Y los tres se marcharon.
Tras los altos ventanales, la lluvia de primavera caía sobre los lejanos árboles. Seguía dando clases particulares a Curt. Muchos alumnos estaban nerviosos porque, a finales de aquel curso, había que pasar unos exámenes nacionales de nivel. La mayoría llevaba meses asistiendo a cursos de preparación. Los padres de Curt lo habían presionado para que se apuntara, pero había acordado con ellos que yo le diera clases de refuerzo en sus asignaturas. Mi preparación para esos exámenes iba a consistir en completar los tests de muestra que venían en los cuadernillos que nos daban con la matrícula, porque no tenía los gruesos libros con modelos de exámenes que se habían comprado mis compañeros.
Solía quedar con Curt en el taller de manualidades, donde pasaba tanto tiempo que los profesores le habían dado permiso para dejar sus obras en el almacén. Aquel día llegué pronto y me puse a pensar en los exámenes mientras esperaba que estuviera listo. Miré el suelo de la sala, que estaba lleno de manchas de pintura y virutas de madera. Tenía que cuidarme de no pisar la sierra eléctrica y la lijadora, que Curt siempre dejaba tiradas en cualquier sitio sin desenchufar. En el taller olía a lluvia, a madera y a pegamento.
Antes de que empezara nuestra clase, Curt se encontraba untando pegamento con un pincel en unas piezas de madera. Me contó que estaba muy contento porque había encontrado un par de zapatos en la basura, que eran los que llevaba puestos.
—Esto demuestra que la casualidad existe. Se han presentado justo cuando más los necesitaba.
Pegó con cuidado dos piezas de madera y las sujetó con un gato de carpintero. Observé los zapatos, que asomaban por debajo de sus vaqueros descoloridos. Eran unas botas marrones con los talones desgastados.
—¿Las has lavado antes de ponértelas?
—No.
—Ser pobre no es tan divertido como te piensas.
—Intento deshacerme de la impronta de una existencia vacía.
—¿Vacía? Que tus padres te den un hogar seguro, ¿es una vida vacía?
—Los dos nacieron con dinero. El hijo de papá se casó con la hija de papá.
—Siempre pensé que los editores eran gente inteligente y profunda.
—Qué va... Bueno, igual un poco. ¿Y tus padres?
—Se casaron por amor.
Me di una vuelta por la sala y vi que había tirado su chaqueta sin ningún cuidado sobre un caballete. Una manga estaba en el suelo. Se la recogí y palpé el delicado tejido. Le di la vuelta y acaricié el forro de seda estampada. La recogí para que no se ensuciara por el suelo. Curt ni se había dado cuenta. Se lavó las manos en un grifo que había en una esquina y se las secó en la camisa.
—Mira, gracias a mis inteligentes y profundos padres, voy a dar una fiesta. ¿Quieres venir?
—No creo que pueda —respondí automáticamente. Era lo que siempre contestaba ante ese tipo de invitaciones, o cuando los chicos con los que me besaba decían que querían verme fuera de la escuela—. Estoy muy ocupada.
—Bueno, la fiesta es en parte gracias a ti. Mis padres están muy contentos de que no me hayan expulsado, y piensan que una fiesta será un importante refuerzo positivo antes de los exámenes finales.
—No sé.
—No podría haberlo conseguido sin ti. Se puede decir que es tu fiesta. Considérala como un complemento a tus clases particulares.
Me eché a reír y me sentí tentada de aceptar. Nunca había estado en una fiesta o un baile, y aquella era una buena excusa para ir.
—Déjame pensarlo.
Encontré a Annette en el teatro. Además de su pequeño papel en la obra, hacía de ayudante del director. Estaba sobre el escenario, acercándose a un sofá con un bastón.
—Necesito uno más largo —le dijo a alguien que estaba abajo.
Llevaba el pelo recogido bajo un pañuelo azul.
—Annette —la llamé desde el borde del escenario, sintiéndome cohibida bajo las brillantes luces.
—¡Hola! —Se acercó y se arrodilló para que pudiéramos hablar.
—Curt me ha invitado a una fiesta. ¿Qué debo hacer?
Sus cejas se alzaron hasta casi tocar su pelo.
—¿Estás pensando en ir? ¿Por qué? ¡Pero si tú nunca vas a fiestas!
Me puse a juguetear con el botón de mi americana.
—Ya lo sé, pero podría probar. Sólo por una vez, no voy a decir que no siempre.
—Vaya, vaya, así que te gusta Curt. —La acústica del teatro amplificaba su voz.
—¡Shhh! ¡No! Sólo es un amigo. Creo que no es buena idea.
—No, no, me parece genial que vayas a una fiesta. Tienes que salir un poco —frunció el ceño—. Pero nunca vienes a mis fiestas ni a mis obras.
—Lo sé.
Suspiré, consciente de que a veces era una amiga complicada para Annette. Por eso siempre decía que no, porque si una vez aceptaba, no sabía cómo podría rechazar las siguientes invitaciones. Podría arreglármelas y convencer a mi madre para que me dejara salir un día, pero no mucho más. Me apetecía ir a aquella fiesta por impulso, y porque Curt había dicho que la fiesta tenía algo que ver conmigo.
