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Authors: Jean Kwok

Tags: #Drama

El silencio de las palabras (14 page)

BOOK: El silencio de las palabras
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—Pero... —dijo, esperando a que yo completase la frase.

Tras unos instantes de duda, añadí:

—Los alumnos son muy distintos a los de mi colegio.

—¿Lo dices por el uniforme? Todos nuestros estudiantes tienen que llevar una americana azul oscuro, pero puedes elegir la que más te guste. En realidad, no es un uniforme, sino un código de
vesti-mienta.

Asentí sólo por educación, pero me sentí obligada a añadir:

—Igual soy muy distinta a los demás alumnos.

—¡Ah! —Una mirada triste asomó a sus ojos—. Intentamos, en la medida de lo posible, tener alumnos de distintos
extra-tos
sociales, pero no es fácil. Harrison es un instituto bastante caro, y debido a las limitaciones
por-supuestarias,
no podemos...

Siguió hablando, pero después de oír lo que acababa de decirme, dejé de prestar atención. Ahora que ya había visto aquel lugar, sabía que tenía que costar un montón de dinero. Me esperaba un edificio de hormigón, como el de mi colegio. ¡Qué ilusa había sido al pensar que un sitio así me iba a admitir gratis!

—¿Kimberly?

Alcé la mirada y vi que la mujer agitaba su mano, intentando atraer mi atención.

—No te preocupes. Tenemos un programa de ayuda
final-ciera.
Aunque el plazo para la
solo-citud
de becas está cerrado, estoy segura de que podemos hacer una excepción en tu caso. A veces, ofrecemos hasta un cincuenta por ciento de los gastos de
escuela-rización.

Con un nudo en la garganta, contesté:

—Gracias, pero no.

No sabía cuánto era ese cincuenta por ciento que tendríamos que pagar, pero estaba segura de que jamás podríamos permitírnoslo. Aunque era consciente de que era imposible, me entraron unas ganas terribles de poder quedarme. Era la única oportunidad que tenía de sacar a mi madre de la fábrica y del asqueroso piso en el que vivíamos. Deseé con todas mis fuerzas poder estudiar allí.

—¿En qué piensas?, Kimberly. Dímelo, por favor. Para poder ayudarte tengo que saber cuáles son tus condiciones.

Sentí que me ardía todo el cuerpo.

—Lo siento —fue todo lo que acerté a decir.

—Podríamos llegar a un setenta y cinco por ciento, aunque no puedo prometerte nada.

—Muchas gracias. Lo siento, seguro que tiene muchas cosas que hacer.

Me levanté con tanta rapidez que casi tiro la silla al suelo. Le había hecho perder el tiempo a aquella mujer y habíamos acabado metidas en una situación embarazosa.

—Espera un momento —me pidió la doctora Weston, alzando una mano para indicarme que me detuviese—. Por favor, no tomes ninguna decisión
principio-tada
antes de que hablemos con tu madre, ¿de acuerdo? Seguro que podemos encontrar un arreglo...

—No tenemos teléfono —dije, sintiendo que me ardían las orejas.

La doctora Weston descendió el brazo y, en voz más baja, sugirió:

—Bueno, podemos concertar una cita.

—Mi madre trabaja mucho. Y no habla inglés.

Se produjo un momento de silencio que me resultó muy incómodo.

—Comprendo —dijo finalmente la mujer.

Apartó sus papeles y me acompañó a la puerta de su despacho.

—Gracias por haber empleado tu tiempo en venir a ver nuestro instituto.

En clase, mientras hacíamos un experimento de química, le conté a Annette la entrevista que me habían hecho en Harrison. Mi amiga ya había recibido su carta de admisión semanas atrás. Su padre había estado visitando el instituto.

—¿Lo hiciste bien? —me preguntó, preocupada—. Es un examen muy difícil, y tienen en cuenta muchas otras cosas. Rechazan a un montón de gente.

Hablaba con voz demasiado alta y me fijé en que el señor Bogart, desde la mesa de al lado, nos reprendía con la mirada. Me encogí de hombros y miré hacia otra parte.

—Entonces, ¿qué? —me preguntó—. ¿Crees que te cogerán?

Quería contarle la verdad, que me habían aceptado pero que no podíamos pagarlo, pero me daba mucha vergüenza. Meneé la cabeza.

El rostro de Annette se ensombreció.

—¡Oh, no! ¡Tienen que aceptarte! Quiero que vengas conmigo.

—No pasa nada —dije, aunque mi decepción iba en aumento. Sentí que se me humedecían los ojos, y temí echarme a llorar delante de todo el mundo. Además, ya era demasiado tarde para solicitar el ingreso en otro instituto privado—. Tendré que ir a un instituto público, como tenía pensado.

—No importa si te salió mal el examen, eres muy inteligente. Tienes que hablar con alguien y que te den una segunda oportunidad.

—No, no puedo hacer eso.

Se lo pensó un momento antes de decir:

—Vale. Entonces yo también iré a un instituto público.

