El silencio de los claustros (37 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: El silencio de los claustros
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Atajé aquella verborrea que estaba empezando a parecerme intolerable.

—¿Vieron a alguien o alguien les ha comentado si fue testigo de algún movimiento especial?

—Nadie, inspectora. Nadie vio nada, fue lo primero que hicimos, preguntar a los del taller de motos que está ahí; aunque yo ya me imaginaba que no sabrían nada porque nosotros solemos ser los más madrugadores del barrio.

—¿Han visto a alguien o algo sospechoso en los últimos días? —les pregunté a ellos y a los religiosos.

—¿Sospechoso? Pues nada, aquí más o menos siempre viene la misma gente. No digo yo que no pase algún desconocido de vez en cuando, pero en general...

—Gracias, señores. Tendrán que ir a declarar.

Antes de que la señora me contara lo que opinaba sobre el cambio climático, me dirigí a los tres escolapios que estaban presentes.

—¿Saben si su convento fue quemado en 1909, durante la Semana Trágica?

Pusieron cara de haberse topado con una loca y ninguno supo contestar.

—¿Puedo hablar con su superior?

—No está, se encuentra de viaje en el Vaticano.

Era obvio que los eclesiásticos viajaban mucho por asuntos de trabajo. Preferí encontrar otras fuentes de información.

Pedí a los hombres que buscaran testigos en los portales de la calle y las calles adyacentes. Garzón estaba observando la bolsa que contenía el pie cercenado con cara de prevención.

—¡Joder, al pobre beato lo van a dejar hecho un cristo!

—Mande inmediatamente esa bolsa a los compañeros de la Científica, aunque me apuesto algo a que no hay ni una huella. Adivine qué otra apuesta quiero hacer.

—No es difícil.

—Pues vamos a comprobarla.

Nos dirigimos al ayuntamiento del barrio y reclamamos la presencia del concejal de urbanismo. Era bastante complicado justificar por qué motivo queríamos saber qué edificio se erigía en 1909 en el lugar donde ahora estaban los escolapios; de modo que nos limitamos a decir que éramos policías y necesitábamos el dato para una investigación. Naturalmente el pobre concejal se quedó patidifuso, pero por fortuna se trataba de un chico joven que no parecía encontrarle ninguna gracia especial a poner dificultades. Se tragó la curiosidad, si es que la sentía, y respondió con toda amabilidad:

—Podemos mirar en el archivo informático; pero si confían en mí, conozco un sistema mucho más rápido y fiable.

—Adelante —dijo Garzón.

Entonces aquel chico consciente de sus deberes se levantó de la mesa de despacho y dijo con aire de misterio:

—Acompáñenme.

Creí que iba a echarnos sin contemplaciones, porque emprendimos el camino de la salida; pero antes de enfilar la puerta, nos metió en un pequeño garito de vigilancia en el que un conserje tenía la oreja pegada a un transistor.

—¿Cómo vamos, Demetrio? —le saludó.

—Pues ya ve —respondió serenamente aquel hombre que frisaba los setenta.

—Mire, es que estos señores querían saber qué había antiguamente donde ahora están los escolapios de la Ronda de Sant Pau.

—¿El edificio de los escolapios?

Garzón y yo asentimos, fascinados por toda aquella maniobra. Sin dudarlo un instante, el hombre consideró que era una ocasión lo suficientemente importante como para apagar la radio y, tras hacerlo, sentenció con la seguridad de un catedrático emérito:

—¡Ah, sí, hombre, ahí estaba el antiguo convento de Sant Antoni, que se quemó o mejor dicho lo quemaron durante la Semana Trágica! Estuvo un tiempo deshabitado y luego lo compraron los escolapios para su congregación. Creo que la iglesia sigue bastante igual a como era, pero el coro se perdió.

Salimos de allí convencidos de que los ordenadores no eran sino un recurso paliativo de haber perdido la sabiduría tradicional, que se conserva en la gente. Garzón parecía muy contento, como un cocinero al que le estuviera saliendo bien una receta complicada.

—Bueno, esto va que chuta. ¿Qué más pruebas necesitamos para saber que estamos en la onda correcta? Yo creo, humildemente, inspectora, ya conoce usted mi proverbial humildad, que deberíamos acudir en refuerzo de nuestras dos jóvenes agentes, y ponernos a buscar Caldañas como quien busca caracoles tras una tormenta estival. La teoría de la Semana Trágica funciona.

—Habrá que esperar a que la Científica analice la segunda pata, ¿no le parece?

—Yo no esperaría demasiado. Usted sabe que esa pata estará más limpia que la de un minero el sábado por la noche. El tipo que cortó la primera ya tiene experiencia y
savoir faire
. ¿O cree que va a cometer un fallo a estas alturas cuando no lo ha cometido antes?

Una especie de extraña desesperación interior me obligaba a hacer sonar los huesos de mis nudillos, cosa que no suelo hacer jamás.

—O sea, que el asesino se está autoinculpando de un modo cada vez más flagrante. Prácticamente nos está llamando imbéciles por no haberlo localizado ya.

