Read El silencio de los claustros Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¿Cómo?
—Lo que sabía la gente es que Rogelio Hermosilla tenía una hermana que era
homeless
y vivía de la caridad del Estado.
—Pero siempre que ella había venido por aquí para pedirle ayuda, él la había enviado a hacer gárgaras, como decíamos en nuestros tiempos.
Ambas querían hablar, pero pronto comprobé que configuraban un armónico dúo acostumbrado a compartir conversación y cederse el uso de palabra.
—La verdad es que Rogelio no es mal hombre, pero está casado con una que es una víbora y no tiene sentimientos.
—Unos días antes de que la encontraran muerta, Eulalia fue a pedirle al hermano que le diera cobijo y él la largó de malos modos.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Lo sabe todo el mundo porque pasó en el bar Bigotes, en plena terraza y al mediodía.
—Pero la gente no quiere decirle cosas a la policía para evitarse complicaciones.
—Nosotras, no. Nosotras pensamos que hay que colaborar como buenas ciudadanas.
—¿Y por qué no se lo dijeron a nuestros compañeros que vinieron por aquí?
—Sus compañeros sólo nos preguntaron si la habíamos visto. Además, entonces esa desgraciada aún no había aparecido muerta.
Mejor no profundizar en lo de la buena ciudadanía, pensé. En cualquier caso, teníamos un dato nuevo, y mi mirada triunfante a Garzón constituyó la única celebración de que mi estrategia de revisar aquellos testigos hubiera dado frutos. A toda velocidad y sin dirigirnos apenas la palabra, buscamos el número 18 con el corazón repleto de esperanza.
Primero dimos con el bar que las buenas ciudadanas habían mencionado. Por supuesto, el Bigotes contaba con todos los requisitos del auténtico establecimiento cutre de barriada: olor a aceite refrito en el ambiente y tonillo musical de máquina recreativa pugnando por hacerse oír frente a un horrísono televisor. Todo ello enaltecido por unos cuantos jamones amarillentos colgando sobre la barra.
El dueño escuchó nuestras preguntas en silencio religioso. Cuando hubo digerido toda la información que contenían, suspiró con tristeza.
—Sí, aquí pasó algo como lo que dicen ustedes y más o menos en esas fechas, pero... eran cosas de familia en las que yo no puedo entrar. La familia es sagrada.
—La familia es sagrada, pero nosotros estamos investigando un asesinato.
—Yo, si hubiera visto cualquier follón que no fuera de familia... pero asuntos privados...
Garzón, consciente de que no le sacaríamos de ahí, dijo por fin:
—Podemos averiguar ese dato en cuanto queramos, pero si usted nos confirma que esas personas viven en el número 18, nos ahorrará tiempo y mal humor.
—Eso sí que puedo hacerlo.
Subimos hasta el piso de los Hermosilla en animada conversación.
—¿Usted se da cuenta de cómo es este país, Fermín? Aquí todo es sagrado y pasa por delante de la ley: el buen nombre y el honor, el orden interno de un convento, la familia... ¿Qué concepto tenemos los españoles sobre la policía? ¿Qué es lo que cree la gente, que nuestras investigaciones se llevan a cabo sólo por joder al personal? Tal parece que fuéramos un adorno, un lujo superfluo.
—Ya se sabe, inspectora, que aquí nadie piensa que sirvamos realmente para nada. Hace ya unos cuantos años me dijo un vecino: «Y los objetos robados o drogas incautados en alguna acción que enseñan ustedes por la tele, ¿son de verdad o es más bien para demostrar que se ha hecho algo?». ¡Claro, imagínese el cabreo que me pesqué!
Absorbidos por el fragor dialéctico, casi nos sorprendió ver que una chica joven nos abría la puerta. Tanto ella como nosotros quedamos observándonos mutuamente y luego, sin habernos dirigido la palabra, ella prorrumpió en un estentóreo: «Mamaaaaaa» y desapareció. Al cabo de un instante una mujeruca de pelo crespo y bata sucia nos miraba con inquina.
—¿Qué quieren? —nos espetó de manera brutal.
—Hablar con el hermano de Eulalia Hermosilla. Somos policías —contesté intentando ser desagradable yo también.
—¡Vaya por Dios, la que me faltaba! Pues mi marido no está.
—¿Dónde podemos encontrarle?
—Está trabajando.
—¿Puede darnos la dirección de su lugar de trabajo?
—No, eso no puedo. En el trabajo no se les puede molestar, el trabajo es sagrado.
—En ese caso le esperaremos en el bar de abajo. Cuando llegue que venga a vernos o tendrá verdaderos problemas. ¿Puede darle ese recado?
—Oiga, mi marido no ha hecho nada. Nosotros somos trabajadores y...
—Dele ese recado o también tendrá problemas usted.
Sin tiempo para que reaccionara, enfilamos las escaleras en un descenso veloz. En el portal el subinspector dudó de mi sistema.
—¿De verdad le parece prudente esperarlo?
—Antes de una hora estará aquí. De acuerdo en que cualquier cosa es más importante que la policía, pero aún podemos meter un poco de miedo cuando la conciencia no está tranquila.
