—Me dijiste que nunca podrías escalar hasta mi cima.
Bajó la vista a su tazón de sopa.
—Es cierto. No hay comparación entre tú y yo.
—Me tomé aquello como que no querías estar conmigo, que preferías a Vivian.
—¿Pensaste que era una excusa?
—Sí.
—Sólo necesitaba más tiempo para darme cuenta de lo que sentía. Cuando estoy contigo, no puedo pensar. Sobre todo después de besarte. Pero también me sentía culpable por Vivian. No quiero ser como mi padre. Y tú eres demasiado buena para mí.
No pude aguantarme más y se lo dije:
—Matt, me han aceptado en
Yeah-loo.
Respiró profundamente, sorprendido.
—¡Guau! ¿En serio? ¡Enhorabuena! —Parecía muy contento por mí, pero también confuso—. Y eso, ¿qué significa? ¿Vas a tener que irte de Nueva York?
Las palabras me salieron de golpe:
—Si quieres, Park y tú podéis venir conmigo. Puede que tarde un poco, pero algún día os sacaré de todo esto.
Permaneció en silencio, contemplándome.
—¿Y si no queremos que nadie nos saque de aquí?
Me apoyé en un codo y lo miré:
—¿Quieres pasarte el resto de tu vida en Chinatown?
—¿Por qué no? Me gusta este sitio... Buena comida, el alquiler es barato...
—Y las cucarachas son enormes.
—¡Puaj! Mira, no hace falta dinero para querer a una persona, y no necesitas triunfar para que tengamos hijos y pasemos una hermosa vida juntos. ¿No es eso lo que cuenta?
—Pero si sólo tengo dieciocho años. ¿Cómo quieres que piense ahora en tener hijos?
—Serías una gran madre.
—Lo que quiero ser es una gran cirujana.
—De acuerdo —se acomodó en la silla—. Eso también. ¿Lo ves? A eso me refería. Contigo, siempre tengo miedo de que algún día me dejes por cosas más grandes y mejores.
—Eso nunca sucederá —dije.
Me acerqué a él sobre la mesa, lo atraje hacia mí y le di un beso.
Sus ojos de color ámbar habían recuperado su calor.
—Iré a donde haga falta contigo, Kimberly. Pero quiero ser yo quien te cuide.
Las siguientes semanas fueron el periodo más feliz de mi vida. En unos pocos días, la señora Avery lo arregló todo para que pudiéramos mudarnos a nuestro nuevo piso en menos de un mes, a comienzos de mayo. Mi madre fue a la fábrica de bisutería de Chinatown de la que nos había hablado Matt unos años atrás, y volvió a casa con bolsas de abalorios, hilos y herramientas. Nos pagaban muy poco por el trabajo, pero hasta que se acabara el curso teníamos lo que me daban por las horas extra que hacía en la biblioteca para completar nuestros ingresos. Sin embargo, sabía que sería difícil vivir de la bisutería.
—Menos mal que nos vamos a mudar —comentó mi madre—. En este piso no podríamos hacer este tipo de trabajo en invierno. Con el frío se nos helarían las manos.
—En cuanto termine las clases, tendré más tiempo para trabajar, Ma —le dije.
Había aprendido a escribir a máquina con rapidez, así que pensaba que podría encontrar por lo menos algún trabajo de secretaria.
—Tú preocúpate de tus estudios. Ahora que no tenemos deudas con la tía Paula, nos las arreglaremos como sea.
Las noticias de las admisiones en las universidades causaron un gran revuelo en Harrison. Yo formaba parte del selecto grupo de elegidos que habíamos conseguido entrar en las mejores facultades. La doctora Copeland me felicitaba por el pasillo cada vez que se cruzaba conmigo. Algunos alumnos se giraban al verme pasar. Annette había entrado en Wesleyan y Curt iba a ir a la Escuela de Diseño de Rhode Island.
