El silencio de los claustros (17 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: El silencio de los claustros
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—Me parece que ya te dije que la madre de los chicos es una histérica.

—Sí, creo recordar algo.

—Mi amiga Alba, que también va a mi clase, dice que todas las madres son unas histéricas.

—Seguro que exagera.

—Puede que sí, pero lo malo es que...

—¿Qué?

—Pues que mi madre ha dicho que también va a llamarte.

—¿Le contaste la visita con el subinspector?

—No, pero se lo dijo por teléfono la madre de Hugo y Teo; sólo por fastidiar.

Maldije mil veces a Garzón en mi mente: ¡maldito fuera aquel loco inconsciente y malditas sus experiencias pedagógicas! Luego me levanté y fui a servirme otro whisky.

Coronas nos concedió tres días más como prolongación del operativo de búsqueda; aunque hasta yo misma, que había confiado siempre en esa vía, empezaba a dudar seriamente de su utilidad. La única persona capaz de decirnos algo sobre el caso había desaparecido del mapa en los alrededores de la calle Escornalbou. Los hombres estaban investigando casa a casa, preguntando vecino a vecino sin que nadie pudiera dar cuenta de la mendiga. Aparté a Sonia del grupo y la puse a visitar psiquiátricos. Estábamos tan empantanados en la nada que incluso la estrafalaria opción del psicópata religioso empezó a contar como una posibilidad real. El subinspector y yo hicimos una sesión de trabajo en la que todas las iniciativas en marcha ocuparon un lugar en la pizarra. Resultó decepcionante comprobar que sólo dos caminos estaban abiertos y ninguno de los dos iba más allá de lo circunstancial.

—Puestos a quedarnos en lo periférico deberíamos entrar a investigar el contenido de la nota del asesino —sugirió mi compañero.

—Usted sabe que me he negado reiteradamente a meterme en ese juego. En primer lugar, porque no creo en juegos propuestos por asesinos, eso pertenece más bien a la ficción.

—No estoy de acuerdo. ¿Qué me dice del asesino de la baraja, lo recuerda? Era aquel tipo que iba dejando un naipe distinto junto a cada víctima de sus crímenes. Ése es un caso que sucedió hace bien poco en Madrid. Las estadísticas nos dicen que cada vez hay más asesinatos gratuitos, sin un móvil real. Y los asesinos, que no suelen ser superdotados, cada vez consumen más ficción barata; de manera que muy bien pueden dedicarse a copiar los modelos.

—Bien, admitámoslo; pero incluso aceptando eso, el cartelito gótico habla de encontrar a la momia, ¿no?, ya que fue colocado en su lugar.

—Es una interpretación, también puede referirse al asesino o quizá la momia del beato nos llevaría al asesino.

—Me resisto a ir por ese camino.

—Porque es usted excesivamente racional, inspectora. Sin embargo, la gente está cada vez más loca.

—Puede ser, pero hasta donde me enseñaron en la academia hay que buscar el motivo que ha conducido al asesino a matar.

—Ya, y éste suele encontrarse en el amor, el sexo, la venganza, el dinero o el poder. Pero a lo mejor esas teorías ya están obsoletas. Hoy en día también se mata en busca de fama, notoriedad social...

Suspiré con resignación, rebusqué entre las pruebas la fotocopia del cartel gótico. Leí en tono aburrido:

—Buscadme donde ya no puedo estar.

Garzón repitió la frase, pronunciándola con un aire totalmente diferente, lleno de matices prometedores de interés y de enigmas. Un nuevo suspiro por mi parte, esta vez cargado de paciencia.

—¿Y dónde no puede estar la maldita momia?

—Primera posibilidad: en el convento. No puede estar allí porque, teóricamente, de allí se la han llevado.

Me levanté de un salto y me apoderé de un lápiz para estrujarlo y calmar mis nervios.

—¡Basta, basta, Fermín!, ¡ni un acertijo más! Si vamos a entrar en el terreno de las interpretaciones, necesitamos un aval histórico.

—¿Llamo a las corazonianas o al hermano Magí?

—Pregunte a la madre superiora si deja salir a la hermana Domitila. Estoy hasta las narices de visitar ese convento.

Fue a llamar desde su despacho porque tenía el número allí. Regresó al cabo de un instante.

—Dice que vale, pero que la acompañará alguien más.

Dos horas más tarde la hermana Domitila, que había escogido como carabina a la joven hermana Pilar, entraba en comisaría con cara de estar horrorizada. No habíamos contado con el impacto que nuestro lugar de trabajo pudiera causar en aquella mujer, acostumbrada a no salir jamás de entre sus cuatro paredes. Lo más curioso era que la novicia, de quien sabíamos que sí transitaba por el mundo yendo cada día a la universidad, estaba casi más aterrorizada todavía. Sus ojos profundos se fijaban en todos los detalles de mi despacho como si el demonio estuviera presente en cada archivador. Al menos la hermana Domitila hizo algún esfuerzo por disimular.

No sabía cómo minimizar aquella reacción, así que intenté convertirme en una anfitriona perfecta y les ofrecí una taza de café, que rechazaron con gesto escandalizado.