—¿Y usted cree que esta gente tan bruta tiene sentido de culpa?
—No haga tantas preguntas. Le invito a un whisky, ¿qué más puede pedir?
—Un bocadillito, si es que no le parece mal.
El bar Bigotes había invadido la acera con unas cuantas mesas de plástico rojo a modo de terraza. Nos sentamos allí. Al pedir nuestro whisky el dueño tuvo la desfachatez de preguntar:
—¿No lo han encontrado en casa?
—La policía no hace comentarios sobre asuntos de servicio. Los asuntos del servicio son sagrados —me di el gustazo de responder.
Garzón pidió un bocadillo de tortilla y nos dispusimos a ver el tiempo transcurrir; pero no habían pasado ni cinco minutos cuando la chica que nos había abierto la puerta de los Hermosilla se sentó a nuestra mesa sin saludar.
—Yo vi lo que pasó —nos soltó a bocajarro.
—De acuerdo, pues cuéntalo. ¿Sabe tu madre que has venido?
—Mi madre es una borde. Por mí se puede morir. Mi padre no es tan mal tío; pero da igual, los dos son unos cabrones.
Al menos estábamos frente a alguien para quien la familia no era sagrada, y estaba dispuesta a hablar.
—Vino mi tía Eulalia, que estaba loca pero era muy buena mujer. Le pidió a mi padre en este mismo bar donde estamos ahora que la dejara pasar unos días en casa, y mi padre le dijo que ni hablar, como siempre. No querían saber nada de ella porque vivía tirada en la calle. Entonces ella insistió: que dos hombres la perseguían, que la querían matar porque vio algo que no tenía que ver... Mi padre llegó un punto en que empezó a creerse lo que decía porque parecía que estaba en sus cabales ese día, más que otras veces. Pero la puta de mi madre dijo que antes metería ratas de cloaca en su casa que alojar a mi tía; ya ven cómo es.
—¿Qué más sucedió?
—Nada, se quedó por el barrio dos o tres días. Yo iba viendo dónde se metía. Un día en un cajero automático, otro en un portal... Le llevaba comida para que no se muriera como un perro. Se ve que esperaba que mis padres cambiaran de opinión, pero no. Un día ya dejé de verla.
—¿Te contó algo más?
—Nada, seguía con la historia de que la querían matar. ¡Me daba una lástima!, porque estaba muerta de miedo de verdad. Todo el rato repetía que no quería ir al Paraíso, que al Paraíso, no. Y ahora ya ve. Cuando nos enteramos por la tele de que había aparecido asesinada mi padre lloró mucho. Pero para lo que eso le sirve a mi tía...
—No reclamaron su cadáver.
—No. Mi madre decía que les harían pagar el entierro, la muy zorra. Y tampoco querían que les complicaran la vida los de la policía. No hicieron nada por ella.
Bajó la vista fiera que había mantenido durante todo su relato fija en nosotros. Añadió en un tono más bajo:
—Yo tampoco hice nada por ella. Ni vosotros.
—No supimos salvarla, es verdad —dije compungida y sinceramente.
—Nadie hace nada por nadie, ¿sabes?, siempre es así. Todo te lo tienes que currar tú y por eso si te piras de la cabeza y te da por beber estás jodido. Y mi pobre tía Eulalia se jodió. ¿Vais a encontrar a los que se la han cargado?
Garzón, que quizá por respeto al trágico testimonio había dejado de comer su bocadillo, tomó la voz cantante.
—Puedes dar por seguro que sí, chica. Encontraremos a esos hombres.
—Ahora va a venir mi padre. Ella lo ha llamado por teléfono en cuanto habéis salido de casa.
Me puse en pie, le hice una señal con la cabeza a mi compañero.
—Pues ya no estaremos aquí. Lo llamará el juez para que declare.
—Se preocupará.
—¿A ti te importa?
Se encogió de hombros, como poniéndose en sintonía con la indiferencia del mundo. Advertí que seguía mirándonos mientras nos alejábamos. ¿Qué pensaría de nosotros? Nada, probablemente, dos piedras más en su existencia de dureza. El subinspector iba protestando porque no le había dado tiempo a acabar su tentempié. No le respondí, un cansancio que englobaba todos los tejidos, todas las células se había extendido por mi cuerpo. Necesitaba dormir, o por lo menos desconectar un rato de aquel universo de asperezas.