La miré emocionada. Annette, mi amiga fiel y generosa. Por supuesto, sus padres no le iban a dejar hacer eso. ¿Habría sido yo capaz, si estuviera en su lugar, de hacer lo mismo por ella?

—Eres una buena amiga —le dije, posando mi mano en su hombro.

El final del curso estaba cerca. La moda de los libros de firmas se extendió por el sexto curso. Unos chicos empezaron a pedir a sus amigos que les escribieran algo como recuerdo, y en unas semanas casi todos los niños tenían su propio libro de firmas circulando por el aula. Le pedí a mi madre que me comprara uno y lo hizo. Le costó cincuenta y nueve faldas en la tienda de todo a un dólar. Tenía unas tapas rojas de imitación de cuero. Al observar a los demás, me enteré de que cuando alguien te firmaba una página, tenías que doblar las esquinas hacia dentro o hacia fuera para formar triangulitos en el libro.

Annette me escribió: «¡Amigas para siempre!», y los demás niños, cosas como «Me hubiera gustado conocerte mejor», o «Que pena que casi no nos conociéramos». Yo escribí «Te deseo un futuro lleno de buena suerte» en todos los libros menos en el de Annette y en el de Tyrone. En el de mi amiga puse: «Para mi mejor amiga». Cuando Tyrone me ofreció su libro con timidez, vi que alguien había escrito en la página anterior a la mía: «Eres el rey de los cerebritos». Me lo pensé un momento, y escribí en chino: «Eres una persona muy especial. Que los dioses te protejan». Luego firmé en inglés.

—¡Guau! —exclamó Tyrone—. ¿Qué pone?

—Buena suerte —contesté.

Miró los caracteres y comentó:

—Son un montón de letras para decir buena suerte.

—Es que en chino cuesta mucho decir las cosas.

En mi libro, escribió: «Me gustaría que nos hubiéramos conocido mejor».

Los alumnos de sexto teníamos una ceremonia de graduación, y nuestra clase pasó varias semanas ensayando cómo íbamos a subir y bajar al escenario en el salón de actos.

Mi madre estaba muy disgustada porque no teníamos dinero para la matrícula en Harrison. En un primer momento, dijo que encontraría una forma de poder pagarlo y decidió buscarse otro empleo, aunque ya trabajaba todo lo posible. Le expliqué cómo era el campus y lo cara que resultaba la matrícula hasta que, a regañadientes, desistió. Dándome un fuerte abrazo, me dijo:

—De todos modos, estoy orgullosa de ti. Llevas aquí menos de un año y ya has tenido esta oportunidad. Sólo necesitas un poco más de tiempo.

En aquel momento lo que más me preocupaba era cómo reaccionaría mi madre al ver mis notas. Esa vez estaba obligada a enseñárselas porque no las había visto durante todo el curso. Aunque ya no suspendía ninguna asignatura, era consciente de que mis resultados distaban mucho de las excelentes notas que siempre sacaba en Hong Kong. Las semanas anteriores a la ceremonia de graduación dormí bastante mal.

Mi madre me compró un bonito vestido marrón con flores que estaba de oferta. Tenía unos lacitos bordados en el cuello y en las mangas, y el dobladillo brillaba cuando me giraba. Nos costó una fortuna, mil quinientas faldas. Lo eligió una talla más grande para que me durara mucho. Era un poco ancho, pero no me quedaba mal. Además, tenía un par de sandalias chinas marrones nuevas que iban a juego.

El día de la graduación, me lo puse y le pregunté a mi madre:

—Ma, ¿estoy guapa?

Sabía que las chicas decentes no hacen esas cosas, andar pidiendo cumplidos, pero aquel día quería estar muy guapa.

Mi madre ladeó la cabeza. Creo que, como en Hong Kong todo el mundo le decía que era una gran belleza, a mi madre no le gustaba hacer comentarios sobre mi aspecto. Siempre me enseñó que había otras cualidades que eran mucho más importantes.

—Estás bien.

—Pero ¿estoy guapa?

Mi madre me abrazó.

—Estás preciosa, mi niña bonita.

Todos mis compañeros de clase parecían distintos con ropa formal. Las chicas llevaban vestidos, y algunos chicos corbatas. Hasta Luke se había puesto una camisa blanca, aunque seguía con los mismos pantalones grises de siempre. Después de haber visitado Harrison y de ver lo diferentes que eran allí las cosas, me di cuenta de que en mi colegio me sentía mucho más cómoda, pues la mayoría de mis compañeros eran pobres como yo. Cuando entramos en el salón de actos, eché una ojeada entre el público buscando el rostro de mi madre. La encontré sentada al fondo de la sala. La tía Paula había hecho una «excepción que no se volvería a repetir» para dejar que mi madre asistiese al acto. Por la noche, tendríamos que recuperar el trabajo perdido. Deseé con todas mis fuerzas que mi madre volviera a estar orgullosa de mí, como antes. En mi país, siempre me daban premios y todos los años ganaba el de Mejor Estudiante, y ella disfrutaba mucho con esas ceremonias.

