marcharte, puedes hacerlo; no quiero que te arriesgues por mi culpa -entonces Kaede se mordió el labio y apartó rápidamente la mirada, porque no sabía cómo iba a sobrevivir sin Shizuka, de la que había llegado a depender por completo.
—La mejor forma de estar a salvo es que nadie intente escapar—susurró Shizuka-; además, ni se me ocurriría hacer tal cosa; nunca te abandonaré, a no ser que tú me lo ordenaras. Ahora nuestras vidas están ligadas -y añadió, como para sí-: No sólo los hombres tienen honor.
—El señor Arai te envió a mi lado -dijo Kaede- y tú me dices que eres de la Tribu, la cual ha ejercido su poder sobre el señor Takeo. ¿Eres realmente libre para tomar tus propias decisiones? ¿Puedes elegir la vía del honor?
—Para ser alguien a quien no se le ha dado instrucción, la señora Shirakawa es muy sabia -dijo Shizuka con una sonrisa, y por un instante Kaede notó un cierto alivio en su corazón.
Kaede permaneció junto al agua durante la mayor parte del día y apenas comió. Las damas de la casa vinieron a acompañarle durante unas horas y hablaron de la belleza del jardín y de los preparativos para la boda. Una de ellas había estado en Hagi, y describió la ciudad con admiración; le contó a Kaede algunas leyendas del clan de los Otori y, en susurros, también le habló de las antiguas desavenencias del clan con los Tohan. Todas las damas expresaron su alegría porque la boda de Kaede pusiera fin a esta rivalidad y le comentaron lo encantado que estaba el señor Iida con la alianza.
Kaede no sabía qué responder y, consciente de la traición que subyacía bajo los planes de boda, se refugió en la timidez; sonrió sin cesar, hasta que le dolieron los músculos de la cara, aunque apenas pronunció palabra.
Apartó la mirada, y vio cómo el señor Iida en persona cruzaba el jardín, en dirección al pabellón, acompañado por tres o cuatro lacayos.
Las damas callaron de inmediato, y Kaede le dijo a Shizuka:
—Creo que me retiraré a mi habitación. Tengo dolor de cabeza.
—Sí, mi señora. Te peinaré el cabello y te daré un masaje en las sienes -dijo Shizuka.
Era cierto que el peso del pelo le resultaba insoportable a Kaede. Bajo sus ropas, notaba el cuerpo pegajoso e irritado, y ansiaba el frescor que traería la noche.
Según se alejaban del pabellón, el señor Abe se separó del grupo de hombres y se encaminó hacia ellas. Shizuka, inmediatamente, cayó de rodillas, y Kaede le hizo una reverencia, aunque no tan respetuosa.
—Señora Shirakawa -dijo Abe-, el señor Iida desea hablarte.
Kaede intentó disimular su desgana y regresó al pabellón, donde Iida se había acomodado en los cojines. Las mujeres se habían retirado y contemplaban el río. Kaede se arrodilló en el suelo de madera y bajó la cabeza hasta tocar el suelo, consciente de que los profundos ojos de Iida, como estanques de hierro fundido, la miraban de arriba abajo.
—Incorpórate -dijo, de forma concisa. Su voz era áspera, y las palabras de cortesía no encajaban bien con su lengua. Kaede notó la mirada de sus hombres sobre ella, el denso silencio que ya le resultaba familiar, la mezcla de lascivia y admiración.
—Shigeru es un hombre afortunado -dijo Iida.
Los hombres se rieron, al tiempo que Kaede percibía en sus risas tanta amenaza como malicia. La muchacha pensaba que Iida le hablaría sobre la ceremonia de la boda o sobre su padre, quien había enviado mensajes diciendo que no le era posible asistir debido a la enfermedad de su esposa. Pero sus palabras le sorprendieron:
—Tengo entendido que conoces a Arai.
—Le conocí cuando estuvo al servicio del señor Noguchi -respondió Kaede, con prudencia.
—Por tu culpa, Noguchi le envió al exilio -dijo Iida-. Al hacerlo, cometió un grave error, y lo ha pagado con creces. Parece ser que ahora voy a tener que enfrentarme a Arai en mi propia puerta -exhaló un profundo suspiro-. Tu matrimonio con el señor Otori llega en un momento muy oportuno.
Kaede pensó: "Soy una chica ignorante, criada por los Noguchi. Soy fiel y estúpida. No sé nada de las intrigas entre clanes".
Entonces, puso expresión de muñeca y voz infantil:
—Sólo quiero hacer lo que mi padre y el señor Iida deseen que haga.
—¿Oíste algo en vuestro viaje sobre los movimientos de Arai? ¿ Te habló de ellos Shigeru en algún momento?
