El silencio de los claustros (18 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: El silencio de los claustros
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»"Sólo en 1787 Carlos III comprendió que los enterramientos en iglesias, conventos y cementerios urbanos era insalubre; de modo que mandó cavar las tumbas en el extrarradio. Por aquella época las ciudades nuevas que se fundaban al sur de la Península incorporaban cementerios extramuros. Sin embargo, estas órdenes no fueron acatadas de modo general, encontraron muchas reticencias y no fue hasta la guerra de la independencia, desde 1808 a 1812 y bajo el influjo de Napoleón, cuando se empezaron a construir camposantos de modo masivo".

Concluyó con aire triunfal. Cerró todos los libros consultados, los apartó a un lado de la mesa. Me observó sonriente, esperando que yo resolviera por mí misma aquel acertijo de muertos ricos y muertos pobres. Abrí los brazos como pidiendo una tregua.

—Lo siento, pero sigo sin ver la relación de todo esto con el crimen del hermano Cristóbal.

—Inspectora, el beato ya no puede estar enterrado en un lugar santo, por lo que el hombre que lo robó debe de haberlo depositado en otra iglesia, pero sin culto.

—Pero hermana, ¿y por qué alguien iba a hacer una cosa así?

—Un loco, un loco lo haría. El psiquiatra que han contratado parece estar convencido de que el culpable es un loco.

—Veo que sigue las informaciones de los medios de comunicación.

—Todas las monjas lo hacemos, inspectora, es natural. Todas estamos conmocionadas, todas queremos saber. Lo que ocurre es que a mí, encima, me da por pensar.

—¿Y ese loco hipotético sabe tanta historia como usted?

—Sin ninguna duda. He estudiado muy detenidamente la fotocopia del cartel que tiene la madre superiora y le aseguro que quien lo ha dibujado conoce a la perfección la grafía gótica y la imita con la pericia de un experto.

—Sí, eso dice también el informe pericial que tenemos.

Estaba ilusionada como una niña jugando a detectives. Yo, por el contrario, me encontraba en las estribaciones de un cabreo monumental. Todo aquel galimatías de tumbas y muertos históricos seguía pareciéndome un absurdo, pero si encima lo combinaba con la hipótesis del loco culto, entonces me precipitaba directamente en la depresión. Con cara de circunstancias, tampoco se trataba de ser grosera, le pedí a la hermana que me hiciera una fotocopia de todos los párrafos que acababa de leer. Una sonrisa de victoria se pintó en su rostro.

—¿Eso significa que van a seguir esa pista?

—Hermana, eso sólo significa que tengo que hacer un informe contando cómo he empleado todo este tiempo hablando con usted.

Una ligera decepción acompañó a sus palabras.

—¡Ah!, pero presentará la hipótesis de interpretación histórica a sus superiores.

—Puede estar segura de ello. Además, no queda descartada. Nosotros no descartamos nada a menos que tengamos una evidencia clara en otro sentido.

Aquello la reconfortó.

—Muy bien. Voy a hacer las fotocopias mientras usted se entrevista con la madre superiora.

Naturalmente, me acompañó hasta la propia puerta del despacho, no fuera cosa que pudiera perderme. Golpeó la puerta con los nudillos y tras el «¡adelante!» imperioso de la madre Guillermina me invitó a pasar y se fue. El ambiente del despacho estaba tan lleno de humo como en La Jarra de Oro tras la hora del almuerzo.

—¡Pase, inspectora, y siéntese! Tengo té en este termo y estaba esperándola para servirlo. Nos han traído unas pastas para picar, pero no piense en recetas ancestrales de convento ni nada por el estilo, son pastas industriales. Las compramos en la fábrica porque salen más baratas. Muy flojas, ya lo verá; pero es el signo de la vida monacal. ¡Hay que ahorrar, siempre hay que ahorrar!; sobre todo en estos tiempos inseguros y convulsos.

Me hacía gracia aquella mujer; enfundada en su hábito negro y con sus enormes manos blancas, emanaba un halo de fortaleza, una indiscutible energía personal. Sirvió el té con gestos precisos, puso la bandeja de dulces cerca de mí e inmediatamente encendió un cigarrillo, exhaló el humo con placer.

—El diablo tiene escrito que me he de condenar por culpa del tabaco. Hoy he fumado como una auténtica pecadora, pero es el día en que reviso las cuentas del convento y le aseguro que eso me pone de pésimo humor. ¿Qué tal usted, cómo le ha ido con la hermana Domitila?

—Me ha dado una interesante clase de historia.

—¡Ah, esa mujer no tiene nada más en la cabeza! Ha revisado todos los libros que había en la biblioteca, ha adquirido más. Ha impulsado a la hermana Pilar para que oriente sus estudios en ese sentido y va supervisándola día a día... pero ¿sabe qué le digo?, que me parece muy bien, sube el nivel cultural de las corazonianas, que buena falta nos hace.

—¿Le ha contado a usted todas sus hipótesis históricas sobre dónde está ahora el beato?

