El sindicato de policía Yiddish (44 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—Yo nunca te pedí que profesaras ninguna religión —dice el anciano, sin levantar la vista—. No creo que nunca te haya impuesto ninguna…

—No tiene nada que ver con la
religión
—dice Berko—. Maldita sea, es una cuestión de
padres
.

Depende de la madre, claro, el hecho de ser o no ser judío. Pero Berko ya lo sabe. Lo ha sabido desde el día en que se mudó a Sitka. Lo ve cada vez que se mira en el espejo.

—No son más que tonterías —continúa el anciano, balbuceando un poco, medio para sí mismo—. Una religión de esclavos. Atarse a uno mismo. ¡Aparejos sadomasoquistas! Yo nunca he llevado esas tonterías en mi vida.

—¿No? —dice Berko.

Pilla a Landsman con la guardia baja, la rápida y enorme transferencia de Berko Shemets desde el umbral de la cabaña hasta la mesa del comedor. Antes de que Landsman pueda entender qué es lo que está pasando, Berko ha envuelto con la prenda ritual la cabeza del anciano. Con un brazo le sostiene la cabeza y con la otra mano se dedica a enrollarle alrededor los flecos enredados, una y otra vez, definiendo con finas hebras de lana el contorno de la cara del anciano. Parece que esté envolviendo una estatua para mandarla por correo. El anciano patalea y araña el aire con las uñas.

—Conque nunca has llevado una, ¿eh? —dice Berko—. ¡Nunca has llevado ninguna! ¡Prueba la mía, joder! ¡Pruébate la mía, capullo!

—Para. —Landsman acude al rescate del hombre cuya adicción a las tácticas del sacrificio llevó, tal vez no de forma predecible pero sí directa, a la muerte de Laurie Jo Oso—. Berko, vamos. Para ya.

Agarra a Berko del codo y lo arrastra a un lado, y cuando se ha interpuesto entre los dos, se pone a empujar al gigantón hacia la puerta.

—Vale. —Berko levanta las manos y deja que Landsman lo empuje medio metro en esa dirección—. Vale, ya he terminado. Quítame las manos de encima, Meyer.

Landsman se incorpora, soltando a su compañero. Berko se mete la camiseta por dentro de los pantalones y empieza a abotonarse la camisa, pero todos los botones han salido volando. La deja estar, se alisa el tejón negro de su pelo con la palma ancha de una mano, se agacha para recoger su gorro y su abrigo del suelo y sale. La noche entra enroscándose con la niebla en la casa que se levanta sobre sus zancos en el agua.

Landsman se vuelve hacia el anciano, que está allí sentado con la cabeza amortajada dentro del chal de oración, como un rehén al que no se permite ver las caras de sus secuestradores.

—¿Quieres ayuda, tío Hertz? —dice Landsman.

—Estoy bien —dice el anciano, con voz débil, amortiguada por la tela—. Gracias.

—¿Quieres quedarte ahí sentado tal cual?

El anciano no responde. Landsman se pone su gorro y sale.

Están entrando en el coche cuando oyen el disparo, un estruendo que en la oscuridad traza un mapa de las montañas, las ilumina con sus ecos reflejados y luego se apaga.

—Mierda —dice Berko.

Vuelve a estar dentro antes de que Landsman haya alcanzado siquiera las escaleras. Para cuando Landsman entra corriendo, Berko ya está en cuclillas junto a su padre, que ha asumido una extraña postura en el suelo junto a su cama, una especie de postura de corredor de vallas, con una pierna cerca del pecho y la otra extendida tras su espalda. En la mano derecha sostiene con la mano flácida un revólver negro corto. En la mano izquierda, el paño ritual. Berko endereza a su padre, lo tumba sobre la espalda y le palpa la garganta en busca de pulso. Hay una mancha roja y resbaladiza en el lado derecho de la frente del anciano, justo encima del rabillo de su ojo. Pelo chamuscado y apelmazado por la sangre. Un tiro muy torpe, a juzgar por su aspecto.

—Oh, mierda —dice Berko—. Oh, mierda, viejo, la has cagado.

—La ha cagado —coincide Landsman.

—¡Viejo! —grita Berko, y luego baja la voz hasta convertirla en un ronquido gutural y canturrea algo, un par de palabras, en el idioma que dejó atrás.

Cortan la hemorragia y cubren la herida. Landsman busca a su alrededor la bala y encuentra el agujero de gusano que ha escarbado en la pared de contrachapado.

—¿De dónde ha sacado esto? —dice Landsman cogiendo el arma. Es un trasto feo, de bordes gastados, una pistola antigua—. ¿Un Detective Special del treinta y ocho?

—No lo sé. Tiene muchas armas. Le gustan las armas. Es lo único que tenemos en común.

—Creo que podría ser la misma arma que usó Melekh Gaystik en el café Einstein.

—No me sorprendería en absoluto —dice Berko.

Se echa al hombro el peso de su padre y entre los dos cargan con él hasta el coche y lo dejan en el asiento de atrás sobre un montón de toallas. Landsman enciende la sirena de paisano que deber de haber usado tal vez dos veces en cinco años. Y entonces emprenden el regreso en coche a través de la montaña.

