El Suelo del Ruiseñor (19 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

BOOK: El Suelo del Ruiseñor
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—¡Tío Kenji! ¡ Te ha dejado fascinado!

—Debo de estar volviéndome viejo -dijo él-. Me doy cuenta de que su angustia me conmueve. Sea cual fuere el final de la historia, ella siempre llevará las de perder.

Un descomunal trueno retumbó sobre nuestras cabezas. Los caballos se encabritaron violentamente. y corría apaciguarlos. Shizuka regresó a la posada y Kenji fue en busca de la casa de baños. No volví a verlos hasta el atardecer.

Más tarde, bañado y vestido con ropa formal, ayudé a preparar el primer encuentro del señor Shigeru con su futura esposa. Habíamos traído regalos, y los desembalé. También saqué de las cajas la bandeja lacada que transportábamos con nosotros. Una ceremonia de compromiso debía ser ocasión de felicidad, aunque yo nunca había asistido a ninguna y puede que para la novia fuera un momento de desasosiego. Pero este compromiso matrimonial parecía estar rodeado por fuertes tensiones y malos augurios.

La señora Maruyama nos saludó como si casi no nos conociera, pero sus ojos apenas se apartaban del rostro del señor Shigeru. Me pareció apreciar que había envejecido desde nuestro encuentro en Chigawa. No es que estuviera menos hermosa, sino que el sufrimiento había marcado su semblante con las finas líneas que lo caracterizan. Tanto ella como el señor Shigeru se mostraron distantes, entre ellos y para con todos los demás, en especial con respecto a la señora Shirakawa.

La belleza de la joven nos dejó sin palabras. A pesar del entusiasmo que Kenji había demostrado con anterioridad, a mí me pilló desprevenido. Entonces fue cuando comprendí el sufrimiento de la señora Maruyama. Los celos eran, al menos en parte, la razón de su pesar. ¿Cómo podría hombre alguno rechazar tal belleza? Si Shigeru la aceptaba, nadie podría recriminárselo, pues cumplía su deber para con sus tíos y las demandas de la alianza. Pero el matrimonio despojaría a la señora Maruyama no sólo del hombre que había amado durante años, sino también de su mejor aliado.

Las corrientes ocultas de la sala me hacían sentirme incómodo e incompetente. Yo notaba el dolor que la frialdad de la señora Maruyama causaba a Kaede; veía cómo sus mejillas se sonrojaban y cómo el rubor la hacía aún más hermosa. También oía los latidos de su corazón y su respiración rápida. Ella no nos miraba, sino que mantenía los ojos fijos en el suelo. "¡Qué joven es!", pensé. "¡Y qué asustada está!". Entonces, Kaede levantó los ojos y me miró durante un instante. Me invadió la sensación de encontrarme frente a una persona que se está ahogando en un río: si alargaba el brazo, podía salvarla.

—El asunto es, Shigeru, que tienes que elegir entre la mujer más poderosa y la mujer más bella de los Tres Países -dijo Kenji más tarde, mientras charlábamos tras haber compartido varias garrafas de vino. Ya que la lluvia nos iba a retener en Tsuwano durante varios días, no debíamos acosarnos temprano para levantarnos al amanecer-. Yo tenía que haber nacido señor.

—Ya tienes esposa, aunque nunca estás con ella -replicó Shigeru.

—Mi mujer es buena cocinera, pero tiene una lengua afilada. Es gorda y, además, odia viajar -gruñó Kenji.

Yo permanecí callado, pero me reía por dentro al recordar cómo Kenji se beneficiaba de la ausencia de su esposa en el barrio de las licencias.

Kenji siguió bromeando con el propósito oculto -según me parecía- de hacer hablar a Shigeru, pero el señor le respondía siempre en la misma línea, como si realmente estuviera celebrando su compromiso. Aturdido por el efecto del vino, me fui quedando dormido con el sonido de la lluvia, que caía con fuerza sobre el tejado y bajaba en cascadas por los canalones, inundando a continuación los patios adoquinados. Los canales fluían torrencialmente, a punto de rebosar, y en la distancia podía oír cómo el murmullo del río se transformaba en un rugido según caía por la ladera de la montaña.

