Read El silencio de los claustros Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
Pero el destino me negó toda facilidad; tras haberme presentado a través del interfono, me abrió la puerta una monja a la que no conocía.
—¿Dónde está la hermana portera? —pregunté.
—En la capilla, es su hora de rezar.
—Esperaré —respondí muy convencida. La monja, más joven y mucho menos fea que la portera, me hizo pasar al consabido saloncito. Unos minutos después, y tal como esperaba sin duda alguna, apareció la madre Guillermina.
—¡Inspectora! ¿Cómo no me ha dicho que estaba aquí?
—Intuía que no hacía falta, madre; como bien se ve.
—¡Ah, es verdad que mis hijas espirituales me informan de todo! Y eso, créame, a veces representa una carga; aunque no en este caso, naturalmente, porque estoy encantada de verla.
—Yo también.
—¿Quiere que vayamos a mi despacho?
—La verdad es que no era con usted con quien quería hablar, madre.
—Sí, ya sé que quiere ver a la hermana portera; pero, si le parece, dejaremos que acabe sus rezos y luego la haré venir.
—Quizá tenga que hablar con ella a solas.
Su rostro afable y franco exhibió un fogonazo de sorpresa.
—¿Con la hermana portera? ¿Qué ha pasado?
Me debatí durante un instante entre confiar o no en aquella mujer; pero estaba vendida; tarde o temprano se enteraría del asunto de Lledó y, además, en el interior del convento resultaba imposible dar un paso sin que ella lo aprobara; de modo que le conté lo que había sucedido con Juanito. Me miró sin dar muestras de entendimiento alguno.
—Perdone, pero no tengo ni idea de qué me está hablando. ¿Quién es Juanito Lledó?
—El repartidor de frutas y verduras que abastece el convento. ¿No lo conoce?
—¿Yo?; no, claro que no. No conozco a ninguno de los abastecedores del convento. Me limito a autorizar las facturas que me presenta nuestra hermana contable, pero por supuesto no he visto jamás a ninguna de las personas que descargan los camiones. No es mi cometido.
—Claro. Pero dígame, madre, ¿usted sabe cuántas de las hermanas están en contacto con los abastecedores?
—¿Por qué no me cuenta lo que quiere averiguar?
Suspiré profundamente, me armé de paciencia y se lo hice notar.
—Madre Guillermina, no podemos estar siempre con la misma discusión. Usted es la reina de este convento, pero yo soy policía y llevo a cabo una investigación y...
—¡Es usted quien está siempre en la misma discusión! Todo eso de la reina ya me lo había dicho otras veces, pero ahora escúcheme bien: si le pregunto es para ayudarla, para saber qué está buscando y ponerla en el camino si está en mi mano. Nadie sabe más que yo sobre lo que ocurre en este convento.
—Pero es que...
Me miró, al tiempo atónita y dolida.
—Lo que ocurre es que no confía en mí, ¿verdad?
—Ahora no puedo confiar en nadie, ni siquiera en mí misma.
Digna como una generala vencida en el campo de batalla, se puso seria y dijo:
—Enseguida le envío a la hermana portera. —Dio media vuelta y caminó con paso altivo. Cuando hubo llegado frente a la puerta se volvió de nuevo y sentenció usando un tono falsamente devoto:
—Quiero que sepa que aquí y en todas partes hay una sola reina verdadera: nuestra santa madre la Virgen María, nadie más. Decir lo contrario es una blasfemia.
Salió con la fastuosidad de una actriz aficionada interpretando a María Estuardo. Lo cual me hizo darme cuenta de que la había cagado, pura y llanamente la había cagado. Porque, aparte de que nuestra única reina fuera la Virgen María, allí, en aquel territorio, entre aquellas paredes sagradas, quien cortaba el sagrado bacalao era la priora, ella y sólo ella. De modo que si quería interrogar a alguna monja debía pedirle permiso, y si deseaba que cualquiera de mis interrogadas estuviera en el estado mental pertinente como para declarar, antes debía haber recibido el
nihil obstat
de la superiora, que la liberaría de la responsabilidad personal de haber aceptado confesar lo que supiera. Corrí tras ella, perdida toda dignidad.
—¡Madre Guillermina, por favor!
Se volvió, con la discreta sonrisa feliz de quien ya se siente suficientemente compensado viendo humillarse a su enemigo.
—Dígame, inspectora.
—No se lo tome a mal. De hecho, quizá sería más efectivo que usted estuviera presente en los interrogatorios. Lo único que pretendía evitar es que la hermana portera se sintiera incómoda frente a su autoridad.
—Ser madre superiora no significa ser una especie de
Führer
.
—Lo sé, y le pido disculpas. ¿Puede llamar a la hermana y estar usted presente durante el interrogatorio?
—Con mucho gusto; y no se preocupe, no pienso indagar el porqué de sus preguntas.