—¡Mi universidad también está en Connecticut! —exclamó Annette, a punto de asfixiarme con un abrazo—. ¡Podremos seguir viéndonos todos los días!
Después de aquel día en que Curt vio a Matt al salir del instituto, tuve que decirle que ya no podría darle más clases particulares.
—Ya te dije que lo entendía —contestó, evitando mirarme a la cara. Tenía aspecto desaliñado y sus ojos parecían tristes. Después de aquello, no nos volvimos a ver.
Matt se coló en cada rincón de mi vida. Algunos domingos, se pasaba por casa y nos ayudaba con nuestros encargos de bisutería. Era divertido ver a un hombre tan grande trabajando con adornos femeninos, sobre todo con esas manazas que tenía. Pero hacía lo que podía, y mi madre agradecía su ayuda. Siempre que Matt y yo teníamos la oportunidad, nos escapábamos a su apartamento, donde disfrutábamos de algo de intimidad. Resultaba difícil imaginar cómo había podido vivir con su madre y con Park en un piso tan pequeño. Era un estudio tan diminuto que todos los días tenían que meter los colchones y las mantas en el armario para tener espacio para moverse y comer. Pero Matt y yo estábamos tan excitados que a veces no podíamos esperar a sacar los colchones del armario antes de empezar a tocarnos.
Matt dejó la fábrica y se puso a trabajar en una empresa de mudanzas. Siempre le gustaron los trabajos que le obligaban a estar en forma. Ganaba bien y además tenía un sueldo fijo a fin de mes.
—No tenías que dejar la fábrica por mí —le dije.
—Hace mucho tiempo que quería dejarla. Sólo seguía allí para poder ayudar a mi madre y para vigilar a Park.
Tras la muerte de su madre, Park se encerró en sí mismo. Se volvió tan introvertido que temí no ser capaz de poder comunicarme con él de nuevo. Empezó a hacerse pis en los pantalones como un bebé. No reaccionaba a nada, ni a las palabras ni a los gestos. Matt casi tenía que darle la comida para que se alimentase, y adelgazó de modo preocupante. Se pasaba el tiempo solo en casa, o con una anciana vecina que siempre se había ocupado de él cuando su madre o Matt tenían que salir a hacer algún recado. A veces se quedaba en el aparcamiento de la empresa de mudanzas para la que trabajaba su hermano.
—Los chicos de mi nuevo trabajo son majos —dijo Matt—, no les importa que Park ande por allí, saben que es buen chaval.
Comprendí que aquello significaba que Matt caía bien en su nuevo trabajo, como en el taller, y que sus compañeros aceptaban a Park porque era su hermano.
Descubrí que Matt era amigo de todo el mundo en Chinatown. Nunca hacíamos colas en ningún sitio. Una vez, teníamos que hacer unas compras para mi madre. Cuando el pescadero vio a Matt, nos atendió al instante, a pesar de que había un montón de clientes esperando antes que nosotros.
—¿También has trabajado aquí descamando pescado? —le susurré al oído.
Avergonzado, respondió:
—¡Qué va! Lo que pasa es que cuando llevas tanto tiempo en Chinatown conoces a mucha gente.
Más tarde, mi madre comentó que nunca había comprado una lubina tan fresca en su vida, ni tan grande.
Cuando pasábamos frente al quiosco de los periódicos, Matt le gritaba al vendedor:
—¡Oye! ¿Quieres hacer un descanso? Yo te guardo el quiosco mientras vas a hacer un pis.
—No, Matt, pero gracias.
—¿Quieres que te traiga un café, entonces? —Matt me miró y me dijo—: ¿Te importa? El pobre hombre se pasa todo el día ahí metido.
No me importaba, sólo conseguía que me enamorara más de él.