Me desperté en mitad de la noche y al instante reparé en que el señor Shigeru no estaba en la alcoba. Agucé el oído y escuché su voz, que hablaba a la señora Maruyama en un tono tan bajo que nadie más que yo podía oír. Un año antes les había escuchado hablar de la misma forma, en la alcoba de otra posada. Por una parte, me sentía consternado por el riesgo que estaban corriendo, pero asombrado, por otra, de la fuerza del amor que ambos avivaban con estos encuentros infrecuentes.

Entonces, pensé: "No se casará con Shirakawa Kaede", pero no acertaba a resolver si este descubrimiento me alegraba o me atemorizaba.

El desasosiego me invadía y permanecí despierto hasta el alba. Era un amanecer húmedo y gris que no daba señal alguna de un cambio en el tiempo. Antes de lo habitual, un tifón había recorrido el oeste del país, dejando a su paso aguaceros, inundaciones, puentes destrozados y caminos intransitables. La humedad lo envolvía todo y el olor a moho flotaba en el aire. A dos de los caballos se les habían inflamado los corvejones y uno de los mozos había recibido una coz en el pecho. Ordené que aplicaran cataplasmas a los caballos y que un boticario atendiese al muchacho. Cuando, ya tarde, estaba desayunando, Kenji vino a recordarme que tenía que entrenar con la espada. No me apetecía en absoluto.

—¿Qué otra cosa piensas hacer en todo el día? -me recriminó-. ¿Estar apoltronado y tomar cuencos de té? Shizuka puede enseñarte muchas cosas. Ya que tenemos que seguir aquí, más vale que aprovechemos el tiempo.

Así que, obedientemente, terminé de comer y seguía mi preceptor bajo la incesante lluvia, hasta el pabellón de lucha. Desde la calle se escuchaban los golpes de los palos al chocar. Dentro del recinto, dos hombres estaban en pleno combate. Tras unos instantes, reparé en que uno de ellos no era un chico, sino que se trataba de Shizuka. Ella tenía más destreza que su contrincante, pero éste, más alto y con más determinación, estaba realizando un ataque bastante bueno.

Al percatarse de nuestra presencia, Shizuka se puso en guardia sin la mínima dificultad. Entonces, su oponente se retiró la careta y yo caí en la cuenta de que era Kaede.

—¡Vaya! -dijo ésta con enfado, al tiempo que se secaba la cara con la manga de su sayo-. Me he distraído con su llegada.

—No debes dejarte distraer por nada, mi señora -dijo Shizuka-. Ésa es tu mayor debilidad: la falta de concentración. No existe nada a tu alrededor, salvo tú misma, tu enemigo y las espadas -Shizuka se giró para saludarnos-: ¡Buenos días, tío Kenji! ¡Buenos días, primo Takeo!

Devolvimos el saludo e hicimos una reverencia más respetuosa a Kaede. Siguió un breve silencio. Yo me sentía incómodo, pues nunca en mi vida había visto a una mujer en un pabellón de lucha, y jamás había visto a ninguna vistiendo ropa de combate. La presencia de ambas mujeres me ponía nervioso. Tenía la impresión de que había algo impropio en su actitud. Yo no debería estar allí, junto a la prometida del señor Shigeru.

—Volveremos en otro momento -dije-, cuando hayáis terminado.

—No, quiero que luches contra Shizuka -atajó Kenji-. La señora Shirakawa no puede volver sola a la posada. Le vendrá bien observar el combate.

—A la señora le convendría luchar contra un hombre -replicó Shizuka-. Cuando llegue el momento de la batalla, no podrá elegir a sus contrincantes.

Miré de reojo a Kaede y noté cómo sus pupilas se agrandaban ligeramente, pero ella permaneció en silencio.