—Hermanas, están ustedes en un lugar seguro, no hay nada que temer —tuve que decir cuando sus reticencias me parecieron exageradas—. Las he hecho venir aquí únicamente para nuestra comodidad, pero si les resulta violento podemos ir al bar que hay enfrente.

—No, aún sería peor —dijo en un arranque sincero la hermana Domitila—. Perdónenos, inspectora, pero no estamos habituadas a abandonar el convento.

—Usted sí lo está, tiene sus clases, ¿no? —le dije a Pilar. Me contestó su mentora:

—Una comisaría es impresionante para cualquiera.

—Está bien. Les prometo que no las haré volver; pero de momento, ya que estamos aquí... En realidad sólo queremos que nos ayuden a descifrar el posible sentido oculto de la nota que se halló en el lugar de donde fue sustraído el beato.

—Y nosotras, ¿qué podemos saber?

—Historia, hermana Domitila, eso es lo que saben. Y desde ese punto de vista quiero que fuerce un poco su imaginación y me diga qué puede significar esa leyenda.

Tomó aire, se apretó los nudillos...

—No crean que no he estado haciendo mis cábalas sobre eso, la verdad, pero es una frase tan corta...

—Lo sé, pero sean cuales sean sus cábalas, compártalas con nosotros, por favor.

—Bueno, he pensado que... quiero decir la única solución que se me ocurre es que el beato se encuentre en otro convento de Barcelona o su provincia.

—¿Por qué?

—Se trata de la práctica de los enterramientos en las iglesias y conventos, aunque si les interesa que les hable del tema en profundidad todos los datos históricos los tengo en la biblioteca, como es natural.

—Está bien, hermana, está bien. Yo misma las llevo en coche hasta allí y me cuenta usted su teoría.

Eximí a Garzón de su presencia en las corazonianas; sería mejor que se quedara en comisaría intentando hacer un informe que no pareciera demasiado surrealista, lo cual le iba a costar. Yo partí en mi coche con las dos monjas y la verdad es que me divertí atisbando las reacciones de Domitila frente al mundo exterior. Lo miraba todo con curiosidad y a veces mostraba su sorpresa y su regocijo ante cosas tan usuales como un perro tirado de la correa por su amo.

—Pero, hermana, ¿usted no sale nunca del convento?

—¡Por supuesto que sí! A veces nos llevan de excursión, y también vamos al médico si hay necesidad.

En el fondo la envidié. Todo constituía para ella una novedad, y se comportaba como una niña en Disneylandia. A mí también me hubiera gustado que la posibilidad de asombro habitara tan cerca de mí. Los monjes y las monjas gozan del privilegio de la inocencia, pensé, aunque lleguen a ella ateniéndose al principio de la prohibición.

Pasamos por todos las eternos ritos que conllevaba entrar en el convento y que yo había intentado infructuosamente evitar: la portera, el permiso, la espera en la salita de recepción... y, por supuesto cuando volvió la hermana Domitila (la ayudante había desaparecido), el recado del que estaba segura.

—La madre superiora me ha dicho que antes de marcharse pase por su despacho para tomar un refrigerio.

—Desde luego, con mucho gusto lo haré.

Luego nos encerramos en la biblioteca que estaba como siempre vacía y la monja empezó a sacar volúmenes que tenían puesta entre sus páginas alguna señal. Antes de que empezara a hablar inquirí:

—¿Tenía ya preparado el tema, hermana?

Bajó la vista al suelo y se ruborizó.

—Pues... usted dirá inspectora que soy una monja tonta que ando metiéndome donde no me llaman, pero como ya le dije antes... me ha movido la curiosidad. Estando sola me pregunté una y cien veces qué podía querer decir el cartel que apareció y sólo al final he encontrado una explicación que quizá pudiera ser correcta.

—Verá, hermana, todo lo contrario. Lo que me gustaría es que todo lo que se le pueda ocurrir relacionado con este crimen me lo comunique usted, todo.

—Pero yo no tengo ni la menor idea de lo que ustedes hacen en la policía.

—Da igual. Es más, si quiere puedo darle alguna información; pero es muy importante que usted nos haga partícipe de sus teorías porque estamos en una sequía total de pruebas. Me entiende, ¿verdad?

—Pues claro, y estoy encantada. Le prometo que todo lo que se me ocurra se lo comunicaré. Y ahora escuche, porque es interesante. Usted ya sabe que en la Edad Media se enterraba en las iglesias y conventos: a la nobleza, al clero destacado y hasta a los miembros de la realeza. Pero después, ya en el siglo XVII, cuando los comerciantes y artesanos ricos pasaron a tener gran relevancia en las ciudades, no sólo querían lucir sus riquezas en vida por medio de carruajes, hermosas casas y costosos ropajes, sino que se hizo imprescindible un uso suntuario de la muerte también. —Cambió de libro, lo abrió por la señal y, entusiasmada por su propio relato, continuó—. Los mercaderes dejaban en su testamento el número de misas que debían decirles a su muerte, que era más elevado cuanto más poder económico tenían. Y no sólo eso, también quedaba escrito cuántas personas debían acompañar su cuerpo en el sepelio. Si el fallecido pertenecía a una cofradía, debían acompañarle los cofrades y también algunos monjes y algunos niños huérfanos y algunos pobres de solemnidad, aparte de los parientes, por supuesto.