—Sí, algo me contó. ¿Puede estar en lo cierto?

—No lo sé, madre. Sinceramente le diré que soy remisa a entrar en el juego de un asesino que está loco y encima es un jabato en historia. Hay algo que rechina, que no acabo de creer. Para mí los motivos de las cosas deben obedecer a la razón, a las pasiones humanas, al mundo de lo habitual. Me cuesta imaginar algo que no esté arraigado en la realidad más común.

—Sí, yo soy parecida a usted. No quiero decir una racionalista, por supuesto, pero sí una persona lógica. Aunque a veces pienso que nos equivocamos con ese modo de pensar.

—¿De verdad lo cree?

—Sí, inspectora, la vida es mucho más de lo que vemos. Hay cosas que escapan a la lógica tradicional: la locura, la espiritualidad, el amor humano...

—Está usted muy filosófica hoy.

Soltó una risotada.

—¡Sí, debe ser para contrarrestar el materialismo de las cuentas! Pero, dígame, ¿cómo llevan el caso?

—Francamente mal. Estamos atascados. Hay algunas investigaciones en las que sucede así: de repente se enquistan, no existen nuevas vías, las pruebas se agotan en sí mismas... se trata de un momento muy peligroso, demuestra que el caso tiene el riesgo de concluir ahí, ser cerrado en falso.

—¡Dios mío! No es que yo sea una monja justiciera, pero que la muerte del pobre hermano Cristóbal quedara impune me causaría una gran frustración. Además, no llegar nunca a saber, a comprender los porqués de un acto tan espantoso...

—Pues por desgracia eso sucede en más de una ocasión. Madre, ya sé que no tengo demasiado derecho a pedírselo porque no hay ninguna pista que nos conduzca hacia lo económico, pero ¿a usted le importaría darme una copia de las cuentas del convento? Es que cuanto más se puebla este caso de locuras y enigmas jeroglíficos, más ganas me dan de hincar los dientes en la realidad.

—¡Pues claro, hija! Puedo pedir ahora mismo que se la hagan. O si lo considera más efectivo puede organizar una auditoría aquí. Pero no van a encontrar nada especial: lo llevamos todo claro y prístino... ¡y al día con Hacienda, además!, que no nos perdona por llevar hábito.

—Me lo imagino; pero a lo mejor me sugiere alguna idea, me visita alguna inspiración.

—Le voy a preparar un CD con toda nuestra página Excel, con nuestras fuentes de ingresos y financiación, con todo, en fin.

Se puso a la labor sin la más mínima dilación. Estaba suelta en el manejo informático y tarareaba algo mientras manejaba el ordenador. De repente cedí a la tentación y le pregunté:

—¿Es usted feliz, madre Guillermina?

Naturalmente se sorprendió. Me miró con ironía.

—¡Vaya, ésa no es una pregunta de policía! Pues sí, claro, soy feliz: tengo a Dios, la compañía de las hermanas, la sensación del deber cumplido diariamente... aunque no es algo que esté preguntándome todo el tiempo. La naturaleza de un religioso es perder la identidad personal, empequeñecer el yo hasta que desaparezca en la comunidad. El ideal sería fundirse con Dios.

—¿Y lo consigue?

Entrecerró los ojos hasta que fueron dos ranuras chinescas que clavó en mí.

—Oiga, inspectora, esto no es serio. Usted está aquí por una investigación y yo soy una simple monja que a nadie interesa demasiado.

—Creí que podía considerarme un poco amiga suya.

—Las monjas no tenemos amigas privadas, pero si quiere le paso un folleto de «amigos de las corazonianas» en el que puede inscribir sus datos y fijar una donación mensual.

—Lo que yo pensaba era invitarla a un buen restaurante vasco que conozco cerca de aquí.

Se rió de buena gana, cabeceó.

—No se entera usted de nada, inspectora. Yo no estoy en el mundo, y el mundo incluye los restaurantes vascos. Además, una buena comida me daría muchas ganas de fumar y ¿qué cree que pensarían los otros clientes de una monja que se arrea un besugo y enciende un cigarrito después?

Entonces fui yo quien me reí. Ella continuó, divertida y risueña.

—Venga usted un día al refectorio y coma con nosotras. La especialidad de la hermana Teresa son las acelgas.

—No sé si eso constituye una gran tentación.

—Pues no puedo ofrecerle nada más.

Salí del convento cargada de fotocopias y cedes en cuya utilidad no confiaba demasiado. Al llegar, Garzón circulaba por comisaría perdiendo el tiempo. Lo encontré charlando de fútbol con otro colega. En cuanto me atisbo vino hacia mí.

—¿Qué, inspectora, ha sacado algo en claro?

—Soy un poco más culta en temas de historia, eso es todo.

—¿Qué me dice de la interpretación del texto que ha hecho la monja?

—Es muy floja, pero ya que hemos descorchado esa botella habrá que beberla hasta el final. Me voy a Poblet a ver qué piensa de todo esto el hermano Magí.

