Cuando bajamos los escalones había, efectivamente, una multitud congregada en los alrededores de la posada.
—¿Han venido por el festival? -pregunté a Makoto.
—En parte sí -dijo él. A continuación, continuó hablando en voz baja, de manera que nadie más pudiera oírle-, pero el motivo principal es la presencia del señor Otori en el templo. No han olvidado cómo eran las cosas en Yamagata en el pasado. Nosotros tampoco. ¡Hasta la vista! -me dijo, mientras subía a lomos de
Raku-.
Nos volveremos a encontrar.
Tanto en el sendero de la montaña como en el camino que conducía a la ciudad, nos encontrábamos siempre con la misma escena: las gentes salían a nuestro encuentro y todos querían ver a Shigeru con sus propios ojos. Había algo inquietante en la situación, pues la gente, en silencio, caía de rodillas al suelo a nuestro paso, y después se levantaba y se nos quedaba mirando fijamente a nuestras espaldas, con semblante sombrío y ojos ardientes.
Los hombres Tohan estaban furiosos, pero nada podían hacer. Cabalgaban a bastante distancia por delante de mí, aunque yo escuchaba sus conversaciones con tanta claridad como si me escanciaran sus palabras en los oídos.
—¿Qué hizo Shigeru en el templo? -preguntó Abe.
—Rezó y habló con el sacerdote. Nos enseñaron las pinturas de Sesshu y el muchacho estuvo pintando.
—¡Qué me importa lo que hiciera el muchacho! ¿Se quedó Shigeru a solas con el sacerdote?
—Sólo unos minutos -mintió el hombre más joven.
El caballo de Abe dio un respingo hacia delante; lo más probable es que el jinete hubiera tirado de las riendas con cólera.
—No está tramando nada -dijo el joven, dándose aires-. No ocurre nada extraño. Viaja para casarse. No sé por qué te preocupas tanto. Los tres son inofensivos; estúpidos, incluso cobardes, pero inofensivos.
—El estúpido eres tú por creer eso -gruñó Abe-. Shigeru es mucho más peligroso de lo que aparenta. Para empezar, no es cobarde: tiene paciencia. Y nadie más en los Tres Países es capaz de producir este efecto en las gentes.
Cabalgaron en silencio durante un rato, y después Abe murmuró:
—Una sola muestra de traición, y ya es nuestro.
Las palabras llegaron flotando hasta mí a través del apacible atardecer de verano. Llegamos al río a la caída de la tarde y, entre los juncos, las luciérnagas iluminaban el crepúsculo azul; en las orillas ya resplandecían las hogueras para la segunda noche del festival. La noche anterior había estado marcada por la tristeza y la calma, pero en ésta el ambiente era más descontrolado, y propiciaba la agitación y la violencia. Las calles estaban atestadas y un inmenso gentío bordeaba la orilla del foso. La gente permanecía en pie, mirando fijamente el primer portón del castillo.
Mientras pasamos cabalgando, vimos cuatro cabezas expuestas por encima del portón; las cestas ya habían sido retiradas de la muralla.
—Murieron con rapidez -me dijo Shigeru-. Tuvieron suerte.
Yo no respondí. Observé a la señora Maruyama, que miró de reojo las cabezas degolladas y después apartó la vista. Su rostro se mostraba pálido aunque sereno. Me pregunté qué estaría pensando e imaginé que tal vez rezaba.
La muchedumbre se desplazaba en tropel y rugía con la intensidad de una bestia en el matadero, horrorizada ante el hedor de sangre y muerte.
—No te retrases -me dijo Kenji-. Voy a dar una vuelta para enterarme de lo que cuenta la gente. Te veré en la posada a mi regreso. No te muevas de allí.
Kenji llamó a uno de los mozos, se bajó del caballo, le entregó las riendas al chico y se perdió entre la multitud.
Cuando giramos para tomar el camino que conducía al castillo, el mismo que yo había recorrido la noche anterior, un contingente de hombres Tohan cabalgó hasta nosotros blandiendo las espadas.
—¡Señor Abe! -gritó uno de ellos-. Tenemos que despejar las calles porque se están produciendo disturbios en el pueblo. Llevad a vuestros invitados a la posada y apostad guardias en las puertas.
—¿Qué ha provocado la revuelta? -preguntó Abe.
—Todos los criminales murieron anoche. Un hombre asegura que un ángel vino a darles muerte.
—La presencia del señor Otori empeora la situación -dijo Abe con amargura, al tiempo que nos metía prisa para llegar a la posada-. Mañana seguiremos el viaje.
—El festival no ha terminado -señaló Shigeru-. El viaje en el tercer día nos traerá mala suerte.
—¡Qué le vamos a hacer! La alternativa podría ser peor -Abe había desenvainado su espada y la blandía en el aire mientras amenazaba al gentío-: ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! -gritaba.
Asustado por el alboroto,
Raku
corrió hacia delante, y me encontré cabalgando junto a Kaede. Nuestros caballos movían las cabezas y se miraban entre sí, como encontrando valor con la presencia del otro. Después, trotaron al unísono hasta el final de la calle.