Quería que Annette lo conociera, así que un día la invité a venir a Chinatown para tomarse un té con nosotros. Era la única persona blanca en la cafetería, e insistió en pedir la bebida más china que nos pudiéramos imaginar: helado de judías rojas. Era una de mis favoritas: judías rojas cocidas con hielo picado y leche condensada.
—¿Me lo van a preparar al estilo chino? —preguntó Annette—. ¿No le habrá dicho el camarero al de la cocina que es para un blanco?
Desde que le conté que en algunos restaurantes chinos hacían eso, siempre estaba preocupada por que le sirvieran comida original.
—Descuida, le he pedido al camarero que nos los haga como siempre —la tranquilizó Matt.
Me resultaba extraño oírle hablar en inglés con su ligero acento chino. Un mechón de pelo le cayó sobre la frente y se lo apartó con la mano.
—Gracias —dijo Annette y, sonriendo, añadió dirigiéndose a mí—: Ahora entiendo por qué nunca te enamorabas de tus chicos del instituto.
Le di un pisotón por debajo de la mesa, pero ya era demasiado tarde.
—¿Qué chicos? —preguntó Matt.
—Nada, nada —dije.
Annette se rio.
—Kimberly, prométeme que el próximo curso vamos a vernos todo el tiempo.
—No sé si me apetece quedar con una persona tan indiscreta —dije, arrugando la nariz para indicar que estaba de broma.
—Quiero que me cuentes lo de esos chicos —insistió Matt.
—¡Anda, mira! Ya están aquí las bebidas —dije, zanjando la cuestión.
Una vez que estábamos Matt y yo de paseo, vi a Vivian en una tienda de flores. La tristeza le daba un aire más hermoso todavía. Sus ojos límpidos miraban como si el mundo se hubiera hundido en ellos. Alzó la vista y, cuando nos vio, fue como si se desgarrara su corazón. Su dolor era tan inmenso que no dejaba sitio al odio. Pensé: «No quiero amar nunca así a nadie, ni siquiera a Matt. No deseo querer tanto a alguien que no quede sitio ni para mí, tanto que no sea capaz de sobrevivir si me abandonan».
Un día, tumbados en el colchón de su piso, Matt me dijo:
—¿Por qué no nos quedamos aquí en Chinatown, tú y yo?
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir? ¿Que no vaya a
Yeah-loo?
—La universidad no es tan importante. Ahora todo es perfecto, somos felices. Quédate conmigo, gano bien en mi nuevo trabajo. Poco a poco, podremos construir una vida juntos.
No tenía dudas de que quería pasar junto a Matt todos los días del resto de mi vida. Cuando no estaba a su lado, sentía un dolor en mi corazón. Pero las cosas no eran tan sencillas. Annette me había dado su catálogo de Yale cuando me aceptaron, y me pasé un buen rato contemplando las fotos de sus laboratorios. ¡Tenían hasta un observatorio astronómico que podían usar los alumnos con sólo presentar su carnet de la universidad! Entre los profesores había algunos de los pensadores más brillantes de nuestro tiempo. ¿De qué sería capaz si me daban la oportunidad de estudiar en su sitio así?
—Matt, no puedo renunciar a Yale. Ven conmigo. Podemos buscar un piso cerca de la universidad y tú seguro que encuentras algún trabajo. Luego, si llego a ser profesora o médico, podremos hacer cosas maravillosas juntos: viajar, vivir aventuras... Costará un poco, pero al final puede que hasta no necesites trabajar.
Su rostro se ensombreció y comprendí que había hablado más de la cuenta. Matt meneó la cabeza y posó la vista en sus duras manos.
—Quiero ser yo el que te mantenga, Kimberly, no al revés. Así son las cosas.
—¡Eso era antes! —dije, procurando no alterarme—. ¿Qué importa quién de los dos gane más dinero? Como has dicho, lo fundamental es que construyamos una vida juntos.
—Supongo que lo que realmente odio es la idea de que estés en clase rodeada de esos salta-olas, como ese con el que te vi, todos intentando ligar contigo.