—Seguro que no estará de acuerdo con la hermana Domitila; me pareció que se llevaban fatal.

—Todos los intelectuales se llevan mal entre sí. Sus egos suelen ser difíciles de combinar.

—¿Quiere que la acompañe al monasterio?

—Ni hablar. Usted tiene trabajo aquí. Lleve este CD con la contabilidad de las corazonianas al inspector Sangüesa, que le peguen una mirada a ver si está todo correcto. Luego vuelva, enciérrese en su despacho y haga un informe inteligible con todas estas fotocopias. Contienen datos históricos sobre los enterramientos en iglesias y conventos. Ya verá, se sentirá como cuando lo llevaban en el colegio de visita cultural.

—En la escuela de mi pueblo no hacíamos más visita cultural que salir de excursión al campo y triscar como cabras.

—Así ha salido usted de montaraz.

Evité contarle nada sobre las protestas de la madre de Hugo y Teo. ¿Para qué? Ya se me había pasado el enfado lo suficiente como para columbrar que el subinspector no había obrado con mala intención. Casi nadie de los que meten la pata obra con mala intención; eso hace su error mucho más estúpido aún.

Conduciendo en dirección a Tarragona encontré cierta serenidad. Contribuyó a ello la música de Mozart que llevaba puesta a todo volumen. Pero la serenidad me llevó a conclusiones negativas: aquel caso se nos iba de las manos si es que no se nos había ido ya. Si no hubiera existido el robo de la momia estaríamos empezando a pensar que se trataba de uno de esos crímenes casuales que se producen sin motivo, los más difíciles de desentrañar: un mendigo loco que se queda en la iglesia, ve al monje y se lo carga por la espalda... un jovenzuelo que merodeaba pillado
in fraganti
por el hermano Cristóbal... Pero estaba la momia de los cojones: fray Asercio de Montcada, ¡vaya historia! Naturalmente, ese tipo de cosas sólo ocurre cuando se vive en España, un país de pandereta, de toros embolados, de reliquias exhibidas frente a turistas: el brazo incorrupto de santa Teresa, la oreja santificada de san Miguel, el intestino grueso de santa Policarpa... ¡un asco!, un asco y un atraso, por supuesto. Mis pensamientos me habían alterado tanto que iba a toda velocidad sin darme cuenta. Levanté el pie del acelerador, aunque el destino me hubiera dado como lugar de nacimiento aquel país malhadado, quería continuar viva unos años más.

La visión del monasterio me maravilló con la misma intensidad de siempre. Todo es contradictorio, pensé, la misma Iglesia responsable de erigir monumentos como aquél y de actuar durante siglos como vehículo de la cultura, ha sido capaz al mismo tiempo de permitir que bajo su cúpula crezcan todo tipo de absurdas supercherías.

Como le había llamado con anticipación, el hermano Magí ya me esperaba en conserjería. Me sonrió con su cara inteligente. Me acompañó. Sus pasos eran tenues como los de un gato. Nos sentamos en una sala vacía, ambos en un sobrio canapé. Me preguntó por los progresos del caso y desbaraté su esperanza de una temprana resolución.

—Pues no sabe cómo lo siento, inspectora. Hasta que todo esto acabe el juez no nos permite dar cristiana sepultura a nuestro hermano.

Aprovechando tan estratégico inicio le conté la teoría de la hermana Domitila, sometiéndola a su consideración. Permaneció inmóvil como si se hubiera mimetizado con el sofá. Su mirada estaba fija en el suelo, por lo que no podía interpretar su expresión. Cuando ya empezaba a impacientarme arrancó a hablar.

—Espero que no le comente nada a la hermana porque podría tomarlo a mal, pero a mí su teoría me parece con poco fundamento, demasiado enrevesada y con una conclusión decepcionante.

—Eso mismo pienso yo.

Volvió a incidir en otro de aquellos silencios en los que el tiempo no parecía importar, luego me miró enigmáticamente y en una voz tan baja que apenas si podía oír dijo:

—Yo también he elaborado una teoría.

—¿Habla en serio? ¡No me lo puedo creer!; así que también le gusta jugar a detectives.

—Verá, inspectora; no tiene nada de extraño que tanto la hermana como yo hayamos tenido la misma inclinación. Piense que un historiador es en el fondo un investigador de las cosas que han sucedido mucho tiempo atrás.

—No me interprete mal. Simplemente me hace gracia que hayan elaborado unas hipótesis complejas y las hayan guardado para ustedes mismos.

—La policía trabaja con pruebas y mi teoría no se puede probar. ¿Quiere oírla?

—¡Debo oírla!

—¿Quiere que le traigan algo para beber, un poco de agua, quizá?

Se sentía como un completo anfitrión. Puse cara de escucharlo con interés, aunque si su teoría se revelaba tan alambicada como la de la hermana Domitila, poco a poco iría perdiendo su credibilidad.

El hermano Magí no esperó a saber si aceptaba su ofrecimiento de agua, enseguida se puso serio y me espetó:

—¿Recuerda usted la quema de conventos en nuestro país?

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