Los guardias se lo pasaron en grande a mis expensas cuando Muto Kenji se instaló en la casa para ser mi maestro.
—¡Cuidado con el viejo, Takeo! Es muy peligroso y podría atacarte con el pincel...
Nunca se cansaban de ese chiste. Yo no les respondía. Prefería que me tomaran por estúpido a que conocieran la verdadera identidad del anciano y propagaran el rumor. Ésta fue una de las primeras lecciones que aprendí: cuanto menos astuto te consideren los demás, más cosas revelarán en tu presencia. Empecé a preguntarme cuántos criados o lacayos, aparentemente inofensivos e incluso de pocas luces pero dignos de confianza, eran en realidad miembros de la Tribu que llevaban a cabo su labor de intriga y asesinato por sorpresa.
Kenji me inició en las artes de la Tribu, pero Ichiro todavía me aleccionaba según la tradición del clan. La casta de los guerreros era la antítesis de la Tribu, pues daba una enorme importancia a la admiración y respeto que los demás les profesaran, así como a su reputación y posición social. Tuve que aprender historia y etiqueta, cortesía y gramática. Estudié los archivos de los Otori -recopilados desde siglos atrás, desde los orígenes casi místicos de la familia imperial- hasta que mi cabeza estallaba con tantos nombres y estirpes.
Los días eran más cortos y las noches más frías. Las primeras heladas cubrieron el jardín de escarcha. Pronto, la nieve cortaría los puertos de montaña, las tormentas invernales cerrarían el puerto y la ciudad de Hagi quedaría aislada hasta la primavera. Ahora la casa tenía un canto diferente: amortiguado, suave y somnoliento.
Algo había desatado en mí un ansia desenfrenada por aprender. Kenji opinaba que era el carácter de la Tribu, que despertaba tras años de abandono. Mi curiosidad abarcaba todas las materias, desde los caracteres más complicados de la caligrafía hasta las exigencias de la esgrima. Éstas últimas las aprendía con entusiasmo, pero mi respuesta ante las lecciones de Kenji era diferente, pues no las encontraba difíciles, sino que las aprendía con suma rapidez. Sin embargo, había algo en sus enseñanzas que me repelía. Dentro de mí existía algo que se resistía a convertirse en lo que Mulo Keni deseaba.
—Es un juego -me decía muchas veces-. Actúa como si jugaras.
Pero se trataba de un juego cuyo final era la muerte. Kenji había estado acertado al describir mi carácter: me habían criado para aborrecer el asesinato y yo sentía una profunda aversión por la idea de acabar con la vida de cualquier persona.
Kenji estudiaba este rasgo de mi personalidad porque le preocupaba. El señor Shigeru y él conversaban con frecuencia sobre las maneras de endurecer mi carácter.
—Cuenta con todas las capacidades, excepto con ésa -dijo Kenji, frustrado, una tarde-, y esa carencia hace que todas sus habilidades sean un peligro para él.
—Nunca se sabe -replicó Shigeru-. Cuando llega el momento, es sorprendente cómo la espada salta en la mano de uno como si tuviera vida propia.
—Tú naciste así, Shigeru, y tus años de entrenamiento reforzaron tu forma de ser. Creo que Takeo dudará cuando llegue ese momento.
El señor Shigeru dio un ligero gruñido y se arrimó al brasero, acomodándose el abrigo sobre los hombros. Había estado nevando todo el día. La nieve se apilaba en el jardín y gruesas capas blancas cubrían las ramas de los árboles y la linterna de piedra. El cielo se había despejado y la escarcha hacía centellear la nieve. Cuando hablábamos, nuestro aliento flotaba en el aire.
Tan sólo nosotros tres estábamos despiertos, apiñados alrededor del brasero, calentando nuestras manos con copas de vino caliente. El vino me dio fuerzas para preguntar:
—¿Señor Otori, habéis matado a muchos hombres?