—Bueno, supongo que incluso la señora podría derrotar a Takeo -dijo Kenji, con amargura.

Lo más probable es que le doliera la cabeza por la resaca. Tampoco yo me encontraba bien, la verdad.

Kaede estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas, como si fuera un hombre. Desató las cintas que sujetaban su cabello y éste cayó como una cascada hasta el suelo. Yo hice un esfuerzo por no mirarla.

Shizuka me entregó un palo y se colocó en la posición inicial.

Entrenamos durante un rato sin entregarnos demasiado a la lucha. Nunca me había enfrentado en combate contra una mujer y temía poner excesivo empeño por si la hería. Entonces, para mi sorpresa, cuando yo hice una finta hacia un lado, ella ya se encontraba allí, y con un golpe hacia arriba me arrancó el palo de las manos. De haber estado luchando contra el hijo de Masahiro, sin duda ya estaría muerto.

—Primo mío -dijo Shizuka, con reprobación-, no me insultes, por favor.

Después de este comentario, intenté concentrarme en mayor medida, pero Shizuka era muy hábil y sorprendentemente fuerte. Hasta el segundo asalto no logré tener ventaja y, a partir de entonces, sólo lo logré siguiendo sus indicaciones. Al terminar el cuarto asalto, se rindió diciendo:

—Ya he estado toda la mañana luchando con la señora Kaede. Tú estás fresco, primo, y, además, tu edad es la mitad de la mía.

—¡Algo más de la mitad! -respondí, jadeante. El sudor me empapaba todo el cuerpo; tomé una toalla que sujetaba Kenji y me sequé la cara y los brazos.

Kaede preguntó:

—¿Por qué llamas "primo" al señor Takeo?

—No te lo vas a creer: somos parientes por parte de mi madre -replicó Shizuka-. El señor Takeo no es un Otor¡ de nacimiento; ha sido adoptado.

Kaede nos miró a los tres con seriedad.

—Tenéis un cierto parecido, aunque no es fácil averiguar en qué consiste exactamente. Hay algo misterioso en vosotros, como si no fuerais lo que aparentáis.

—En este mundo que vivimos, señora, tal misterio es muestra de sabiduría -replicó Kenji, a mi entender de forma algo pedante.

Yo imaginé que Kenji no deseaba que Kaede conociera la verdadera naturaleza de nuestra relación, que los tres pertenecíamos a la Tribu. A mí tampoco me interesaba que lo averiguase. Prefería que me considerara uno de los Otori.

Shizuka tomó las cintas y recogió el cabello de Kaede.

—Ahora debes practicar con Takeo, señora.

—No -atajé yo al instante-. Tengo que irme. Tengo que atender a los caballos. Es posible que el señor Otori me necesite...

Kaede se puso en pie. Yo era consciente de que ella temblaba ligeramente, y percibía con toda nitidez el olor de su perfume, una fragancia de flores que se mezclaba con su sudor.

—Sólo un asalto -terció Kenji-. Será poco tiempo.

Cuando Shizuka se dispuso a colocar la careta a Kaede, ésta le hizo un gesto para que se alejara.

—Si voy a enfrentarme a hombres, debo hacerlo sin la careta -dijo la joven.

Con desgana, recogí el palo. La lluvia arreciaba aun con más fuerza y la sala estaba oscura; la poca luz que llegaba tenía un tinte verdoso. Parecía como si estuviéramos en un mundo aparte, aislados de la vida real, como si fuésemos víctimas de un hechizo.

El asalto comenzó de la forma habitual: uno intentaba desestabilizar al otro; pero yo temía golpearle en la cara y sus ojos nunca se apartaban de los míos. Los dos nos mostrábamos indecisos mientras nos embarcábamos en algo totalmente desconocido para nosotros, en algo cuyas reglas ignorábamos. Entonces, apenas sin darnos cuenta, el combate se transformó en una especie de danza: paso, golpe, quite, paso. La respiración de Kaede se volvía más jadeante y la mía le hacía eco, hasta que ambos empezamos a respirar al unísono. Sus ojos se mostraban más brillantes y su rostro más resplandeciente, los golpes se volvían más fuertes y el ritmo de nuestros pasos más salvaje. Yo me imponía durante un tiempo, y después lo hacía ella; pero ninguno llegábamos a tener la ventaja. Tal vez ninguno la deseábamos.

