Read El silencio de los claustros Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Pero ya hace unos días que la mataron. ¿Por qué no lo hicisteis enseguida?
—Eso ocurre mucho en los casos complejos como éste, se va detrás de las nuevas pistas y se aparca la profundización de las anteriores. Pero luego hay que rectificar y volver atrás. Resulta una práctica bastante común.
Por supuesto, había gran cantidad de cosas en cuanto les había relatado que no podían entender. Poco importaba, sin embargo; prevalecía en ellos la sensación de haber sido objeto de confianza, de lo cual me alegré, porque si me hubiera visto obligada a explayarme en las explicaciones, probablemente no hubiera sabido por dónde salir.
—Si habéis acabado con el chocolate podemos marcharnos ya. Seguro que vuestro padre debe de estar en casa.
En silencio solemne empezaron a ponerse los abrigos. Entonces, Teo dijo, como al desgaire:
—Gracias, Petra.
—¿Cómo? —reclamé sutilmente una confirmación.
—Que gracias por habernos contado todo esto.
—Pero vosotros...
Marina me cortó para afirmar con fuerza:
—Si alguno de vosotros le dice algo a vuestra madre os prometo que no seré vuestra hermana nunca más.
—No seas boba, no vamos a decir nada. Pero si descubrís algo ¿nos lo contarás, Petra?
—Si es interesante, sí.
Regresé a casa con la impresión de haber firmado la paz en una guerra no declarada, o al menos un armisticio. Al meternos en la cama se lo comuniqué a Marcos.
—Tanto mejor —dijo escuetamente, y un segundo más tarde añadió—: Le preguntaré a Teo cómo han conseguido sacarte tantas informaciones. Ahora ellos ya saben más que yo.
—Te lo contaré todo por la mañana, hoy estoy cansada de actuar como portavoz familiar de la poli. ¿Sabes qué me da por pensar algunas veces? Que te has casado con una policía para entrever un poco el rostro del mal. Eras demasiado perfecto sin mí y lo que represento.
—Eso me suena tan complicado que necesitaría pensarlo un rato para saber si es verdad. Y yo también estoy cansado. Mañana será otro día.
—Sí —musité, y nos abrazamos en silencio.
Al día siguiente todas nuestras vías de investigación estaban en marcha. El doctor Beltrán había aceptado regresar a la asesoría del caso, no sin antes declarar altaneramente que siempre había estado convencido de que volveríamos a llamarlo. Empezó a pergeñar nuevos retratos de locos religiosos como lo hubiera hecho un pintor de corte paranoica. Yolanda y Sonia le fueron adjudicadas como vínculos policiales, y yo me encontraba perfectamente dispuesta a pasarle a Villamagna todos sus informes después de haberlos filtrado, y tirarlos más tarde a la basura.
En cuanto a los monjes, sabía que el hermano Magí pasaba casi todo el día en el convento de las corazonianas, trabajando junto a la hermana Domitila. Sería suficiente con reunirse con ellos una vez cada dos días para controlar sus avances, a no ser que nos convocaran puntualmente por haber descubierto algo espectacular, cosa de la que dudaba.
Ya estábamos solos Garzón y yo, como siempre, como quizá hubiéramos debido estar desde el principio en aquel caso con demasiada participación foránea. Me puse frente a él y le sonreí.
—¿Vamos al albergue donde dormía Eulalia Hermosilla, Fermín?
—¡Cielos, ni siquiera recordaba el nombre de esa mujer, han pasado tantas cosas...!
—Me apena que diga eso, al final esa mujer ha resultado lo menos importante de todo este embrollo. Da la impresión de que hasta la pata del santo, como usted le llama, haya sido más crucial.
—Ya sabe cómo funciona la frivolidad del ser humano, el mero análisis cuantitativo: hay más mendigas que patas de santo.
—En eso lleva muchísima razón —dije, y me eché a reír.
La directora del albergue no parecía contenta teniendo que recibir a la policía por enésima vez. Me puse en su lugar, había hablado con los Mossos d'Esquadra al principio del caso, con nosotros después, y varias veces con componentes del operativo que buscó a la testigo. Sin enfadarse, pero apelando a nuestra prudencia, se abrió de brazos para afirmar:
—Señores, de verdad, ya no sé qué esperan encontrar aquí. En el albergue no se ha presentado nada nuevo con respecto a la pobre Eulalia. Nadie ha reclamado el cadáver, y si tiene algún familiar que se haya enterado de su muerte, se ha hecho el sueco para no tener que cargar con los gastos e incomodidades del entierro.
—¿Van a enterrarla ya?
—El juez dio ayer la autorización.
—Este juez va por libre —soplé en la oreja de Garzón. Luego pregunté—: ¿Se celebrará alguna ceremonia?
—Como Eulalia no figuraba como practicante de ninguna religión, la incinerarán en Collserola, leyendo un texto laico que tenemos escrito para esas ocasiones. Suelo ir yo, o alguien de Servicios Sociales, y hacemos un pequeño acto de despedida. Puede asistir la gente del albergue que lo desee, aunque no son muchos generalmente. En el caso de Eulalia no sé, vendrá su amiga Lolita, quizá los que cenaban en su misma mesa...