Garzón se quedó un tanto perplejo.

—En fin, inspectora; con los datos que nos ha dado el psiquiatra es fácil deducir que ese tío está esperando que lo cacemos para ver culminada y publicitada su hazaña. No nos enfrentamos a una persona normal. Le aseguro que la gente normal no anda robando beatos por ahí, y mucho menos cortándoles las peanas después.

—Vámonos a un bar.

—¿A cuál?

—A cualquier puto sitio. Necesito tomar una copa.

—¿Está impresionada por la pata del santo?

—Sólo necesito pensar.

Vino conmigo, pero no me costó darme cuenta de que no aprobaba en absoluto mi frialdad ante los descubrimientos. Peor para él, yo no me veía con ánimos de ir completando las adivinanzas del asesino juguetón sin oponer al menos un poco de resistencia mental. Siempre he detestado que me señalen el camino, mucho más si es un oponente declarado quien lo hace. Pero no era sólo esa rebeldía la que me llevaba a recelar de la opción en la que estábamos profundizando más y más. Había en mí una incomodidad manifiesta, una desazón que no conseguía quitarme de encima. ¿Tenía todo aquello algún sentido? Las complicadas deducciones que, gracias a nuestra asesoría histórica, habíamos podido realizar, ¿nos llevaban a un puerto lógico, inteligible, cabal? El caso había tenido una característica clave: perseguíamos una sombra que iba dejando tras de sí un rastro de absurdo. Y eso me llevaba a preguntarme una y otra vez: ¿quién en nuestro mundo práctico, materialista, lleno de intereses y prisas, es capaz de elaborar un absurdo enorme, barroco, fantasmal? Aquel zapato no me calzaba bien, por más que intentaba forzar el pie en su interior. De repente advertí que el subinspector, sentado en un taburete enfrente de mí y con un vaso de cerveza en la mano, me miraba con mala cara.

—No me perdonaría interrumpir sus fascinantes pensamientos, pero sólo quería recordarle que brindar de vez en cuando es un signo de civilización.

—¡Perdóneme, Fermín, no tengo remedio! Me había distraído.

—Me lo pareció.

—Tengo una curiosidad —se me ocurrió decir para no comunicarle mis dudas, que generarían un debate estéril sobre el caso—. ¿Usted le cuenta a Beatriz algunos pormenores del caso?

—Hombre, Petra, pormenores lo que se dice pormenores... pues la verdad es que sí. Iba a decirle una mentira, pero no creo que sea necesario. Al principio le pasaba muy escasos datos a mi costilla; pero desde que nos metimos en este asunto de la momia, ella me ha ido preguntando con tanta sutileza y tanto disimulo que, al final... he de reconocer que le he contado lo más gordo. Pero confío por completo en su discreción.

—Debería pegarle una bronca, pero la verdad es que no me encuentro con ánimos.

—Y usted, ¿le cuenta algo al arquitecto?

—¡Pero si casi no nos vemos!

—Es lo que tiene el trabajo; ya se sabe.

—Sí, de acuerdo, se sabe, pero yo tenía la ilusión de que el matrimonio me ayudaría a cambiar ciertas cosas, como por ejemplo el orden de las prioridades vitales, aunque no ha sido así.

—¿Y usted por qué siempre quiere cambiarlo todo?

—La vida es cambio continuo, Fermín, y ese cambio, si lo hiciéramos bien, debería consistir siempre en un perfeccionamiento.

Me miró con curiosidad y un punto de ironía.

—De acuerdo en que no trabajar sería un cambio cojonudo, pero ya me dirá cómo se hace eso.

—No me refiero a dejar de trabajar por completo, sino a implantar en los días cotidianos cierta armonía entre todas las cosas que uno debe hacer.

—Quizá Marcos y Beatriz pudieran permitirse ese lujo, pero lo que es usted y yo... nosotros somos policías, inspectora, y un policía metido en un caso se convierte en una especie de perro entrenado que sólo tiene en la mente la orden que le han dado.

—¡Joder!, supongo que utiliza esa imagen para reconfortarme, ¿no?

—No, es para que no se me agilipolle usted, que últimamente está un poco fuera de tono. Déjese de chorradas, Petra, usted es policía hasta la médula de los huesos, igualito que yo. No la veo regresando pronto a casa porque su marido la espera, ni cogiendo florecillas del jardín para poner un bonito ramo sobre la mesa.

—¿Por qué razón no me ve en ese papel?

—Hay muchas razones. Primera: aunque le fastidie reconocerlo, usted posee un gran sentido del deber. Segunda: le gusta investigar. Cuando nos ocupamos de un caso complicado como éste, su mente se pone al rojo vivo y no deja ni un segundo de darle vueltas al tema. Y tercera: a su marido le gusta que sea así: reconcentrada y metida hasta los ojos en la búsqueda. Si tuviera una vida más armoniosa y dejara más espacio para la rutina familiar, el arquitecto se aburriría como una ostra con usted.