Con la vista hacia delante y con una voz tan baja que entre el griterío sólo yo podía oír, Kaede dijo:
—¡Ojalá pudiéramos estar a solas! Hay muchas cosas que me gustaría saber sobre t¡; ni siquiera sé quién eres en realidad. ¿Por qué finges ser menos de lo que eres? ¿Por qué ocultas tu destreza?
Si por mí hubiera sido, habría pasado el resto de mi vida cabalgando junto a ella, pero el camino era demasiado corto y yo no me atrevía a responder a sus preguntas. Tiré de las riendas y me adelanté, como si no quisiera prestarle atención; pero sus palabras habían provocado que el corazón me latiera con más fuerza. Eso era lo que yo más deseaba: estar a solas con Kaede, revelar mi oculta personalidad, contarle todos mis secretos y mentiras..., y yacer con ella, con su piel junto a mi piel. ¿Sería eso posible alguna vez? Sólo si Iida moría.
Cuando llegamos a la posada, fui a inspeccionar el cuidado de los caballos. Los hombres Otori, que habían permanecido allí durante nuestra expedición al templo, me saludaron con alivio, pues habían estado preocupados por nuestra seguridad.
—El pueblo está iniciando una rebelión -dijo uno de ellos-. Un falso movimiento, y estallará la lucha en las calles.
—¿Qué habéis oído? -les pregunté.
—Rumores sobre esos Ocultos que los bastardos estaban torturando. Dicen que alguien llegó hasta ellos y los mató. ¡Increíble! Y, por lo visto, un hombre anda contando que vio a un ángel.
—Saben que el señor Otori está aquí -añadió otro de los hombres-, y los aldeanos se siguen considerando Otori. Supongo que están hartos de los Tohan.
—Podríamos conquistar este pueblo si tuviéramos cien hombres -masculló el primero.
—No digáis eso ni siquiera entre vosotros ni ante mí -les advertí-. No contamos con cien hombres. Estamos a merced de los Tohan. Se supone que vamos a sellar una alianza, y ésa es la imagen que debemos dar. La vida del señor Shigeru depende de ello.
Siguieron refunfuñando mientras quitaban las sillas de montar a los caballos y los daban de comer. Yo notaba el fuego que empezaba a consumirlos, el deseo de borrar antiguas afrentas y ajustar viejas cuentas.
—Si alguno de vosotros blande la espada contra un Tohan, ¡le mataré!
No se quedaron muy impresionados. Sabían más de mí que Abe y sus hombres, pero para ellos yo seguía siendo el joven Takeo algo estudioso, aficionado a la pintura, al que no se le daba mal el manejo de la espada y del palo, pero que era demasiado amable, demasiado blando. La idea de que yo pudiera matarlos los hacía sonreír.
Me asustaba su desasosiego. Si estallaba la lucha, los Tohan acusarían al señor Shigeru de traición, y era vital que no sucediera nada que nos impidiera llegar a Inuyama.
Cuando salí de los establos, la cabeza me estallaba de dolor. Tenía la sensación de no haber dormido durante semanas. Me dirigí al pabellón de los baños. Allí estaba la chica que me había traído té por la mañana y que había dicho que me secaría la ropa. Ella me frotó la espalda y me dio un masaje en las sienes, y sin duda habría seguido si yo no hubiera estado tan cansado y mis pensamientos no hubieran estado dedicados a Kaede. La chica me dejó en remojo en el agua caliente y, a la vez que se iba, me susurró:
—Hiciste un buen trabajo.
Yo estaba adormilado, pero sus palabras me hicieron dar un respingo.
—¿Qué trabajo? -pregunté.
Pero la muchacha ya se había marchado. Inquieto, salí de la bañera y regresé a la habitación; el dolor de cabeza todavía atenazaba mi frente.
Kenji había vuelto, y oí cómo Shigeru y él hablaban en voz baja. Cuando entré, interrumpieron la conversación y se quedaron mirándome fijamente.
Kenji dijo:
—¿Cómo?
Yo agucé el oído. La posada estaba en silencio y los Tohan seguían en las calles. Susurré:
—Dos con veneno, uno con el garrote, otro con mis manos.
Él negó con la cabeza.
—Es difícil de creer. ¿Dentro del recinto del castillo? ¿Sin ninguna ayuda?
—No lo recuerdo bien -dije yo-. Pensé que os enfadaríais conmigo.
—Y estoy enfadado... -replicó -. Más que enfadado, furioso. Ha sido lo más estúpido que podías haber hecho. Lo normal habría sido que tuviéramos que enterrarte esta noche.
Me preparé para recibir uno de sus golpes; sin embargo, me dio un abrazo.
—Te debo de estar tomando cariño -dijo Kenji- No quiero perderte.
—Nunca habría imaginado que fuera posible -dijo Shigeru, que no podía parar de sonreír-. A fin de cuentas, ¡puede que nuestro plan salga bien!
—En las calles la gente dice que ha debido de ser obra de Shintaro -terció Kenji-, aunque nadie sabe quién le pagó o por qué.
—Shintaro está muerto -dije yo.