Se ausentó, y yo empecé a reconcomerme por haber cambiado de punto de vista. ¿Y si la madre Guillermina tenía algo que ver en el asunto? Daba igual, en ese caso el que estuviera presente no haría sino señalar su culpabilidad. ¿Su culpabilidad, en qué demonio estaba pensando, era aquella monja culpable de un par de asesinatos? Estaba segura de que eso era imposible.
La horrible hermana portera entró acompañada de la priora. No pude determinar qué tipo de estado mental venía pintado en su cara porque la atonía característica de la misma dificultaba semejante dilucidación. Hizo un gesto que parecía un saludo en mi dirección y cruzó frente al pecho sus dos manos gastadas.
—¿Está bien, hermana? —me interesé con toda cortesía. Aguzando el oído creí percibir un gruñido de respuesta afirmativa.
—La hermana contestará a sus preguntas, inspectora —dijo la priora indicando que no perdiera tiempo en prolegómenos civilizados.
—Hermana, la casa Frutas y Verduras El Paraíso las abastece a ustedes, ¿verdad?
—Sí —exclamó con la misma expresión que una mosca revoloteadora, y se quedó mirando al vacío como si lo encontrara fascinante.
—El chico que les trae los pedidos se llama Juanito, ¿cierto?
—Sí, pero hace unos días que han dejado de venir y no podemos localizarlo, así que hemos cambiado. Ahora nuestro proveedor es Frutas Garrido, si quiere la dirección...
—No, gracias, no será necesario.
—¿Quién trataba habitualmente con Juanito?
—Yo.
—¿Alguien más?
—A veces hacía las cuentas con la hermana Asunción.
—¿Quién es la hermana Asunción?
—La hermana Asunción es la contable del convento —terció la madre Guillermina.
—Creía que era usted.
—No, yo autorizo las cuentas parciales de cada departamento y gestiono los números generales, el presupuesto del convento. La contabilidad del día a día la lleva la hermana Asunción del Sagrado Corazón.
—¿Alguien más se entrevistaba con ese chico?
La hermana respondió con indolencia.
—No.
—¿Qué le parecía a usted Juanito?
—Normal. —Hizo una vez más gala de su laconismo funerario. Entonces la superiora se impacientó.
—Hermana, por el amor de Dios, está bien que no seamos pródigos en palabras innecesarias, pero aquí la inspectora necesita un poco de información completa y no las contestaciones de una encuesta.
—Pero es que yo, madre, no sé qué quiere que le diga. Juanito me parecía normal, un chico que traía las hortalizas y ya está.
La madre Guillermina me miró en reclamación de una paciencia que ella no tenía. De repente, subiendo el volumen de su voz, me suplantó como interrogadora y casi gritó:
—Sería simpático, antipático, hablador, amable, voluntarioso... de alguna manera sería, ¿no?
—A mí no me lo mostró, madre; y bastante tengo yo bregando con todos los proveedores como para saber de qué manera los hizo Dios.
Tomé la palabra de nuevo.
—¿Hasta dónde llevaba las cajas de la fruta?
—Hasta la cocina.
—Pues bien, tendría que hablar con alguien allí —exclamó la superiora al borde del enfado.
—Con la hermana cocinera y las ayudantes, supongo.
—¡Hágalas venir, y también a la contable y, en fin, a todas las monjas de la comunidad con quienes piense que ese chico ha tenido relación por muy breve y puntual que fuera! —ordenó. Cuando salió la portera, comentó en tono de disculpa:
—Hay que comprenderla, pobre hermana, lleva tantos años haciendo lo mismo que ha perdido la capacidad de comprensión de todo lo que no sea abrir la puerta.
—No, si a mí no me incomoda —dije perversamente.
—¡Pues a mí sí! Lo cual demuestra muy poca caridad por mi parte. Pero usted, inspectora, debe darse cuenta de que no saber nada de lo que se propone buscar en la comunidad de mis monjas está alterándome los nervios.
Sonreí, claudiqué, se lo había ganado.
—Juanito Lledó está en busca y captura. Cuando una de nuestras policías fue a darle el alto la atacó. Creemos que puede estar implicado en el caso. Quizá él mató a Eulalia Hermosilla, que declaró haber visto a dos hombres persiguiéndola.
—¿Dos hombres?
—El segundo puede ser Miguel, el hermano de Juanito.
Bebía mis palabras como si fueran agua fresca para su sed de saber más, intentaba colocar cada cosa en un lugar del entramado que le permitiera comprender, y era rápida, precisa.
—¿Cómo supo usted eso?
—La mendiga, dentro de su confusión, dijo varias veces temer al paraíso. Al principio interpretamos esa locución como simple miedo a morir, pero después vi el cartel de El Paraíso en la furgoneta, e hice una rápida deducción. Nos acercamos y el chico que conducía tuvo la reacción de huir. Finalmente agredió a una de mis policías, que intentaba impedirlo.
—¿Y cómo está la chica?
—Está bien.
Los ojos de la superiora enrojecieron debido a la concentración a la que estaba sometida. Entonces no lo dudó un instante, llegó a sus conclusiones.