Finalmente, casi por error, esquivé su guardia y, para evitar que el palo le golpease la cara, lo dejé caer al suelo.

Inmediatamente, Kaede bajó su palo, y dijo:

—Me rindo.

—Mi señora ha luchado bien -dijo Shizuka-, pero Takeo podía haberse esforzado un poco más.

Yo me puse en pie y miré fijamente a Kaede, boquiabierto como un idiota y pensé: "Si no la abrazo ahora mismo, moriré".

Kenji me pasó una toalla y me dio un fuerte empujón en el pecho.

—Takeo... -empezó a decir.

—¿Qué? -dije yo, como un estúpido.

—¡No compliques las cosas!

Entonces, Shizuka exclamó, de forma tan brusca que parecía una advertencia de peligro:

—¡Señora Kaede!

—¿Qué? -dijo ésta, con sus ojos todavía fijos en mi cara.

—Creo que por hoy ha sido más que suficiente -dijo Shizuka-.Volvamos a tu habitación.

Kaede me sonrió y bajó la guardia por un instante.

—Señor Takeo -dijo.

—Señora Shirakawa.

Le hice una reverencia e intenté mostrarme ceremonioso, pero me fue imposible contenerme y le devolví la sonrisa.

—¡Sí que la hemos armado buena! -murmuró Kenji.

—¿Qué esperabas? ¡Están en la edad! -replicó Shizuka-. Ya se les pasará.

Al tiempo que Shizuka guiaba a Kaede hacia la salida del pabellón y llamaba a los criados, que esperaban fuera, para que trajeran los paraguas, me di cuenta del significado de la conversación. Tenían razón en una cosa, pero en otra estaban equivocados: Kaede y yo habíamos ardido de deseo el uno por el otro, más que de deseo, de amor; pero nunca se nos pasaría.

Durante una semana, las lluvias torrenciales nos mantuvieron acorralados en el pueblo de montaña. Kaede y yo no volvimos a entrenar juntos, y ¡ojalá nunca lo hubiéramos hecho! Había sido un momento de locura que yo no había deseado, y me atormentaban las consecuencias. Durante todo el día aguzaba el oído para escucharla. Oía su voz, sus pasos y -por la noche, cuando sólo nos separaba una fina pared- su respiración. Sabía que dormía con inquietud y que se despertaba con frecuencia. Pasábamos tiempo juntos, pues no había más remedio, porque la posada era pequeña, viajábamos en el mismo grupo y teníamos que acompañar al señor Shigeru y a la señora Maruyama. Sin embargo, no podíamos hablar. Creo que los dos estábamos igualmente aterrorizados ante la posibilidad de dejar nuestros sentimientos al descubierto. Apenas nos atrevíamos a mirarnos, pero cuando alguna vez nuestras miradas se encontraban, la pasión saltaba de nuevo entre nosotros.

El deseo me había conferido un aspecto pálido y demacrado que empeoraba por la falta de sueño, ya que había retomado mi vieja costumbre. Como en Hagi, salía por las noches a explorar el pueblo. Shigeru no sabía de mis andanzas porque, cuando yo abandonaba la posada, él estaba con la señora Maruyama. En cuanto a Kenji, o no se percataba o fingía no hacerlo. Tenía yo la sensación de que me estaba volviendo tan incorpóreo como un fantasma. Durante el día dibujaba y estudiaba; por la noche, salía en búsqueda de las vidas de otras gentes y me movía por la pequeña ciudad como una sombra. Con frecuencia, me asaltaba el pensamiento de que nunca tendría una vida propia, sino que siempre pertenecería al clan de los Otori o a la Tribu.

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