—Creo que es mejor que nos marchemos, si sigue dándome ese tipo de argumentos para que me anime, no descarto suicidarme a lo bonzo en cuanto encuentre la ocasión.

Se reía como un sátiro que hubiera logrado escandalizar a todo un colegio de niñas. Quizá ponía sus propias experiencias en la piel de mi marido y quien se hubiera aburrido con una Petra más equilibrada hubiera sido él. De cualquier modo, a pesar del poco consuelo real que encontraba hablando de aquel tema con mi compañero, nadie podía negar que su ejemplo me aportaba cosas positivas. La más importante: su capacidad de englobar todos los acontecimientos de la existencia en el plano de la normalidad. Puede que careciera de explicaciones para los hechos igual que me sucedía a mí, pero rápidamente les daba cabida en el mundo real, y si el mundo es como es, ¿por qué entrar en un conflicto interior que te lleve a cuestionártelo todo? ¡Ah, Fermín Garzón!, en hombres como él mora la esencia de la felicidad.

Marcos tampoco era manco en cuestión de filosofías posibilistas. Aquella noche estaba en casa zampándose un yogurt y, en cuanto me vio, me saludó como si fuera una vieja amiga a quien le encantara volver a saludar.

—¡Qué alegría, Petra, creí que llegarías más tarde!

—Sí, y si pensamos en que hubiera podido no regresar, mucha más alegría aún.

Me dio un beso en la boca apretándome las mejillas con su mano. Intenté liberarme, le di un pequeño sopapo.

—¡Déjame! ¿Estás loco?

—¡Estoy feliz! ¡Por fin se han firmado todas las modificaciones en el proyecto del hotel!

—¡Fantástico, qué bien!

—Bueno, eso sólo significa que ya podemos pasar a la fase de construcción; pero después de tantos problemas ya es mucho. ¿Qué te parece si salimos a cenar para celebrarlo?

Me encontraba tan cansada como si hubiera subido el Everest llevando a Garzón en brazos, pero imaginé que aquellos eran los momentos en los que una enamorada debe olvidarse de sí misma en beneficio del ser amado. Como tampoco estaba proponiéndome que me pusiera junto a él frente a un pelotón de fusilamiento, salimos a cenar a un restaurante francés.

13

Tenía aún la sensación de que los efluvios del magnífico borgoña que habíamos tomado en la cena rondaban por mi cabeza, cuando el teléfono sonó. Miré de reojo el despertador. Eran las siete de la mañana y Marcos ya no estaba en la cama junto a mí. Para colmo de desgracias concatenadas, quien llamaba era Garzón. Respondí con escaso entusiasmo.

—¿Qué demonio pasa, Fermín?

—Cagada mayúscula, inspectora.

—Dígame de quién antes de cuál.

—Del juez Manacor.

—¡Adelante, no me haga preguntar cada vez!

—El muy lechuguino ha prohibido a un periodista que publique una información relativa al caso de la momia. Claro que el cretino del plumífero se lo buscó, porque no se le ocurrió nada más que pedirle permiso para la publicación, como ya hay secreto de sumario...

—¿Qué tipo de información era?

—Nada, una gilipollez, una entrevista con el puto hermano de la pobre Eulalia, que habrá cobrado un pastón por no decir nada. Pero al inexperto del juez nadie le ha advertido de que se le va a echar toda la prensa encima.

—¿Piensa que eso nos concierne?

—Estaremos sometidos a más presión mediática que nunca cuando pensábamos estar tranquilos.

Hubo una pausa por su parte, un silencio por la mía. Un tiempo muerto para los dos.

—Inspectora, si no me pregunta nada, ya no sé qué más decirle. Dígame algo usted.

—Que los follen.

—¿A quiénes?

—A todos.

—Eso es una declaración de principios, pero ¿desde el punto de vista práctico?

—Nosotros seguiremos haciendo nuestro trabajo exactamente igual que siempre.

—¿Y si aparecemos en la primera página?

—Iré a la peluquería para estar presentable.

—Bien —se limitó a comentar—. ¿A qué hora llegará a comisaría?

—En cuanto consiga levantarme.

—Bien —repitió con toda seriedad. Y colgó.

Conseguí a duras penas ponerme en pie. Me puse una bata y busqué a Marcos. Lo encontré en la cocina, perfectamente arreglado, listo para desayunar.

—¿Por qué madrugas tanto hoy?

—Es casi la misma hora de siempre, lo que ocurre es que tú estás muy perezosa.

Llevaba razón, me sentía como se sentiría una zombi en caso de existir. Me restregué los ojos y me senté. Marcos puso delante de mí una taza de café que le agradecí en silencio.

—Hoy me espera un día muy movido —dijo—. Parece absurdo, cuando el gran trabajo de preparación de las obras está por fin culminado, entonces llega el momento de ponerse a trabajar de verdad.

—Por lo menos tú sabes lo que te espera. Eso es mucho más de lo que yo puedo decir. En este momento, si me preguntaran en qué punto de la investigación estamos, no sabría qué contestar. Además, todo me suena rarísimo de pronto, como si los acontecimientos se produjeran a kilómetros de aquí.

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