—Asistiremos nosotros también —prometí en un arranque solidario.
—Pues de verdad que se lo agradezco. En algunos momentos, viendo las reacciones de las personas en general, parece que piensen que nuestro trabajo de ayudar a los sin techo es más bien un crimen que un bien social.
—¿A Lolita ya la han interrogado?
—Varias veces, y la pobre no ha sabido decir nada coherente.
—Sí, recuerdo haberlo leído en los informes. ¿Qué tipo de mujer es?
Su boca dibujó una sonrisa amarga. Cabeceó y dijo con voz desencantada:
—¿Y usted qué cree, inspectora? Pues como todos los que vienen aquí, una ruina. Ha sido alcohólica durante casi toda la vida, ahora hemos controlado que no beba con un tratamiento médico, pero tiene el cerebro y el hígado deshechos, y casi sesenta años. Es decir: ningún futuro.
Me chocó su dureza, pero era simplemente una profesional que se expresaba con rigor.
—¿Está hoy aquí?
—No, un día a la semana pasea unos perros de la protectora. Ya ve, aún puede ayudar a los que son más desgraciados que ella. Pero mañana puede verla después de la incineración, estoy segura de que vendrá; aunque no espere mucho de la conversación, su capacidad de comunicación está muy dañada.
—¿Podríamos llevarnos una copia del expediente de Eulalia Hermosilla?
—Sí, esperen un momento.
Garzón y yo nos miramos al quedarnos solos.
—¿De verdad vamos a ir al entierro de esta señora?
—No venga si no quiere, Fermín. Yo sí asistiré.
—Yo voy donde usted vaya; pero le advierto de que será triste, sobre todo en contraste con el funeral del hermano Cristóbal. Ya ve, ambos víctimas del mismo hijoputa, pero sus exequias serán tan diferentes como fueron sus vidas.
—No estoy tan segura. Los dos llegaron por vías distintas a la máxima simplicidad existencial, que es donde se supone que está Dios.
—Me veo incapaz de captar lo que quiere decir.
—Olvídese, son cosas mías.
Regresamos con el expediente a comisaría y pasamos la tarde revisándolo al igual que los informes sobre los interrogatorios sucesivos practicados en el entorno de Eulalia Hermosilla. Al día siguiente acudimos al crematorio de Collserola.
El subinspector estaba en lo cierto, el ambiente de aquel acto fúnebre nada tenía que ver con las cohortes angélicas de cantantes que habían actuado en loor del fraile de Poblet. Sin embargo, la directora del albergue hizo lo que pudo. Leyó un texto, el mismo que siempre leía en caso de defunción de alguien solitario, y lo hizo de modo sobrio y digno. En él hablaba de la dureza de la vida, del merecido descanso final en el que todos acabaremos, y glosaba las virtudes de la finada, que eran todas de índole muy general: resignación, solidaridad y valentía. Luego sonó una música enlatada, probablemente de Bach, y se guardó un minuto de silencio. Casi no asistió nadie: la directora, uno de sus ayudantes, un par de vejetes con pinta de despiste y la que debía de ser Lolita, que lloraba con gran sentimiento.
A la salida, Garzón me dijo en voz baja:
—Mire, yo no soy creyente y los curas me caen fatal; pero hay que reconocer que la Iglesia católica esto del estiramiento de pata lo tiene muy ensayado: música, promesas de otra vida mejor, rituales con vestimenta y copón... estoy por poner en el testamento que quiero convertirme después de muerto para que me dediquen todo ese boato. No se puede comparar con esta cosa tan desustanciada.
—Dése prisa, Lolita se nos está escapando.
Saludamos brevemente a la directora y salimos pitando tras la mujer, que caminaba a toda velocidad, ya en la calle. Era alta y enjuta, con el pelo muy corto y teñido de un imposible color limón. Tenía la cara devastada por unas arrugas profundas que no correspondían a sus apenas sesenta años y, con toda seguridad, en algún momento del pasado había sido hermosa. Al llamarla por su nombre se volvió y nos dejó ver sus ojos abotargados por el llanto.
—Lolita, espere un momento. Somos de la policía y queremos hablar un rato con usted.
—La policía, la policía, pero Eulalia se murió.
La dicción de sus palabras era confusa y la mirada se le perdía levemente en el vacío. Intenté que me prestara atención.
—No se murió, la mataron; y nosotros queremos saber quién fue.
—Déjenme en paz, quiero ir a dar un paseo.
Nos volvió la espalda y empezó a caminar. La seguimos. Entonces le dije:
—¿Es verdad que usted cuida de unos perros, Lolita?
Se paró en seco. Algo parecido a una sonrisa se instaló en su boca mustia.
—Me quieren y esperan a que llegue y, cuando me ven, mueven el rabo como unos locos.
—¿Por qué no viene con nosotros y tomamos un café?, así nos cuenta cómo se llaman los perros, por qué sitios los lleva a caminar...