—Ustedes creen que ese chico tiene algo que ver en el caso, pero ¿no puede ser casualidad?
—¿Qué tipo de casualidad?
—Ha cometido algún delito que nada tiene que ver con la muerte del padre Cristóbal, pero ustedes le dan el alto, se asusta y...
—No, madre, no, la experiencia nos ha demostrado que las casualidades se prodigan poco en el entorno de un crimen. Ese chico tiene algo que ver en el caso. Tenemos sus huellas marcadas en unos guantes de látex que se utilizaron en la muerte de la mendiga. En la furgoneta hay fibras del cuerpo del beato. ¿Quiere más casualidades? Lo malo es que tampoco debe ser casual que se tratara del repartidor de verduras del convento. Lo cual nos lleva a concluir que quizá los motivos por los que mató tienen algo que ver con esta comunidad.
—¿Quiere decir con mis monjas?
—No lo descarto. Por eso quiero hablar con todas las que tuvieron algún contacto con él.
—Pero ¿no se da cuenta de que eso carece de todo sentido? ¡Es absurdo, inspectora, absurdo! Déme una sola hipótesis de lo que hubiera podido pasar, una sola.
—No la tengo.
—¿Entonces?
—Investigar sirve para crear hipótesis, raramente se hace al revés. Claro que a lo mejor usted no quiere que me interne en el mundo de sus monjas.
—Tonterías, inspectora, tonterías. Puede hacer lo que considere necesario, yo la ayudaré. Y por cierto, ¿qué pasará con todo el duro trabajo de la hermana Domitila y el hermano Magí? ¿Lo han dejado de lado como posibilidad?
—Les hemos dicho que interrumpan las pesquisas, pero lo que han averiguado hasta ahora sigue pendiente de consideración.
—¡Con toda la publicidad negativa que han creado en torno a don Heribert, nuestro benefactor! ¿y ahora...?
—¿Quiere dejar de presionarme? ¡Es usted mucho peor que mi comisario!
Se quedó un tanto perpleja, se sonrojó.
—Perdone, pero no consigo entender nada de todo este galimatías.
—¡Tampoco yo! De entenderlo el culpable estaría ya frente al juez. La pregunta es: ¿piensa ayudarme o no?
—¡Por supuesto que pienso ayudarla, se lo he dicho diez veces! Hable usted con todas las monjas si lo desea, sométalas a interrogatorios extenuantes, ¡a torturas! Haga lo que le parezca, tiene mi consentimiento sin dudar. Pero le advierto de que va a perder más tiempo del que ha perdido hasta el momento. Buscar culpabilidad entre las hermanas es como buscar agua en el centro del desierto, se lo aseguro.
La miré, ya sin ánimos de contestar. De momento, la única extenuada era yo. Si pensaba ayudarme con aquel estilo entre peleón y teatral, prefería mil veces tenerla en contra. Aun así, templé mi paciencia y respondí:
—¿Será tan amable de disponer que vengan las hermanas que trabajan en la cocina, por favor?
Asintió y se fue. Quizá aquel caso quedara sin resolver, pero todo indicaba que, gracias a la paciencia que invertía en él, allí se iniciaría mi proceso de beatificación. Tomé aire, respiré profundamente, me levanté y di unos paseítos por la sala de visitas. Para colmo, no podía fumar un cigarrillo ni tomar una copa a fin de rebajar tensiones. Y qué haría a continuación, ¿pedirle a la superiora que estuviera presente en todos los interrogatorios? Me sentía poco proclive a ello, pero si no lo hacía, podía encontrarme con el laconismo exacerbado de las monjas presidiendo cualquier contestación. Adelante pues; si bien la advertiría de que ningún comentario que interrumpiera el diálogo sería bienvenido.
No recordaba los rostros de la cocinera y su pinche. De hecho, el día que interrogamos a todas las monjas en unión, me parecieron básicamente iguales entre sí. Las saludé y respondieron con una sonrisa. Debía reconocer que la presencia de la superiora resultaba positiva, porque las dos testigos estaban bastante relajadas. Una era de cierta edad, fuerte e incluso rechoncha, imaginé que se trataba sin duda de la cocinera. La otra no debía tener muchas luces, porque me dio la impresión de que le costaba comprender cuál era la situación ya que su sonrisa se eternizaba bobamente en su rostro.
—¿Ustedes veían con frecuencia a Juanito?
La cocinera miraba a la superiora en búsqueda de permiso. Una inclinación de cabeza se lo concedió.
—Siempre venía él a traer los pedidos, desde hace tres años o más.
—¿Qué carácter tiene ese chico?
—Bueno, un chico formal y poco hablador.
—¿Cómo llegó a ser su abastecedor, alguien lo recomendó?
—Antes venía un señor que se llamaba José, pero cuando se jubiló nos aconsejó Frutas El Paraíso. Dijo que eran serios y tenían buenos precios. La madre superiora lo autorizó y así empezamos.