—¿Qué? —nunca se me había ocurrido eso, así que me eché a reír—. Voy a la universidad para estudiar. Nadie se va a fijar en mí.
—No tienes ni idea. Sé cómo son los hombres. Hazme caso.
—Hablas como mi madre. Además, si alguien intenta ligar conmigo, no pienso hacerle caso porque te tengo a ti.
Me cogió entre sus brazos y me besó con fuerza.
—No puedo evitar ponerme celoso de cualquier chico que esté cerca de ti. Nunca antes me había puesto tan loco de celos. Es algo nuevo para mí sentir esto por alguien.
En aquella época, me gustaba creer que nuestro amor era algo tangible y duradero, como un amuleto de la buena suerte que pudiera llevar siempre colgado del cuello. Ahora sé que era más bien como el humo de una barrita de incienso desvaneciéndose: casi todo a lo que me aferraba no era más que el recuerdo de la combustión y el olor que esta dejaba.
En cierto sentido, creo que lo supe desde el momento en el que vi los condones rotos. Y, por extraño que parezca, la primera persona a la que se lo conté fue a Curt. Debió de sospechar que algo iba mal cuando lo llamé y le dije que quería verlo. Lo encontré esperándome en nuestro lugar de siempre, bajo las gradas del estadio, pero no intentó tocarme cuando me senté a su lado.
—¿Estás bien? —preguntó.
Permanecimos un rato sentados en silencio hasta que me eché a llorar. Curt me rodeó con sus brazos y me estrechó contra su hombro. Pasamos así un buen rato, con su mejilla sobre mi cabeza mientras yo sollozaba. Finalmente, me sequé los ojos con la manga.
—¿Es por ese capullo? —me preguntó con ternura.
Asentí y protesté:
—No es un...
—Vale, vale... —tras otro silencio, Curt añadió—: Bueno, hay tres posibilidades: una, te ha dejado; dos, lo has dejado; tres, te has quedado embarazada.
Al oír aquello, mis ojos volvieron a llenarse de lágrimas. Curt agachó la cabeza para poder ver mi rostro.
—Kimberly, tienes que estar de broma.
Escondí la cabeza entre mis manos.
—Me encuentro tan confusa. Nunca había sentido algo así. Todas mis esperanzas, todo lo que siempre he deseado... lo he perdido para siempre.
Hubo un silencio, tras el cual Curt me preguntó, intentando ayudar:
—¿Quieres que me case contigo?
A pesar de las lágrimas, solté una carcajada.
—No, en serio —añadió, alzando las cejas de modo sugerente—. No me importa. Además, somos bastante compatibles.
Me sorprendía más la idea de que el pasota de Curt aceptara casarse que el hecho de que quisiera hacerlo conmigo.
—¿Tú, casado? ¿Qué pasó con tu miedo a la periferia y la vida estable?
—Bueno, no tendríamos por qué ser así. Tú me darías la libertad que necesito, Kimberly —apartó la mirada—. Te he echado de menos mientras estabas... ocupada.
Miré sus pestañas, que eran del mismo rubio rojizo que su cabello. Iba en serio, más de lo que aparentaba. Añadió:
—Podríamos empezar de nuevo, de cero.
—Curt, te quiero mucho —dije, y tras una pausa añadí—: Pero no así. Y tú tampoco me quieres de ese modo. En realidad, somos amigos, dos grandes amigos que de vez en cuando tontean.
Cerró los ojos unos instantes, y suspiró. Luego, me preguntó:
—Tienes razón... ¿Quieres que te deje dinero?
—Eres muy dulce —dije, acariciando su mejilla sin afeitar—. No es que no lo necesite, pero no podría aceptarlo.
—Vamos, Kimberly, si quieres, puedes tomarlo prestado y devolvérmelo cuando te venga bien. Los bebés cuestan una pasta, ¿sabes?