Aceptó tras una mínima hesitación. Garzón me miró, felizmente sorprendido, habíamos encontrado una pequeña puerta por donde entrar. Subió a nuestro coche y conduje hasta la primera cafetería, grande e impersonal, sin hacer ningún comentario. Una vez allí, me di cuenta de que, incluso en la discretísima Barcelona, la gente miraba a nuestra invitada con curiosidad. Tenía un aire lo suficientemente ausente como para resultar llamativo. Sentados a la mesa, pude observar con más detenimiento hasta qué punto Lolita era una mujer zurrada por la vida. Pedimos café y ella preguntó si podía beber un capuchino. Sentí piedad al verla abrir los ojos con felicidad ante la taza espumeante y olorosa. Como no quería correr el riesgo de que se sintiera utilizada y huyera con la misma facilidad con la que había aceptado venir hasta allí, la previne.
—Le haremos preguntas sobre Eulalia, no se vaya a creer; pero antes me gustaría de verdad que nos contara todo eso de los perros. A veces yo también he pensado que debería prestar mi ayuda a una protectora.
—Puedes ir a la misma que yo. Tratan a los perros muy bien, están sueltos y tienen mucho espacio para jugar. Yo voy dos veces a la semana y me llevo un grupito a pasear.
—¡Es una idea magnífica! ¿Y no se pelean entre ellos?
—No, son amigos. Los perros son mejores que las personas.
—Sin duda. No hacen daño sin motivo y nunca se les ocurriría asesinar a nadie.
—Eulalia era mi única amiga y la asesinaron dos hombres; ahora ya sólo tengo a los perros.
La señal de alarma repercutió en el ritmo de mi respiración. Miré a Garzón, como pidiéndole que fuera cauteloso y me dejara hacer.
—¿Fueron dos hombres, tú los viste?
—No. Un día ella me dijo que se iba a largar porque dos hombres la buscaban.
—¿Te contó quiénes eran?
—No.
—¿Y por qué la perseguían?
—No. Estaba muy asustada, la pobrecita.
—¿Por qué no le dijiste eso a la policía?
—Ella me advirtió: cállate la boca o también irán a por ti. Pero ahora ya me da igual, porque han quemado su cuerpo y no queda nada de ella.
—¿Te contó algo más?
—Tenía mucho miedo. Y al final, la pobre está en el Paraíso, dijo que la llevarían al Paraíso. Y en el Paraíso sólo entran los perros y la gente como ella y como yo, o sea que allí estará, esperándome hasta que me muera.
Me encontraba emocionada por el dramatismo de sus sencillas palabras. Tragué saliva para preguntarle:
—¿Y cómo es la gente como vosotras, Lolita?
—Gente que no nos quiere nadie y que nosotros tampoco queremos a nadie.
—Pero tú tienes a los perros.
—A los perros, sí. Y tenía a Eulalia, pero ahora ya no.
—¿Te dijo cómo eran esos dos hombres: jóvenes, viejos, fuertes, con aspecto de trabajadores o de gente de mal vivir?
—No me dijo nada de eso, sólo dos hombres.
—¿Te dijo si eran los mismos que había visto cargando con el cuerpo del santo del convento?
—No, no me dijo nada de eso, sólo dos hombres.
No tenía tantas dificultades de comunicación como nos habían advertido. Yo la había entendido perfectamente. Mientras me miraba como una niña desvalida, con el labio superior manchado por la espuma del capuchino, me pregunté si sería necesario brindarle protección policial. Alguien podía habernos seguido, estar viéndola con nosotros en aquellos mismos momentos. Miré alrededor en un reflejo poco meditado. Ninguno de los clientes me pareció sospechoso. Era difícil tomar aquella decisión: ponerle un agente de custodia significaba señalarla con el dedo. Si estaban vigilándola pensarían que podría habernos facilitado algún dato comprometedor. Mantenerla encerrada en el albergue se me antojaba casi imposible. Suspiré con preocupación.
—¿Sabes qué deberías hacer, Lolita? No salir demasiado del albergue estos días. O a lo mejor nosotros podríamos ponerte en un hotel hasta que encontremos a esos dos hombres. Incluso te diré que, hasta que los pesquemos, sería mejor que no fueras a pasear a los perros.
Su sonrisa tétrica volvió a aflorar.
—Yo siempre voy adonde quiero y hago lo que quiero porque nunca tengo miedo. Y ahora tampoco tengo miedo. Voy a hacer las cosas como cada día, y a los perros no pienso dejarlos tirados.
Aquella mujer no tenía el cerebro dañado, de eso podía dar fe. Probablemente la determinación con la que hablaba demostraba hasta qué punto le funcionaba bien, quizá mejor que a muchos de sus conciudadanos, integrados y aparentemente felices. Saqué cincuenta euros de mi cartera.
—Toma, Lolita, ¿puedes hacerme un favor?, cómprales algo a los perros de la protectora. Pienso, o galletas... ¡yo qué sé!, cualquier cosa que tú sepas que les puede gustar. Así empiezo ya a hacer algo por ellos.