Read El silencio de los claustros Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¿Va a pasarle ese dato a la prensa?
—Yo mismo lo he autorizado.
—¿Había algo en el paquete que contenía el pie, alguna nota, algún tipo de señal?
—Nada, Petra, venía a pelo, con su sandalia y todo, pero sin mensaje. ¿Qué les parece a ustedes?
—Probablemente el mensaje viene implícito en el lugar que lo dejó.
—Sí —dijo Garzón—. Lo recuerdo muy bien. La plaza de Sant Felip Neri es uno de los lugares que incluyó el hermano Magí en su informe.
—Exacto —respondí—. Allí ardió un convento durante la Semana Trágica.
—¿Y eso a qué conclusión les hace llegar? —inquirió el comisario.
—A ninguna, de momento. Pero con su permiso vamos a convocar una reunión de sabios eclesiásticos.
—Me parece muy bien. Manténganme informado.
En el pasillo, Garzón concluyó:
—Como la vio a usted remisa a darle carnaza a Villamagna, lo hace él directamente.
—Bueno, pues que se apañen. Si quieren convertir este caso en un festival, allá ellos. Yo haré todo lo posible por no cooperar.
—Me lo veo venir... la pata del san Asclepio este de los cojones en primera plana mañana mismo. Claro que a lo mejor gracias a eso conseguimos echarle un vistazo a la pezuña.
—De eso nada. Ahora mismo vamos a la científica a verle el pie al santo. Dígale a Yolanda y a Sonia que den una batida por la plaza de Sant Felip, por si hubo algún testigo.
—Demasiado tarde ya.
—Nunca se sabe.
—¿Y si Sonia se encuentra aún bajo los efectos del ataque de ansiedad?
—Me la manda a mí. Cuatro gritos y se pone en forma.
En los locales de la policía científica se estaban ocupando del pie. Una médica novata se oponía a dejarnos entrar porque no llevábamos orden expresa de ningún juez. Afortunadamente cuento con un amigo al mando de la sección de balística, y él intercedió. Entramos y al fin pudimos ver la reliquia mutilada. Estaba sobre una camilla. Garzón y yo nos acercamos con cierta prevención, como si aquella cosa tuviera la facultad de saltarnos encima. Nos plantamos delante y pasamos al menos dos minutos observando el rebanado pie incorrupto. Era horrible, si bien parecía obvio que ejercía sobre nosotros un gran poder de fascinación. Se trataba de un pie huesudo, con todos los dedos pegados unos a otros, sin uñas y de color pergamino tirando hacia el marrón. Se veía aprisionado por una sandalia o lo que de ella quedaba, formada por tiras de piel deteriorada y mordida por el tiempo. Estaba cortado, en apariencia limpiamente, a la altura del tobillo y en el lugar del corte sólo se adivinaba un triste hueso de color marfil como único elemento orgánico.
—¡Qué asco! —exclamó de pronto Garzón, sobresaltándome—. Yo creo, inspectora, que no nos enfrentamos a un loco, sino a un simple capullo que busca notoriedad. ¿A quién si no a un capullo se le puede ocurrir guardar la momia en su casa para ir cortándola a pedazos?
—Desde luego, no a un tío normal. Y créame que, por primera vez, pienso semejante cosa. Hasta ahora me hubiera decantado por una autoría más racional, pero esto ya supera lo imaginable.
Garzón se puso las gafas y acercó los ojos a la reliquia.
—¡Puaf, como para echarlo en el cocido!
Adelantó un dedo curioso, pero una voz que llegaba desde atrás hizo que lo apartara de un salto.
—No pensará tocarlo, ¿verdad?
Era la médica novata, que nos miraba con franca censura.
—Aún estamos practicándole pruebas —dijo, y con un pincelito se puso a cepillarle los dedos al beato como si intentara hacerle cosquillas.
—¿Hay algo que pueda decirnos ya?
—Bueno, podemos afirmar que la amputación se produjo con un arma blanca muy grande, muy afilada, algo así como un cuchillo de carnicero, para que me entiendan, o incluso, por el tajo de limpieza absoluta, podríamos decir un machete. Los tejidos están rasguñados en algún punto. Pero yo diría que es por la manipulación a la que ha sido sometida el cuerpo, no por el hecho en sí de la amputación, que fue muy certera.
—¿Puede determinarse ya de qué época es el cuerpo?
—Aún no tenemos seguridad absoluta, pero pueden estar seguros de que antiguo sí es.
—Nuestro comisario ha pedido que se le practiquen pruebas de ADN.
—Ya lo sé, pero tardarán unos días. Tendrán que esperar.
A la salida convinimos con el subinspector en que aquella chica sería probablemente una gran profesional, pero era antipática a morir.
—¿Qué le costaba dejar que tocara un poco el peúco del fraile?
—No creo que le hubiera servido de mucho, Fermín.
—Ya, pero me hacía ilusión.
Nunca perdía el humor, mi inefable compañero, ni siquiera cuando nos enfrentábamos al absurdo. Yo no sentía lo mismo que él: cuando estábamos en un caso difícil, incluso si topábamos con innumerables contrariedades, solía sacar fuerzas de flaqueza, pero cuando los hechos violentaban mi sentido de la lógica, el suelo se tambaleaba bajo mis pies.