Hay un centro de atención urgente en Nayeshtat, pero allí ha muerto tanta gente que deciden llevarlo hasta el Hospital General de Sitka. Por el camino, Berko llama a su mujer. Le explica, de forma no muy coherente, que su padre y un hombre llamado Alter Litvak fueron indirectamente responsables de la muerte de su madre durante el peor brote de violencia entre indios y judíos de los sesenta años de historia del distrito, y que su padre se ha pegado un tiro en la cabeza. Le cuenta que van a dejar al anciano en urgencias del General de Sitka, porque es policía, maldita sea, y tiene que trabajar, y porque le importa un pimiento que el viejo se caiga muerto. Ester-Malke parece aceptar este proyecto tal como está planteado y Berko cuelga el teléfono. Luego desaparecen en una zona donde no hay cobertura de teléfono móvil durante diez o quince minutos, y cuando salen de la misma, sin que ninguno haya dicho nada, ya se empiezan a acercar a las afueras de la ciudad y el
shoyfer
se pone a sonar.

—No —dice Berko, y luego en tono más enfadado—: No. —Escucha los razonamientos de su mujer durante algo menos de un minuto. Landsman no tiene ni idea de qué le está diciendo ella, de si le está soltando un sermón del manual de la conducta profesional, o de la dignidad básica humana, o del perdón, o del deber de un hijo hacia un padre que los trasciende o los precede a todos ellos. Al final Berko niega con la cabeza. Echa un vistazo al viejo judío que hay tirado en el asiento de atrás—. De acuerdo. —Y cierra el teléfono.

—Puedes dejarme en el hospital —dice en tono de derrota—. Llámame cuando encuentres al Litvak de los cojones.

37

—Necesito hablar con Katherine Sweeney —dice Bina por teléfono.

Sweeney, la ayudante del fiscal federal de Estados Unidos, es seria y competente y es muy posible que escuche lo que Bina quiere decirle. Landsman estira el brazo, pasa la mano a toda prisa por encima de la mesa de ella, y corta la conexión con la yema de un dedo. Bina se lo queda mirando con aleteos grandes y lentos de sus párpados. La ha cogido por sorpresa. Una gesta muy poco común.

—Ellos están detrás de esto —dice Landsman con el dedo sobre el botón.

—¿Kathy Sweeney está detrás de esto? —dice ella sin apartarse el auricular de la oreja.

—Bueno, no. Eso lo dudo.

—¿La oficina del fiscal de Estados Unidos de Sitka está detrás de esto?

—Tal vez. No, probablemente no.

—Pero estás diciendo que el Departamento de Justicia sí.

—Sí. No lo sé. Bina, lo siento. Simplemente no sé hasta dónde llega la cosa.

La sorpresa se ha desvanecido. La mirada de ella es firme y fija.

—Muy bien. Ahora, escúchame. Primero de todo, quita tu maldito dedo peludo de mi teléfono.

Landsman retira el dígito culpable antes de que los rayos láser de los ojos de ella puedan cortarlo limpiamente a la altura del nudillo.

—No se te ocurra tocar mi teléfono, Meyer.

—Nunca más.

—Si la historia que me cuentas es cierta —dice Bina, una maestra dirigiéndose a un aula llena de retrasados mentales de cinco años—, entonces se la tengo que contar a Kathy Sweeney. Probablemente tenga que contársela al Departamento de Estado.

—Pero…

—Porque no sé si eres consciente de esto, pero
la Tierra Sagrada no forma parte de este distrito policial
.

—Por supuesto, está claro. Pero escucha. Alguien con peso, con mucho peso, se ha metido en la base de datos de la AFA y ha borrado ese archivo. La misma clase de peso que prometió al consejo tlingit que podía quedarse otra vez con el distrito si dejaban que Litvak dirigiera su programa durante una temporadita en el estrecho de Peril.

—¿Dick te ha dicho eso?

—Lo ha insinuado con bastante claridad. Y con todos los respetos a los Lederer de Boca Ratón, estoy seguro de que el mismo peso ha estado firmando cheques para el lado clandestino de la operación. El centro de entrenamiento. Las armas y el apoyo. La cría de ganado. Ellos están detrás de esto.

—El gobierno de Estados Unidos.

—Eso es lo que estoy diciendo.

—Porque la idea de un puñado de
yids
locos corriendo por la Palestina árabe, volando santuarios y siguiendo a mesías y empezando la Tercera Guerra Mundial les parece buena idea.

—Ellos están igual de locos, Bina. Ya lo sabes. Tal vez tienen
ganas
de que llegue la Tercera Guerra Mundial. Tal vez quieren empezar una nueva cruzada. Tal vez creen que si hacen esto, conseguirán que regrese Jesucristo. O tal vez no tiene nada que ver con nada de eso y es una simple cuestión de petróleo, ya sabes, de asegurarse de una vez por todas el suministro de petróleo. No lo sé.

—Conspiraciones gubernamentales, Meyer.

—Ya sé cómo suena.