—¿Vendrás alguna vez a alguna de mis cosas?
—Te lo prometo.
Annette y yo trazamos un plan. Mi madre nunca me dejaría ir a una fiesta organizada por un chico, así que le diría que me iba a quedar a dormir en casa de Annette y luego iríamos juntas. Estaba segura de que a Curt no le importaría que llevase a mi amiga. Sólo necesitaba convencer a mi madre.
Cuando se lo dije, mi madre frunció el ceño.
—¿Por qué de repente quieres dormir en casa de Annette?
—Ma, siempre he querido. Las otras chicas... no sabes todo lo que hacen, la libertad que tienen. No te lo he pedido antes porque sabía que me ibas a decir que no.
Mi madre me observó atentamente.
—Lo sé, no debe de ser fácil para ti.
—Hace mucho que soy amiga de Annette. Hasta conoces a su familia.
—Es verdad.
Había pasado un montón de tiempo desde la fiesta de graduación del colegio, pero para mi madre era importante haber visto a los padres de Annette aunque sólo fuera una vez. Además, desde entonces, Annette había sido una presencia constante en el teléfono.
—De acuerdo, pero sólo esta vez, porque si no ella querrá...
—... querrá venir a dormir aquí algún día —terminé yo su frase.
Estaba exultante de alegría. ¡Por fin iba a disfrutar de una noche de libertad!
—¡Los inspectores! ¡Que vienen los inspectores!
Nunca había visto a la tía Paula tan nerviosa. Corría junto al tío Bob por el taller como si los llevaran los demonios: armados con escobas y bayetas, limpiaban las mesas de trabajo y, lo más importante, empujaban a los niños como si fueran ganado y los ocultaban en rincones apartados de la vista.
—Todos los menores de dieciocho, ¡fuera de aquí!
La tía Paula me agarró de la camisa y prácticamente me lanzó de cabeza al lavabo de hombres. Cerró la puerta de golpe mientras yo aterrizaba en el hombro de alguien. Ambos retrocedimos del choque y descubrí que era Matt.
—¡Eh! —dijo—. ¿Estás bien?
Antes de que pudiera contestar, se abrió de nuevo la puerta, metieron a otros tres críos mucho más pequeños que nosotros, y nos volvieron a encerrar. El más bajito tenía la cabeza apretada contra mi axila. El cuarto de baño de hombres era un lugar sucio, con sólo un retrete y un lavabo. Sabíamos que teníamos que dejar la luz apagada. Matt estaba apretujado entre el lavabo y la pared. Los demás hacíamos todo lo posible por evitar el retrete abierto que había en el centro, que ni siquiera tenía tapa. Para combatir la dolorosa sensación que tenía cuando estaba cerca de Matt, dejé que una niña se acurrucara entre nosotros.
Pero incluso con la pequeña de por medio, Matt se encontraba demasiado cerca. Si movía un poco su brazo, podía tocarme, pero por suerte los otros niños estaban allí. El que se encontraba junto al váter contemplaba fijamente el retrete, tentado por su proximidad.
—Ni se te ocurra —le susurró Matt—. Aguántate.
El pequeño apretó las piernas, abriendo mucho los ojos. Tenía la ropa llena de polvo de tela. Estiré el brazo y atusé su pelo.
—No te preocupes —le dije en voz baja—. Esto pasará antes de que te des cuenta.
De repente, la chica susurró:
—¡Hay una cucaracha en el lavabo!
Matt y yo pegamos un brinco. Se apartó del lavabo con rapidez y en un segundo había cambiado el sitio con el niño que tenía a mi lado, seguramente como reacción instintiva para acercarse a la puerta. Me reí por lo bajini al comprobar que le daban tanto miedo los insectos como a mí. Ahora el chico estaba apretujado contra la niña, pegados al lavabo. Nos miró a Matt y a mí con desdén, sacó un trozo de papel del bolsillo y aplastó la cucaracha en la pila.
Respiré aliviada ahora que el bicho estaba muerto. Cerré los ojos. Matt olía a sudor y a
aftershave.
Su pecho era muy robusto. Me pareció sentir los latidos de su corazón bajo su fina camiseta. Supuse que la tía Paula lo habría arrancado de golpe de las planchas. Ahora que no tenía más remedio que estar pegada a él, noté que empezaba a relajarme.
De pronto, Matt soltó un grito ahogado. Abrí los ojos y, en la penumbra, vi que el niño meneaba el trozo de papel delante de nuestras narices. Me pareció ver una antena del bicho colgando mientras el pequeño se reía como un loco. Asustada, solté un grito. A pesar de mi contacto diario con las cucarachas en casa, todavía me daban tanto miedo como al principio, o incluso puede que más.
Alguien dio unos golpes en la puerta. La voz del tío Bob susurró desde fuera:
—Silencio ahí dentro. ¡Están a punto de llegar a esta zona!