—Sí, pero hay muchos que no lo saben. En todo caso, la opinión generalizada es que este asesino es una especie de espíritu celestial.
—Un hombre me vio, el hermano de uno de los muertos. Vio mi segundo cuerpo y, cuando éste se desvaneció, creyó que era un ángel.
—Por lo que he podido averiguar, ese hombre no tiene ni idea de quién eres. Estaba oscuro y no te pudo ver bien. Realmente creyó que eras un ángel.
—Pero ¿por qué lo hiciste, Takeo? -preguntó Shigeru-. ¿Por qué correr ese riesgo en este preciso momento?
De nuevo, apenas podía recordar.
—No lo sé, no podía dormir...
—Es esa blandura que tiene -dijo Kenji-. Le empuja a actuar por compasión incluso cuando mata.
—En la posada hay una chica... -dije yo-, y sabe algo. Recogió mis ropas mojadas esta mañana y hace un rato me ha dicho...
—Es de los nuestros -me interrumpió Kenji. Y tan pronto como lo dijo, yo me di cuenta de que había notado algo en ella que me recordaba a la Tribu-. Como es lógico, la Tribu lo sospechó enseguida. Saben que Shintaro ha muerto y que tú estás aquí con el señor Shigeru. Ninguno de ellos cree que pudieras hacerlo sin que nadie se diese cuenta, pero también son conscientes de que nadie más que tú podría haberlo llevado a cabo.
—¿Será posible mantener el secreto? -preguntó entonces Shigeru.
—Nadie va a delatar a Takeo ante los Tohan, si es a eso a lo que te refieres. Además, creo que ellos no sospechan nada. Tus dotes de interpretación están mejorando -me dijo-, e incluso yo me creí hoy que sólo eras un petimetre inofensivo.
Shigeru sonrió otra vez. Kenji continuó, y su voz denotaba una fingida ligereza:
—Lo más importante, Shigeru, es que conozco tus planes. Sé que Takeo ha accedido a llevarlos a cabo; pero, después de este episodio, no creo que la Tribu le permita seguir contigo por mucho más tiempo. Estoy seguro de que ahora le reclamarán.
—Sólo necesitamos una semana más -murmuró Shigeru.
Yo sentí cómo la oscuridad subía como tinta por mis venas. Levanté los ojos y miré a Shigeru a la cara -algo a lo que por entonces no solía atreverme-, y nos sonreímos, tan unidos el uno al otro como cuando acordamos llevar a cabo el asesinato.
Desde las calles llegaron gritos esporádicos, seguidos por el sonido apagado de hombres corriendo, el martilleo de cascos de caballos y el crepitar de las antorchas. Los alaridos fueron subiendo de tono hasta convertirse en sollozos y chillidos. Los Tohan estaban despejando las calles e imponiendo el toque de queda. Un rato después, los ruidos desaparecieron y regresó la tranquilidad a la cálida noche de verano. La Luna había salido y bañaba el pueblo con su luz. Oí que llegaban caballos al patio de la posada y la voz de Abe. Instantes después, llamaron suavemente a la puerta de nuestra habitación y las criadas entraron con bandejas de comida. Una de ellas era la chica con la que yo había hablado con anterioridad. Ésta se quedó para servirnos después de que las otras criadas se hubieran retirado, y le dijo a Kenji en voz baja:
—El señor Abe ha regresado, señor. Esta noche habrá más guardias de lo normal a la puerta de las habitaciones. Los hombres del señor Otori van a ser reemplazados por hombres Tohan.
—No les va a gustar -dije yo, recordando la inquietud que habían mostrado.
—Todo parece una provocación -murmuró Shigeru- ¿Sospechan de nosotros?
—El señor Abe está enfadado y alarmado por el grado de violencia de la gente del pueblo -respondió la chica-. Dice que es para protegeros.
—Por favor, pide al señor Abe que tenga la bondad de venir a verme.
La muchacha hizo una reverencia y se marchó. Comimos, la mayor parte del tiempo en silencio, y hacia el final de la cena Shigeru empezó a hablar de Sesshu y sus pinturas. Tomó el pergamino en el que estaba dibujado el caballo y lo desenrolló.
—Es muy bonito -dijo-. Es una copia fiel, aunque has puesto algo de tí mismo. Podrías llegar a ser un buen artista...
Shigeru no continuó, pero yo estaba pensando lo mismo: "...en un mundo diferente, en una vida diferente, en un país que no estuviera gobernado por la guerra".
—El jardín es precioso -comentó Kenji-. Aunque es pequeño, me parece incluso más exquisito que otros jardines diseñados por Sesshu.
—Estoy de acuerdo -dijo Shigeru-. También hay que tener en cuenta que el paisaje de Terayama es verdaderamente incomparable.
Yo oía que los pesados pasos de Abe se aproximaban, y en el momento en que la puerta corredera se abrió, yo estaba diciendo con voz humilde:
—¿Podéis explicarme la disposición de las piedras, señor?
—Señor Abe -dijo Shigeru-. Pasa, por favor -Shigeru llamó a la muchacha-: Trae té recién hecho, y vino.
Abe hizo una reverencia con cierta desgana y se acomodó en los cojines.