—No llevo la cuenta -respondió él-; pero con la excepción de Yaegahara, no creo que hayan sido muchos. Jamás he matado a un hombre desarmado y nunca he asesinado por placer, lo que ha humillado a más de un guerrero. Más vale que sigas siendo como eres a que actúes como ellos.
Yo deseaba preguntar: "¿Utilizaríais los servicios de un asesino para llevar a cabo una venganza?", pero no me atreví. Cierto era que la crueldad me desagradaba y me disgustaba la idea de matar, pero con el correr de los días fui aprendiendo más sobre el deseo de venganza de Shigeru. Parecía fluir poco a poco desde su persona a la mía, y allí alimentaba mi propio deseo. Esa noche, de madrugada, abrí las ventanas correderas y contemplé el jardín. La Luna menguante y una única estrella se veían, en el cielo, tan bajas como si espiasen a la ciudad dormida. El gélido viento cortaba como un cuchillo.
"Yo podría matar", pensé. "Podría matar a Iida. Sí, le mataré. Aprenderé cómo hacerlo".
Unos días más tarde, sorprendí a Kenji y también a mí mismo. Su capacidad para estar en dos lugares a la vez todavía me engañaba: a veces veía al anciano con su manto desvaído, sentado y observándome mientras yo practicaba algún juego de manos o una caída hacia atrás, y entonces su voz me llamaba desde el exterior del edificio. Pero en esta ocasión escuché su aliento, me planté de un salto junto a él, le agarré por el pescuezo y le derribé en un abrir y cerrar de ojos. Sorprendentemente, mis manos se plantaron por decisión propia en la arteria de su cuello, donde la presión trae consigo la muerte. Le mantuve en esa posición durante unos instantes, pero después le liberé y ambos nos miramos fijamente.
—¡Vaya! -exclamó-. ¡Eso está mejor!
Contemplé mis manos, con largos dedos y vida propia, como si fueran las de un extraño. Había descubierto que podían hacer cosas desconocidas para mí. Cuando practicaba la caligrafía con Ichiro, mi mano derecha daba de repente unos cuantos toques de pincel y aparecía uno de los pájaros de mis montañas, dispuesto a alzar el vuelo desde el papel, o el rostro de alguien a quien yo creía haber olvidado. Los dibujos complacían a Ichiro, y él se los mostraba al señor Shigeru.
Éste estaba encantado, al igual que Kenji.
—Es un atributo de los Kikuta -se jactaba Kenji, tan orgulloso como si lo hubiese inventado él mismo-. Resulta muy útil. Proporciona a Takeo un papel que representar, un disfraz perfecto. Es un artista, y puede realizar sus bocetos en cualquier lugar y nadie se preguntará qué cosas estará escuchando.
El señor Shigeru tomó asimismo una actitud claramente práctica.
—Dibuja a ese hombre al que le falta un brazo -me ordenó.
La cara con aspecto de lobo pareció surgir del pincel como por voluntad propia, y el señor Shigeru se quedó mirando el dibujo.
—Le reconoceré en cuanto le vea -murmuró.
Se tomaron las medidas necesarias para que me instruyera un profesor de dibujo, y a lo largo del invierno mi nueva personalidad fue evolucionando. Para cuando las nieves se derritieron, Tomasu, el chico medio salvaje que vagaba por la montaña y cuyos conocimientos se limitaban a los animales y las plantas, había desaparecido para siempre. Me había convertido en Takeo, un artista silencioso, de aspecto gentil y algo pedante: un disfraz que ocultaba los ojos y oídos que todo lo captaban, y el corazón que aprendía las lecciones de la venganza.
Yo ignoraba si este Takeo era real o si se trataba de una creación ideada para servir a los propósitos de la Tribu y de los Otori.