—No he sabido nada del señor Arai desde que abandonó al señor Noguchi -respondió Kaede.
—Y sin embargo cuentan que Arai era tu defensor.
Kaede, que mantenía la mirada baja, no se atrevió a mirarle a través de sus pestañas.
—No puedo ser considerada responsable de los sentimientos que los hombres tengan hacia mí, señor.
Sus ojos se encontraron por unos instantes. La mirada de Iida era penetrante y depredadora. Kaede notó que también él la deseaba, tentado y seducido por la idea de que la relación con ella traía consigo la muerte.
A ella, el asco le atenazó la garganta. Pensaba en la aguja, escondida en la manga de su túnica, e imaginaba cómo la clavaría en la carne de Iida.
—No -acordó él-, y tampoco podría culpar a hombre alguno por admirar tu belleza -giró la cabeza, y le dijo a Abe-: Tenías razón, es exquisita -parecía que estuviera hablando de una obra de arte-. ¿ Te dirigías a la casa? No quiero detenerte. Tengo entendido que tu salud es algo delicada.
—Señor Iida.
Kaede hizo una reverencia hasta tocar el suelo otra vez y, de rodillas, se desplazó hacia atrás, hasta el borde del pabellón. Shizuka la ayudó a ponerse en pie, y se alejaron del lugar.
Ninguna de ellas habló hasta que llegaron a la habitación. Entonces, Kaede susurró:
—Lo sabe todo.
—No -respondió Shizuka, mientras tomaba el peine y empezaba a pasarlo por el cabello de Kaede-. No está seguro, no tiene pruebas. Lo hiciste bien, señora.
Los dedos de Shizuka masajearon el cuero cabelludo y las sienes de Kaede, y la tensión empezó a reducirse. Kaede se echó hacia atrás y se apoyó sobre Shizuka.
—Me gustaría ir a Hagi. ¿Vendrás conmigo?
—Si eso llega a suceder, no me necesitarás -replicó Shizuka, con una sonrisa.
—Siempre te necesitaré -dijo Kaede, con una nota de melancolía en la voz-. Quizá sería feliz con el señor Otori si no hubiese conocido a Takeo, si él no me...
—¡Calla! ¡No digas eso! -Shizuka suspiró, mientras sus dedos seguían trabajando.
—Podríamos haber tenido hijos -continuó Kaede, con voz lenta y soñadora-. Ahora ya no va a ocurrir nada de eso. Sin embargo, tengo que fingir que va a ser así.
—Estamos al borde de una guerra -murmuró Shizuka-. Ni siquiera sabemos lo que va a suceder dentro de unos días, ¡y mucho menos lo que nos traerá el futuro!
—¿Dónde estará ahora el señor Takeo? ¿ Tienes idea?
—Si sigue en la capital, se encontrará en una de las casas secretas de la Tribu; pero es posible que le hayan sacado del feudo.
—¿Volveré a verle alguna vez? -preguntó Kaede.
Pero no esperaba una respuesta ni Shizuka habría sabido dársela. Los dedos de ésta seguían presionando su cabeza. Más allá de las puertas abiertas, el jardín centelleaba bajo los tenues rayos del sol, y el canto de los grillos era más estridente que nunca.
Lentamente, el día se fue marchitando y las sombras empezaron a alargarse.
Permanecí inconsciente sólo unos momentos. Cuando desperté, todo estaba oscuro a mi alrededor, y enseguida supuse que me encontraba dentro del carromato. Había al menos dos personas a mi lado, y noté que una de ellas, por su respiración, era Kenji; la otra, por su perfume, era una de las muchachas. Me estaban sujetando, cada uno de un brazo.
Me sentía terriblemente mareado, como si me hubieran golpeado en la cabeza. El vaivén del carro aún empeoraba mi estado.
—Voy a vomitar -dije, y Kenji me soltó el brazo.
El vómito llegó a mi garganta a medida que me incorporaba, y me di cuenta de que la muchacha también me había soltado el otro brazo. Tan desesperada era mi ansia de escapar, que la náusea desapareció por completo y me lancé -con los brazos cruzados sobre la cabeza- contra la puerta con bisagras del carromato. Pero ésta estaba firmemente cerrada desde fuera. La piel de una de mis manos se rasgó con un clavo. Kenji y la chica me agarraron y me tumbaron sobre el suelo, mientras yo forcejeaba y me retorcía sin parar. Alguien gritó desde fuera. Se trataba de una advertencia áspera y airada.
Kenji me insultó:
—¡Cállate! ¡Estate quieto! Si los Tohan te descubren ahora, te matarán en el acto.