Al poco de entrar en el recibidor de mi casa oí con nitidez a Marina hablando animadamente con alguien. Me pareció que había aterrizado en un mundo idílico y feliz, lejano en años luz a aquel que acababa de abandonar. ¿Dónde se asentaba en realidad mi vida, en el acento vulgar y el tono resentido de aquella joven que llamaba a su madre «puta», o en la voz nueva y limpia de una niña equilibrada y encantadora? No lo sabía, en aquel momento ambas posibilidades me parecieron distantes como islas de la Polinesia, lejanas a mí, imposibles de conciliar con mi «yo». ¿Cuál era mi lugar: mi trabajo, mi casa? ¿Era una policía que investigaba la muerte de dos seres humanos o una especie de embaucadora que mantenía a un psiquiatra haciendo comunicados falsos a la prensa mientras corría tras la pata incorrupta de una momia? ¿Era una esposa según las reglas comunes o me había casado por capricho con un hombre al que no veía jamás? No era una madre, pero ¿era al menos una madrastra aceptable a quien sus hijastros apreciaban, o me toleraban nada más? Una crisis de identidad mayor que la del Doctor Jekyll cinco minutos después de haber ingerido su primera pócima se instaló en mi conciencia como un trozo de plomo. Me quedé en la oscuridad del
hall
, simplemente oyendo la cantinela alegre de Marina, que me resultaba relajante como un riachuelo montañés. ¿Con quién hablaría, con su padre? Era pronto para que hubiera llegado. Abrí la puerta del salón y me quedé de piedra contemplando una escena singular. Marina le hablaba a un hombre tumbado sobre la alfombra, despatarrado, con los brazos en cruz y aparentemente inerte. Ni siquiera solté una exclamación, limitándome a intentar comprender algo. Entonces el hombre se levantó: era muy alto, de miembros largos y desgarbados, nariz aguileña y negro pelo lacio. Sonrió y ante mi total incredulidad dijo:
—Estábamos jugando a momias.
Marina, al ver que mi cara no evolucionaba hacia ninguna expresión de mínima inteligencia, me informó escandalizada.
—¡Pero Petra, es Federico! ¿No te dijo papá que iba a venir?
Sólo había visto a Federico el día de nuestra boda y ya hacía un año de eso. Hice un gesto de desolación.
—¡Pues claro que me lo ha dicho! Lo siento, Federico, pero ahí tirado en el suelo...
—No te preocupes, Petra. Es normal que te haya pasado, yo iba para actor y, claro, como estaba representando a una momia...
Me dio dos sonoros besos en las mejillas con un estilo desenfadado y jovial. Entonces reconocí sus ojos vivos, el pelo brillante, la media sonrisa que no abandonaba jamás. Era larguirucho y desgalichado, pero sin duda resultaría muy
sexy
a las chicas de su edad. Recordé sobre todo su tono divertido, sus continuas ganas de bromear. Miró a su hermana y la conminó.
—Pero bueno, ¿y tú qué haces aquí? Llega nuestra madrastra después de haber estado trabajando en un complicado caso policial y ni siquiera le traes las zapatillas ni le sirves un whisky. Esperaba más de ti, Marina; como hijastra dejas mucho que desear.
—Me bastará con un whisky, no te preocupes. Y además puedo servírmelo yo. ¿Quieres tomar tú algo?
—No, la asistenta nos ha dado de merendar a Marina y a mí.
—A Federico le ha hecho una tortilla de jamón —dijo la niña.
—Y yo me la he zampado llorando de felicidad. Tú sabes cómo se come en Londres, ¿verdad, Petra? Da igual que te cocinen cualquier especialidad:
pudding
, empanada de carne,
porridge
... todo sabe a rayos.
—Jacinta también le ha puesto pan con tomate.
—¡Ah, el pan con tomate es un gran invento catalán; incluso mejor que la pólvora de los chinos!
Marina se reía como una loca con las ocurrencias de su hermano mayor. Nunca la había visto regocijarse de un modo tan abierto, parecía adorarlo. Cuando los tres nos acomodamos, yo provista con mi whisky, se sentó entre sus piernas y puso la barbilla sobre una de sus huesudas rodillas.
—Tienes que contárnoslo todo, Federico —lo incité a hablar para ver si lograba ponerme en forma mientras tanto—. ¿Has estado con tu padre hoy?
—Hemos comido juntos. Como ves, parece que haya venido a Barcelona sólo para comer y en cierto modo...
—¿Qué tal en Londres, cómo van tus estudios?
—No me puedo quejar. Aprendo cosas y voy aprobando. No soy el orgullo de la familia, pero tampoco la vergüenza.
Debía parecerse físicamente a su madre, porque desde luego no me recordaba en absoluto a Marcos. Sentí una enorme curiosidad hacia él, al tiempo que me daba cuenta de hasta qué punto resultaba difícil encontrar un punto común desde el que entenderse. Ya no era un niño.
—¿Qué tal el caso de la momia?
—¡Bueno, eso es ir directo al grano! Veo que ya te han informado de mis cometidos profesionales.
—¡Pero qué dices, Petra!, no ha hecho falta venir para enterarme. Los periódicos ingleses van publicando novedades sobre el caso.
—¡No lo dices en serio!
—¡Sí!; le llaman así, el caso de la momia. ¿Cómo no quieres que estén encantados? Por lo que cuentan es de lo más
typical Spanish
: fanáticos religiosos, santos incorruptos, tumbas profanadas... un filón.
Debía de haberlo pensado. A las ruedas de prensa acuden agencias de noticias que cuentan con clientes internacionales. Era evidente que aquello se nos había escapado de las manos. Pero lo que más me fastidiaba no era el alimento que el caso proporcionaba a la leyenda negra de nuestro país, sino que la fama le llegara a la policía española justo en un caso que éramos incapaces de resolver.