La hierba de bambú había palidecido y los arces lucían sus mantos dorados. Junko llevó a Kaede viejas ropas de la señora Noguchi, y con sumo cuidado las fue descosiendo y volviéndolas a coser, de manera que las zonas más desvaídas quedasen hacia dentro. A medida que los días se hacían más fríos, Kaede se alegraba de no permanecer en el castillo y de no tener que correr por los patios, subiendo y bajando escaleras, mientras la nieve caía sobre otras capas de nieve helada. Sus tareas eran ahora más tranquilas. Pasaba los días con las mujeres Noguchi, afanada en la costura y en labores de artesanía; escuchaba historias e inventaba poemas, y también aprendía a escribir con la caligrafía de las mujeres. Pero no era feliz en absoluto. La señora Noguchi encontraba defectos en todo lo que Kaede hacía: la rechazaba por el hecho de que fuera zurda; continuamente le recordaba que sus hijas eran más hermosas que ella, y que aborrecía su altura y su esbelta figura, y manifestaba la perturbación que le producía la falta de educación de Kaede en casi todas las materias, sin admitir que ella podría ser la culpable.
En privado, Junko elogiaba la pálida piel de Kaede, sus delicados miembros y su espeso cabello, y ésta, que se miraba en el espejo siempre que podía, llegó a pensar que tal vez fuera hermosa. Ella notaba cómo los hombres la miraban con deseo, incluso en la residencia del señor. Sin embargo, Kaede los temía a todos. Desde que el guardia la asaltó, la sola presencia de un hombre la hacía temblar de miedo. La asustaba la idea del matrimonio, y siempre que llegaba a la casa un invitado, Kaede temía que pudiera ser su futuro esposo. Si tenía que acudir a su presencia con té o con vino, su corazón se aceleraba y le temblaban las manos, hasta el punto que la señora Noguchi resolvió que Kaede era demasiado torpe para atender a los invitados y la confinó en las dependencias de las mujeres.
Cada vez se sentía más aburrida e inquieta. Discutía con las hijas de la señora Noguchi, regañaba a las criadas por nimiedades e incluso se mostraba irritable con Junko.
—La muchacha debe casarse -declaró un día la señora Noguchi.
Para horror de Kaede, se tomaron rápidamente las medidas necesarias para su matrimonio con uno de los lacayos del señor Noguchi. Cuando se intercambiaron los regalos de compromiso matrimonial, Kaede reconoció al hombre, a quien había visto el día de su audiencia con el señor Noguchi. El hombre era viejo -le triplicaba la edad-, había estado casado dos veces y físicamente era repulsivo. Además, era una muestra del poco valor otorgado a Kaede, pues tal matrimonio suponía un insulto para ella y para su familia. Querían deshacerse de su presencia. Lloró durante noches enteras y perdió el apetito por completo.
Quedaba una semana para la ceremonia, cuando una noche llegaron varios mensajeros que despertaron a todos los habitantes de la residencia. La señora Noguchi, enfurecida, mandó llamar a Kaede.
—Eres muy desafortunada, señora Shirakawa. Creo que sufres una maldición. Tu futuro esposo ha muerto.
El hombre, que había estado bebiendo con sus amigos para celebrar el fin de su viudedad, tuvo un ataque repentino y cayó fulminado sobre las copas de vino.
Kaede llegó a marearse por el alivio que la noticia le produjo, pero también sabía que iban a culparla por esta segunda pérdida. Ya habían fallecido dos hombres por su culpa, y empezó a extenderse el rumor de que todo aquel que la deseara estaría cortejando a la muerte.
Kaede abrigaba la esperanza de que ya nadie quisiera desposarla, pero una tarde en la que el tercer mes se acercaba a su fin y los árboles se adornaban con brillantes hojas nuevas, Junko le susurró:
—Un miembro del clan de los Otori ha sido ofrecido como esposo a mi señora.
Estaban bordando, y Kaede perdió el ritmo de las puntadas y se pinchó con la aguja con tanta fuerza que la sangre empezó a brotar, Junko retiró la seda sin perder un instante, antes de que pudiera mancharse.