—¡Qué barbaridad! ¿Se sabe de cuánta gente estaba formado un cortejo normalito?

—Mire, le leeré algún pasaje: «Pedro de Villanueva solicitó ser acompañado por veinte clérigos de orden sacro y los señores curas, a quienes se pague limosna y se dé a cada uno una vela de cuatro onzas». Pero mercaderes muy ricos son capaces de pedir que vayan a su entierro todos los clérigos de la ciudad. Mire este caso: «Antonio Ferro, de origen portugués, dispuso para el entierro de su esposa la asistencia al velatorio de todos los religiosos de la ciudad, un funeral en el que sonara la música de la catedral y un acompañamiento por la calle de veinticuatro pobres con hachones encendidos». ¿Qué le parece? —preguntó extasiada.

—Brutal. No quiero ni imaginar los embotellamientos que eso causaría ahora.

Sin hacer caso de mi estúpido comentario, prosiguió, apasionada:

—Lo más curioso de todo es que todo este acompañamiento estaba basado en una tradición religiosa muy arraigada: como los cofrades, monjes, pobres y niños eran personas agradables a los ojos de Dios, se suponía que intercederían por el alma del finado frente al Altísimo. Ya ve usted hasta qué punto la religión auténtica estaba traspasada por un sesgo de superchería. Y a veces la Iglesia de la época contribuyó a esta mezcla, debemos reconocerlo. Por ejemplo, se creía que si eras amortajado con el hábito de una orden religiosa, eso te granjeaba el perdón de los pecados. Mire lo que dice aquí: «Los frailes de la orden franciscana lograron así multitud de dádivas y limosnas ya que todo el mundo quería pasar a la otra vida vestido con el hábito de dicha comunidad. Eso era debido a que se consideraba que se iba a la última morada demostrando la humildad del propio San Francisco, aunque también cabe destacar la gran cantidad de indulgencias que los papas habían concedido a ese hábito».

Me miró, excitada y sonriente. Le sonreí:

—No cabe duda de que la historia la apasiona, hermana.

Enrojeció visiblemente hasta la raíz del pelo que asomaba bajo su toca.

—Apasionar no es un verbo que una monja pueda utilizar; pero sí es verdad que he dado a la historia y a Dios mi vida entera. Ahí están las claves de los comportamientos humanos, ahí los ejemplos de los errores que no debemos repetir. Estoy muy orgullosa de nuestra biblioteca y me gustaría que las corazonianas fuera una orden que llegara a destacar en el estudio histórico. Y todo eso lo digo con la mayor humildad y deseo de servicio. La madre superiora lo sabe muy bien.

—La comprendo. Sin embargo, con respecto al caso...

—Espere, aún no he terminado. Déme tiempo, por favor.

Volvió a su actitud de exaltación máxima. Tomó un tercer volumen en sus manos, lo abrió por la marca y leyó una vez más.

—«La sepultura, para la Iglesia católica y para la sociedad en general, confería al difunto dignidad y rango, ratificando el estatus de una vida plena. El sepulcro se convierte así en el indicador del deseo de perpetuidad, de pervivencia de la identidad personal. La predilección por los enterramientos en iglesias y conventos indica la voluntad de sostener una estrecha conexión entre los vivos y los muertos, éstos reposan rodeados de la colectividad a la que pertenecían. Los pobres eran enterrados en cementerios, pero también participaban en la unión entre vivos y muertos ya que los cementerios están ubicados en el interior de la ciudad.»

Me miró triunfante, como si aquello nos acercara al meollo de una importante cuestión. Le devolví la mirada y, como me sentía incómoda con todo aquel tinglado histórico, realicé un nuevo comentario prescindible y vulgar:

—Personalmente, deseo ser incinerada.

No me hizo ni caso, sumergiéndose en las páginas de otro libraco. Parecía obvio que la preparación de la hipótesis criminal realizada por su cuenta le había llenado horas de estudio y dedicación.

—«La cercanía máxima a Dios podía ser comprada por los pudientes mediante un sepulcro en la iglesia, ya que ésta era la más tangible morada de la Divinidad. El lugar del enterramiento dependía una vez más de la situación económica del difunto. Durante el siglo XVIII la mayoría de las sepulturas se hacían en las iglesias, pero no toda la población podía permitirse semejante lujo. Los artesanos sederos pobres no tendrían más remedio que ser sepultados en el cementerio, pero los artesanos y comerciantes acaudalados podían elegir entre el cementerio (nunca lo hacían), la parroquia o algún convento. La inhumación en iglesia o convento era mucho más costosa. Solo en épocas de epidemias como en 1648 y de 1677 a 1678, y también en época de inundaciones catastróficas, como en 1651, el campo actuaría de fosa común realizándose extramuros los entierros colectivos.» Ahora fíjense en el dato final que les voy a brindar y que extraeremos de este otro texto:

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