—Pollos que hablan, Meyer.

—Lo siento.

—Me lo prometiste.

—Lo sé.

Ella coge el teléfono y marca el teléfono del fiscal federal.

—Bina. Por favor. Cuelga el teléfono.

—He estado en muchos rincones oscuros contigo, Meyer Landsman —dice ella—. Y no voy a entrar en este.

Landsman supone que no la puede culpar por ello.

Cuando tiene a Sweeney en la línea, Bina le transmite los puntos básicos de la historia de Landsman: que los
verbovers
y un grupo de judíos mesiánicos se han compinchado y están planeando atacar un importante santuario musulmán en Palestina. Deja fuera los elementos sobrenaturales y completamente especulativos. Deja fuera las muertes de Naomi Landsman y Mendel Shpilman. Consigue darle al asunto una apariencia lo bastante descabellada como para que resulte creíble.

—Voy a ver si podemos encontrar a ese tal Litvak —le dice a Sweeney—. Vale, Kathy. Gracias. Sé que lo es. Ojalá lo sea.

Ella cuelga el teléfono. Coge el orbe de recuerdo que tiene sobre la mesa, con su
skyline
en miniatura de Sitka, lo agita y mira cómo desciende la nieve. Todo lo demás ya lo ha sacado de la oficina, las baratijas y las fotografías. Solamente quedan el orbe de nieve y sus diplomas enmarcados en las paredes. Un árbol de goma y un Picus y una orquídea de color rosa con motas blancas dentro de una maceta de cristal verde. Todo sigue siendo igual de bonito que el vientre de un autobús. Bina está sentada en medio de la sala con otro traje pantalón adusto, con el pelo recogido y sujeto en su sitio con pasadores metálicos, gomas elásticas y otros artículos útiles procedentes del cajón de su mesa.

—No se ha reído —dice Landsman—, ¿verdad?

—No es dada a la risa —dice Bina—. Pero no. Quiere más información. Puede que sea una tontería, pero tengo la sensación de que no es la primera vez que oye hablar de Alter Litvak. Dice que le gustaría interrogarlo si lo podemos encontrar.

—Buchbinder —dice Landsman—. El doctor Rudolf Buchbinder. Recuerda, estaba saliendo del Polar-Shtern la otra noche mientras tú entrabas.

—¿El dentista de la calle Ibn Ezra?

—Me dijo que se marchaba a vivir a Jerusalén —dice Landsman—. Yo creí que estaba diciendo tonterías.

—Al Instituto Nosecuántos —recuerda ella.

—Empezaba con M.

—Miryam.

—Moriah.

Ella se acerca al ordenador y encuentra una entrada del Instituto Moriah en el directorio de números no publicados, en el 822 de la calle Max Nordau, séptima planta.

—Ochocientos veintidós —dice Landsman—. Ja.

—¿Esa no es tu manzana? —Bina marca el número de teléfono que ha encontrado.

—Justo en la puerta de delante —dice Landsman, sintiéndose avergonzado—. El hotel Blackpool.

—Salta el contestador —dice ella. Corta la llamada con la yema del dedo y marca un número de cuatro dígitos—. Soy Gelbfish.

Da orden de que agentes de uniforme y de paisano monten guardia en las puertas y demás entradas del hotel Blackpool. Cuelga el teléfono y después se queda ahí sentada, mirándolo.

—Vale —dice Landsman—. Vámonos.

Pero Bina no se mueve.

—¿Sabes?, era bonito no tener que vivir con todas tus memeces. No tener que aguantar veinticuatro horas al día de Landsmanía.

—Eso te lo envidio —dice Landsman.

—Hertz, Berko, tu madre, tu padre. Todos vosotros. —Y añade en americano—: Pandilla de putos chiflados.

—Lo sé.

—Naomi era la única persona cuerda de toda la familia.

—Ella decía lo mismo de ti —dice Landsman—. Aunque solía decir «del mundo entero».

Dos golpes breves en la puerta. Landsman se pone de pie, pensando que va a ser Berko.

—Hola —dice en americano el hombre que está en la puerta—. Creo que no nos conocemos.

—¿Quién es usted? —dice Landsman.

—Yo es su servicio de enterradores —dice el hombre en un yiddish espantoso pero enérgico.

—El señor Spade está aquí para supervisar la transición —dice Bina—. Creo que ya mencioné que era posible que viniera, detective Landsman.

—Creo que lo mencionó.

—Detective Landsman —dice Spade regresando, gracias a Dios, al americano—. El famoso.

No es el típico golfista barrigón que Landsman se imaginaba. Es demasiado joven, poco atractivo, de pecho y hombros robustos. Lleva un traje gris de estambre abotonado por encima de una camisa blanca y una corbata del mismo color azul punteado que la estática de un televisor. Su cuello es una masa de bultos provocados por el afeitado y pelos de barba que se ha dejado. La protuberancia de su nuez de Adán sugiere profundidades insondables de seriedad y de sinceridad. En la solapa lleva un pin con forma de pez estilizado.

—¿Qué le parece si usted y yo nos sentamos un momento con su oficial al mando?

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