—¿De quién se trata? -preguntó Kaede, quien se llevó el dedo a la boca y notó el sabor salado de su sangre.
—No lo sé con precisión, pero el mismísimo señor Iida está a favor del matrimonio y los Tohan se han mostrado deseosos de firmar una alianza con los Otori, ya que así podrían controlar la totalidad del País Medio.
—¿Cuántos años tiene? -preguntó Kaede a continuación, temerosa de la respuesta.
—Todavía no está claro, señora; pero la edad no es importante en un matrimonio.
Kaede retomó el bordado de grullas blancas y tortugas azules sobre un fondo rosa oscuro. Era un manto de novia.
—¡Ojalá nunca se terminara este manto!
—No estés triste, señora Kaede. Abandonarás esta casa. Los Otori viven en Hagi, junto al mar. Es un matrimonio honorable.
—El matrimonio me asusta -replicó Kaede.
—A todos nos asusta lo desconocido, pero las mujeres llegan a acostumbrarse, ya lo comprobarás -Junko se rió para sí.
Kaede se acordó de las manos del guardia, de su tuerza y de su deseo, y le invadió una sensación de repugnancia. Sus propias manos, por lo general hábiles y rápidas, aminoraron su velocidad. Junko la reprendió, aunque no sin cierta amabilidad, y durante el resto de la jornada la trató con especial gentileza.
Varios días después, el señor Noguchi requirió la presencia de Kaede. Ésta había oído el ruido de los cascos de los caballos y los gritos de hombres desconocidos que delataban la llegada de invitados aunque, como de costumbre, se había mantenido a distancia. Entró, temblorosa, en la sala de audiencias; pero para su sorpresa e inmensa alegría, vio a su padre sentado en el lugar de honor, al lado del señor Noguchi.
A medida que se inclinaba hasta tocar el suelo con la frente, pudo observar el regocijo que mostraba el semblante de su padre. Kaede se sentía orgullosa de que él pudiera verla ahora en una posición más honorable, y juró que nunca haría nada que le trajese sufrimiento o deshonor.
Cuando el señor Noguchi ordenó a Kaede que se incorporase, ésta miró discretamente a su progenitor. Su cabello, ahora menos abundante, había adquirido un tono gris, y en su rostro se veían más arrugas. Kaede estaba deseosa de recibir noticias sobre su madre y sus hermanas, y abrigaba la esperanza de que le permitieran estar unos momentos a solas con él.
—Señora Shirakawa -comenzó a decir el señor Noguchi-, hemos recibido una oferta de matrimonio para tí, y tu padre ha venido hasta aquí para dar su consentimiento.
Kaede hizo de nuevo una profunda reverencia, y luego murmuró:
—Señor Noguchi.
—Se trata de un alto honor, pues el matrimonio sellará la alianza entre los Tohan y los Otori, y unirá a tres antiguas familias. El mismo señor Iida asistirá a la boda; de hecho, desea que se celebre en Inuyama. Debido a que tu madre no se encuentra bien, una dama pariente de la familia, la señora Maruyama, va a acompañarte hasta Tsuwano. Tu esposo será Otori Shigeru, sobrino de los jefes del clan Otori. Él y sus lacayos os recibirán en Tsuwano. Ya se tomado todas las medidas necesarias. El asunto es de lo más satisfactorio.
La mirada de Kaede se clavó en el rostro de su padre en cuanto oyó que su madre no estaba bien de salud, y apenas prestó atención a las palabras del señor Noguchi. Más tarde se enteró de que éste lo había organizado todo de manera que le supusiese la mínima molestia y el menor gasto posible: algunas ropas de viaje, el manto de novia y, tal vez, una doncella que acompañase a Kaede. Sin duda, el intercambio había sido muy provechoso para el señor Noguchi.