—¿Y ahora? —preguntó Garzón como si un horizonte de posibilidades se extendiera frente a nosotros.
—Ahora nos vamos de entierro.
—¡No joda! ¿De quién?
—Aunque tenemos donde escoger, en esta ocasión honraremos al fraile.
—¿Ya ha dado permiso el juez para inhumarlo?
—Así es. El hermano Magí nos ha concedido el privilegio de asistir a las exequias en el monasterio de Poblet. Tengo la sensación de que deberíamos ir. Además, voy a convocar al monje a una nueva reunión de expertos.
—¿Con la hermana Domitila?
—En efecto.
—Se picarán otra vez.
—Quizá de su pique saquemos algo en claro.
Al día siguiente, mientras conducíamos por la atestada autopista rumbo al sur, ambos telefoneamos a nuestros cónyuges para avisar de que llegaríamos tarde aquella noche, una vez más. Eran las cinco de la tarde y el día empezaba a declinar. La puesta de sol invernal era bellísima. Garzón puso la radio y una suave música de Saint-Saëns inundó el cubículo del coche. Mi compañero iba al volante. Normalmente renegaba continuamente sobre las incidencias del tráfico: camiones que se empeñaban en adelantarse unos a otros, impidiendo el paso a los turismos, conductores demasiado rápidos o demasiado lentos... Como para muchos hombres, la carretera era una pista de competición y su vehículo el mismísimo carro de Ben-Hur, que debía llegar victorioso. Pero en aquella ocasión, la armonía de la sonata, unida a la hermosa luz del atardecer, hizo que se quedara pacífico y callado, disfrutando del momento mágico que se creó. Yo, de modo imprevisto, sentía ganas de llorar, y como no discernía de dónde manaba el flujo de mi emoción, lo atribuí a los desastres del país. ¡Dios mío!, pensaba, esta España tan triste e imposible. Lugar de santos supliciados, cuerpos incorruptos, iglesias erigidas, quemadas y vueltas a erigir y vueltas a quemar. ¡Vaya sitio para nacer! Siempre pendiendo sobre tu cabeza las afrentas de españoles contra españoles, la lucha del progreso y la reacción... ángeles violentos, reliquias escarnecidas, hostias consagradas, la catedral de Burgos y el sagrado copón. ¡Cómo me hubiera gustado ser francesa!, concluí, y oler el pan y los cruasanes recién hechos de mi pueblo, teniendo como pasado aquella épica revolución. Pero no, acabábamos de ver un pie de momia sacra sobre una camilla. ¿Tenía eso algún sentido? ¿De verdad íbamos a investigar en el silencio de un convento con dos eclesiásticos, hombre y mujer, que nos hablarían sobre semanas trágicas, turbamultas guiadas por el odio al clero y capillas profanadas? Miré de reojo a Garzón, él era de carne y hueso, y todo aquello le parecía más o menos normal. Había crecido con los últimos ecos de la guerra civil sonando en sus oídos. Yo sólo tenía noticia de aquello a través de los libros, y si acaso lo había oído contar. En cualquier caso, a ninguno de los dos nos parecía inverosímil que una venganza llegada desde tiempo inmemorial siguiera viva aún. España era el país más triste del mundo, me pareció.
—Inspectora, ¿está dormida? Ya hemos llegado.
Abrí los ojos, sobresaltada. Las sombras habían ganado a la luz, y los contornos del monasterio de Poblet se veían difusos. Garzón paró el motor, y enseguida llegó hasta nuestros oídos el sonido de una campana tañendo.
—Vamos, la ceremonia debe haber empezado ya.
Nos dejaron pasar a la iglesia, donde sólo hacía unos momentos se había iniciado el funeral. Todo estaba en penumbra, excepto el altar mayor, que refulgía con una iluminación intensa. Tres sacerdotes oficiaban la ceremonia y las primeras filas de bancos estaban ocupados por la comunidad cisterciense, con sus vistosos hábitos en blanco y negro. Distinguí detrás a la familia del hermano Cristóbal. Lloraban. Aunque llevara ya varios días muerto, sólo ahora su cuerpo se alejaría del mundo de los vivos, por siempre jamás. A crear una atmósfera solemne contribuía también el armonio, y cuando empezó a sonar, el canto gregoriano del potente coro masculino.
—¡Qué maravilla! —le susurré a Garzón.
—Dan ganas de morirse —contestó él, en voz demasiado alta para mi gusto.
Durante la homilía las cosas se estropearon. La música enardece las ideas propias, mientras que la palabra expresa las ajenas. Toda aquella retórica sobre el Cielo, el alma, el servicio a Dios y la resurrección, momento en que todos amaneceremos felices y contentos, me daba la impresión de un viejo tema que pedía a gritos una renovación. Aun así, oír decir que el hermano Cristóbal era un hombre sencillo y humilde que había vivido alejado de vanidades, me conmovió. Realmente, reflexioné, había que ser bestia para habérselo cargado de un zambombazo en el occipucio. Entonces la furia de la investigación renació en mí, y el resto de exequias se me hizo interminable. ¡Ya estaba bien de espiritualidad! Nuestro reino sí era de este mundo y debíamos encontrar pronto al asesino. Un asesino sin duda repugnante cuando se había atrevido a quitarle la vida a dos seres inocentes: un fraile y una mendiga, personas sin dinero ni poder. Probablemente aquélla era la característica más llamativa del caso, los móviles tradicionales parecían estar lejos de las víctimas.