Cuando los de sexto subimos al escenario a interpretar una canción, busqué la mirada de mi madre y canté lo más alto que pude. Luego, tras la música y los discursos, se entregaron los premios y mi nombre no fue llamado ni una sola vez. Ni siquiera para las condecoraciones de matemáticas o ciencias. Tyrone subió unas cuantas veces, y Annette también ganó un par de premios. Sentí tanta vergüenza que deseé que la tía Paula no le hubiera dado permiso a mi madre para venir. Me pregunté qué pasaría por su cabeza. ¿Tanto había cambiado su hija en apenas un año?

La señora Laguardia pronunció un discurso sobre poner cimientos, formar buenos ciudadanos y preparar brillantes futuros. Cuando parecía estar a punto de terminar, dijo:

—En ocasiones, en la Escuela Pública 44, tenemos alumnos que consiguen resultados
en-comibles
a pesar de sus complicadas
circo-instancias.
Me gustaría dar la enhorabuena en particular a Tyrone Marshall por haber sido admitido en el Instituto Hunter, un centro público para alumnos
super-notados.

Tyrone se levantó y recibió una ronda de aplausos. Aunque se sentó con rapidez, parecía muy feliz. Una mujer negra entre el público le aplaudía con tanto entusiasmo que se le cayó el sombrero con plumas que llevaba.

—Y, cómo no, a Kimberly Chang por haber obtenido una beca completa de matrícula para estudiar en el Instituto Harrison, un honor sin
prece-dientes
para un alumno de este colegio.

Todo el mundo volvió a aplaudir. Pensé que había oído mal, así que no me moví. La señora Laguardia me miró mientras seguía diciendo:

—Cuando Kimberly llegó a nuestro colegio, casi no hablaba inglés. Estamos muy orgullosos de los
pro-gruesos
que ha realizado con nosotros.

La chica que estaba a mi lado me susurró:

—Levántate. Tienes que ponerte de pie.

Me incorporé un instante y los aplausos crecieron. Sentí que me iban a reventar los ojos y no podía ver nada. Cuando me volví a sentar y mi cabeza se relajó un poco, busqué a Annette con la mirada. Mi amiga estiraba el cuello para verme y, cuando nuestras miradas se cruzaron, entrelazó las manos, emocionada. Detrás de ella vi al señor Bogart, que parpadeaba perplejo con la boca muy abierta. Intenté buscar el rostro de mi madre, pero estaba muy al fondo y había demasiadas cabezas de por medio. Esperaba que me hubiera visto y que hubiera entendido que los aplausos eran para mí. Me moría de ganas de contarle la noticia.

Mi madre estaba radiante cuando la encontré entre la multitud de alumnos y padres que se formó tras la ceremonia.

—¿Qué han dicho? —me preguntó.

—Ma, ¡la directora ha dicho que me han dado una beca para ir a ese instituto privado del que te hablé!

Nos abrazamos.

—¡Qué oportunidad tan buena! —exclamó mi madre con los ojos brillando de orgullo—. Esto es el principio de un tiempo nuevo para nosotras,
Ah-Kim
, y todo gracias a ti.

De repente, la señora Laguardia se nos acercó.

—Usted debe de ser la señora Chang. Es un placer conocerla por fin.

Mi madre le estrechó la mano y dijo en inglés:

—Hola. Usted profesora muy buena.

Rápidamente, le susurré en chino:

—Ma, esta no es una profesora. ¡Es la directora del colegio! —luego, en inglés, le dije, pronunciando cada sílaba—: Di-rec-to-ra.

Mi madre se sonrojó y añadió en inglés:

—Yo sentir mucho, señor di-rec-to-ra.

La señora Laguardia sonrió.

—No se preocupe. Tiene una hija muy especial. Ha hecho un gran trabajo en nuestro colegio.

Aunque estaba segura de que mi madre no había entendido ni una palabra, comprendió que era un cumplido y respondió nerviosa:

—Gracias. Usted muy buena. Profesora muy buena.

No podía creer que hubiera vuelto a llamarla profesora. Pero la señora Laguardia no parecía haberse dado cuenta y me dijo:

—Siento haber anunciado tu beca delante de todo el mundo, Kimberly Me he fijado en que te sorprendías. Es que me avisaron ayer y pensé que ya lo sabrías. ¿No te ha llegado una carta?

Entonces comprendí lo que había pasado. Seguramente me enviaron una carta informándome de la concesión de la beca, pero habría llegado a la dirección falsa que siempre utilizaba, la que tenían en los archivos del colegio. Eso significaba que probablemente la habría recogido la tía Paula y que nos la traería más adelante a la fábrica.

—Supongo que todavía no habrá llegado —respondí a la directora—. Gracias, señora Laguardia. Me ha ayudado mucho.

La mujer se agachó y una nube de perfume me envolvió.

—De nada —dijo, dándome un beso en la mejilla.

Vi a Tyrone salir cogido del brazo de la mujer del sombrero de plumas, que seguramente sería su madre. Me saludó con la mano cuando se marchaban.

De repente, Annette se me acercó por la espalda y me rodeó con sus brazos.

—No me puedo creer que vayamos a ir las dos a Harrison. ¡Qué bien nos lo vamos a pasar!

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