Pero yo había perdido la razón. Cuando era niño, solía llevar a casa animales del bosque: zorrillos, comadrejas o pequeños conejos. Nunca logré domesticarlos, porque lo único que querían, ciega e irracionalmente, era escapar. En ese momento recordé esa furia ciega. A mí nada me importaba, excepto que Shigeru pudiera pensar que yo le había traicionado. Nunca me quedaría con la Tribu. ¡Nunca lograrían retenerme!
—¡Hazle callar! -susurró Kenji a la chica, mientras se esforzaba por mantenerme quieto.
Las manos de la muchacha hicieron que el mundo volviese a llenarse de náuseas y oscuridad.
Cuando, por segunda vez, recobré la consciencia, realmente creí que había muerto y que me encontraba en el otro mundo. No podía ver ni oír; estaba sumido en la oscuridad y el silencio era absoluto. Entonces empecé a percibir sensaciones: el cuerpo me dolía demasiado como para estar muerto, notaba la garganta en carne viva, una mano me daba punzadas y la muñeca de la otra me dolía como si me la hubiera torcido. Intenté incorporarme, pero me habían atado. Las ligaduras eran suaves y estaban algo sueltas, pero con la presión suficiente como para impedir mis movimientos. Giré la cabeza y la sacudí. Una venda me tapaba los ojos; pero lo peor era que no podía oír. Tras unos instantes, me percaté de que me habían taponado los oídos, y sentí alivio por no haber perdido la capacidad de escuchar.
Una mano me tocó la cara y di un respingo. Me quitaron la venda, y entonces pude ver a Kenji arrodillado a mi lado. Junto a él, en el suelo, ardía un candil cuya llama le iluminaba la cara. Pensé fugazmente en lo peligroso que era. En una ocasión, Kenji me había prometido que siempre me protegería, pero ahora lo último que yo deseaba era su protección.
Vi que sus labios se movían.
—No oigo nada -le dije-. Quítame los tapones.
Cuando los retiró, el mundo regresó a mí y estuve en silencio unos instantes hasta situarme en él. Podía oír el río en la distancia, luego seguíamos en Inuyama. La casa en la que nos encontrábamos se encontraba en silencio, pues todos dormían excepto los guardias, a quienes oía murmurar junto a la cancela. Supuse que sería tarde,.y en ese instante escuché la campana de medianoche de un templo lejano.
En ese momento debería haber estado dentro del castillo de Iida.
—Lamento que te hiciéramos daño -dijo Kenji-. No debiste oponerte con tanta fuerza.
Yo sentía cómo una amarga furia me invadía de nuevo. Intenté controlarme.
—¿Dónde estoy?
—En una de las casas de la Tribu. Te sacaremos de la capital dentro de un día o dos.
Su voz calmada y pragmática me enfureció aún más.
—La noche de mi adopción le dijiste que no le traicionarías. ¿ Te acuerdas?
Kenji suspiró.
—Aquella noche los dos hablamos sobre lealtades encontradas. Shigeru sabe que, en primer lugar, mi obligación es servir a la Tribu, y ya entonces le advertí, como hice más tarde en varias ocasiones, que la Tribu tenía prioridad al reclamarte, y que antes o después lo haría.
—¿Por qué ahora? -pregunté, con amargura-. Podrías haberme dejado una noche más.
—Tal vez yo, personalmente, te hubiera concedido esa oportunidad; pero el incidente de Yamagata hizo que los acontecimientos escaparan a mi control. En todo caso, ahora estarías muerto y no serías de utilidad a nadie.
—Pero primero podría haber acabado con la vida de Iida -mascullé.
—Esa posibilidad fue considerada -dijo Kenji-, y se decidió que no era acorde con los intereses de la Tribu.
—Supongo que la mayoría de vosotros trabaja para Iida...
—Trabajamos para quien mejor nos paga. Nos gusta una sociedad estable. La guerra abierta dificulta nuestras operaciones. El gobierno de Iida es cruel pero sólido, y eso nos conviene.
—O sea, que estuviste engañando a Shigeru todo el tiempo.
—Sin duda, como él mismo me estuvo engañando a mí -Kenji permaneció callado durante todo un minuto, y después prosiguió-: Shigeru estaba condenado desde el principio. Demasiados señores poderosos querían librarse de él. Ha tenido suerte de sobrevivir tanto tiempo.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
—¡No debe morir! -exclamé.
—Seguro que Iida encuentra algún pretexto para matarle -dijo Kenji, con suavidad-; es demasiado peligroso para poder seguir con vida. No sólo ha ofendido a Iida personalmente (su romance con la señora Maruyama, tu adopción...), sino que las escenas de Yamagata alarmaron a los Tohan profundamente -la llama parpadeó, y Kenji añadió, con calma-: El problema con Shigeru es que la gente le quiere.