Cuando todo concluyó hubo que esperar a que los frailes desfilaran. Vimos cómo los padres y hermanos del difunto se retiraban, compungidos y en soledad. Me pareció muy triste su papel. A pesar de ser los más cercanos al muerto, ocupaban un segundo lugar, siempre por detrás de toda la familia eclesiástica. Bajé la vista para no tener que saludarlos, no hubiera sabido qué decir. Al final nos quedamos en la iglesia Garzón y yo, completamente solos.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó él.
—Hay que regresar a la portería y avisar de que queremos hablar con el hermano Magí.
—Nunca me acostumbraré a esta movida de los permisos para cualquier cosa. ¡Eso de que aquí dentro no tengas libertad para entrar o salir a tu antojo o para hablar con quien sea me pone frenético!
—Está claro que usted nunca va a profesar, Fermín.
—¡Pues no!, la vida es demasiado bonita para perderla de esta manera.
—Nunca está claro cómo se pierde la vida.
—Déjese de místicas y llame al monje. Como se pongan a rezar los maitines esos de los cojones no les podremos interrumpir y nos darán las tantas.
Fermín Garzón era la realidad en estado puro, sin tintes ni fisuras, sin matiz. Si alguna vez me sentía flotar en la duermevela de lo imposible, del absurdo o la sinrazón, no tenía más que recurrir a él.
El hermano Magí llegó tras media hora de espera. Se disculpó.
—Perdonen, pero he hecho un rato de meditación.
—Claro, claro —afirmó Garzón como si estuviera por completo al tanto de las prácticas meditativas.
—Hermano, ¿le han informado de los últimos acontecimientos?
—Vemos los telediarios a la hora de cenar.
—En ese caso ya sabe lo de la mutilación del beato.
—Lo sé. Hicieron un tratamiento de la noticia que de ningún modo puedo aprobar. Parecía que estuvieran hablando de un pasatiempo detectivesco.
—Siempre es así. La gente ya no pide información, sino espectáculo.
—Puede estar seguro de que todo el mundo está esperando que aparezca cortada la otra pata —soltó el subinspector de modo gratuito. Temí que le hubiera ofendido el comentario. Sin embargo, me pareció entrever que el monje sonreía levemente.
—Se habrá percatado de que el miembro ha sido hallado en uno de los lugares que figuran en su lista de la Semana Trágica.
—Sí, no pude por menos de pensarlo; justamente donde estaba el convento de frailes de Sant Felip. El convento conserva la estructura exterior, pero ahora está vacío. Perteneció a los clérigos seculares del oratorio, que se dedicaban a la caridad.
—Comprenderá que nos resulta imprescindible hablar con usted para que nos ayude, también con la hermana Domitila. Quizá entre los dos sean capaces de elaborar alguna hipótesis, proyectar cierta luz sobre este hecho.
—Inspectora, lo intentaré. ¿Dónde y cuándo debo acudir?
—Mañana mismo. Lo ideal sería que pudieran presentarse ambos en comisaría, pero dudo de que se lo permitan a la hermana.
—Podemos sugerirle que venga acompañada de aquella novicia a quien enseña —terció el subinspector.
—La hermana Pilar, no es mala idea. Hablaré con la superiora.
—Yo procuraré recabar más datos sobre aquel convento quemado.
—¿A las once de la mañana es buena hora para usted?
—Pediré permiso al prior; no creo que haya ningún inconveniente.
A la vuelta conducía yo y mi compañero, libre ya de éxtasis espirituales, tenía puesta en la radio una emisora deportiva a toda castaña. Varios comentaristas que charlaban entre ellos aludían a la Liga de fútbol llenándola de intrigas y pasiones hasta el punto de hacerla parecer la historia de Inglaterra en manos de Shakespeare. Yo había llegado a un notable grado de autoconcentración, de modo que no me molestaba en absoluto. Ni siquiera protesté por que el volumen estuviera demasiado alto. Había llegado a comprender que a todos los hombres, sin ninguna excepción, las noticias sobre deporte les resultaban imprescindibles. Me parecía bien, se trataba de una antigua tradición, inocua por otra parte. Además, tras aquella ceremonia funeraria tan alejada de la vida real, un baño de mundo cotidiano me sentaba bien. Pensé en mi marido y tuve la impresión de que hacía siglos que no lo veía. Si era cierto que el roce hace el cariño cualquier día de aquellos nuestro matrimonio se iría al carajo.
Primero dejé a Garzón que, medio zombi por el cansancio acumulado, se limitó a decir: «La veo en el convento». Después llegué a mi casa y encontré a Marcos cenando en la cocina.