Nos quedamos helados. Fuera, se oían voces serviles y hasta el murmullo de las máquinas parecía más tenue de lo normal. Me fijé en que estaban hablando en inglés, aunque no podía distinguir lo que decían. No nos atrevíamos a respirar por temor a que nos descubrieran. Todos sabíamos cómo funcionaban las cosas en Chinatown. Alguien habría recibido dinero para asegurarse de que la inspección transcurría sin problemas, pero nos daba tanto miedo ser descubiertos como a los propietarios. Si cerraban la fábrica, ¿quién nos procuraría el arroz?
Mi corazón latía tan acelerado como el de Matt. Los niños se revolvían inquietos a nuestro lado, pero sólo podía sentir el cálido aliento de su respiración en mi pelo. Frente a mis ojos tenía el contraste de la aspereza de su camiseta y la suavidad de la piel de su pecho.
Las palabras en inglés siguieron escuchándose fuera durante un largo rato y luego sólo se oyó el ruido de las máquinas. Finalmente, se abrió la puerta y los tres niños salieron a empujones y echaron a correr. A desgana, recuperé el equilibrio y me aparté lentamente de Matt, pero él me cogió de la cintura.
—Espera —me dijo.
Estiró el otro brazo y cerró la puerta. Me acercó a él y posé mi frente en su pecho unos instantes. El dolor se desvaneció de nuevo y fue sustituido por una sensación lánguida e inexorable, como si me dejara llevar por una prolongada exhalación de aire que no sabía que había estado conteniendo en mis pulmones. Sus dedos acariciaban mi pelo, y sentí su calor en mi cuero cabelludo. Alcé la vista para mirarlo a los ojos. Un rayito de luz que entraba por la ventana de la puerta iluminaba su suave cabello. Sus pupilas doradas brillaban en la penumbra y, por fin, nos besamos, fundiéndonos durante unos instantes eternos y apasionados. Aquella excitante tarde se convirtió en deseo por Matt y sólo Matt.
Cuando terminamos aquel beso, hubo otro, y otro, antes de que Matt se apartara y dijera, con una voz ronca que nunca antes había oído en él:
—Estarán buscándome.
—A mí también —dije con voz entrecortada.
Nos besamos de nuevo, hasta que me forcé a recordar que él tenía una novia y que no era yo. Quería ser quien acabara con aquello, así que me solté de su abrazo y le dije:
—Bueno, hasta luego.
Le costó unos instantes volver a enfocar la visión, como si también estuviera despertándose de un sueño, y dijo:
—Hasta luego.
Posó la mano en el pomo de la puerta, y dudó por unos instantes. Luego, sin atreverse a mirarme a los ojos, dijo:
—Kimberly, por mucho que lo intente, nunca podré escalar a tu cima.
Agachó la cabeza y se marchó. Me quedé a solas en el baño, apoyándome en el lavabo, deshecha. Le había hecho pensar que no era lo suficientemente bueno para mí, cuando en realidad era yo la que no podía competir por él.
Aquel día, al salir del trabajo, Vivian lo estaba esperando en el lugar de siempre. Me avergüenza reconocer que lo seguí por las escaleras y, a hurtadillas, vi cómo se acercaba a ella y la besaba en los labios. Cuando me miró, de pasada y arrepentido, supe que era consciente de que yo estaba allí. Luego se marcharon.
Puede que unos simples besos en la oscuridad parezcan poca cosa, pero fueron suficientes para abrir un ardiente agujero, como una úlcera, en mi corazón.
No poseía nada, pero por lo menos tenía mi orgullo. Seguí siendo tan amable con Park como siempre, pero me encargué de tontear con los otros chicos del taller, sobre todo cuando Matt podía verme. A él le trataba con una fría indiferencia. Me imaginaba envuelta en una capa tan gruesa de hielo que me daba igual lo que hiciera, nunca conseguiría alcanzarme. Igual eran imaginaciones mías, pero creo que Matt me observaba mientras trabajaba y que intentaba llamar mi atención cuando yo estaba cerca, tirándose al suelo para hacer flexiones y cosas de esas, aunque yo lo ignoraba. Daba igual lo que hiciera, había una barrera infranqueable: él había elegido a Vivian en lugar de a mí, y ninguna de las tonterías que hacía para mostrarme que sentía algo por mí podría llegar a ocultar esa verdad.
Sabía que Vivian lo seguía esperando cada día a la salida del trabajo. Por suerte, gracias a la libertad de horarios que teníamos, no me veía obligada a cruzarme con ellos habitualmente, pero las pocas veces que los veía ya resultaban bastante dolorosas. Además, para empeorar las cosas, la chica me caía bien. Parecía simpática y atenta. No era su culpa ser tan atractiva. ¡Cuántas imágenes de los dos juntos habían desfilado por mi mente! Matt con un paquete de dulces de semillas de loto escondido tras su espalda para regalárselo; los dos a lo lejos, cogidos de la cintura, entrando al herbolario; una vez hasta me los imaginé en el templo, encendiendo incienso con la llama de una lámpara de aceite y arrodillándose para rezar juntos. ¿De cuántas formas te puede torturar el amor?