Finalmente, confesé mis penas a Annette, mi eterna consejera, y me dijo:
—Las relaciones no tienen por qué ser como aparentan por fuera. Puedes estar más enamorada por dentro de una persona que de tu pareja, a la que ves todos los días.
Era la única persona que conocía mi sufrimiento pero, en cierto modo, lo veía como algo mucho más pequeño de lo que era, ella que siempre estaba perdidamente enamorada de algún chico. Me dijo que tenía que seguir adelante y olvidarlo, que era justo lo que necesitaba oír.
El día de la fiesta de Curt, fui primero a casa de Annette. Me sentía culpable por haber dejado a mi madre sola en la fábrica, pero quería divertirme un poco por una vez, como todos los chicos de mi edad.
—¡Qué alegría verte de nuevo! —dijo la señora Avery, y me dio un beso en la mejilla.
Sonreí. Era una de mis personas favoritas, aunque apenas la veía. Annette me dejó un vestido suyo de color crema que se le había quedado pequeño. No me sentaba mal, pero era lo más corto que me había puesto nunca. Me parecía demasiado atrevido ver asomar mi rodilla desnuda por debajo del dobladillo. Por suerte, calzábamos el mismo número, así que me prestó unos zapatos de tacón. Después, Annette me maquilló. Había cogido mucha práctica desde aquel día en el cine. Luego me puso abrillantador en el pelo. Casi no me reconocía en el espejo.
—Estás preciosa —me dijo.
Me di la vuelta y la abracé.
—Eres una amiga genial.
Annette se puso un vestido
hippy
con estampado de colorines y cogió un bolso de cuero de su madre. Le hice unas trenzas para recoger su pelo.
—Tú también estás muy guapa.
La señora Avery nos llevó en coche a casa de Curt, que estaba en el centro, al este de la calle Sesenta. Un portero se acercó a abrir la puerta del vehículo para que saliéramos Annette y yo. Hacía buen tiempo, pero una brisa fresca llegaba del río. Nos despedimos de la señora Avery y pasamos por la puerta giratoria. El portero la empujó desde fuera para que no tuviéramos que hacer el esfuerzo nosotras. Había otro portero en el vestíbulo, que nos indicó cómo llegar al piso de Curt.
Yo intentaba no parecer una tonta entre tanto lujo, mientras Annette iba con la cabeza bien alta, menando su bolso como una señorita. Los ascensores estaban junto a un enorme macetero lleno de flores. Toqué un pétalo y comprobé que eran de verdad.
—¿Qué harán cuando se marchiten las flores? —pregunté.
—Poner unas nuevas, seguro.
¡Menudo gasto! Cuando llegamos al piso y llamamos al timbre, el propio Curt nos abrió la puerta. Una ráfaga de música atronadora se escapó del interior, invadiendo el vestíbulo.
—¡Ey! ¡Habéis venido! —Sus ojos me observaron de arriba abajo—. ¡Guau! ¡Estás muy guapa!
No me lanzó su típica mirada de ligón, sino que me contemplaba con tanta intensidad como a sus esculturas. Bajé la vista a la moqueta de color teja, halagada por el cumplido.
—Gracias. Annette me ayudó.
Mi amiga, detrás de mí, se rio de mi comentario.
—Entrad. Podéis dejar vuestras cosas en el cuarto de mis padres —nos indicó Curt, y desapareció por un pasillo.
Así que aquello era una fiesta. Todas las luces estaban apagadas. Eché un vistazo al salón, hacia donde se había dirigido Curt. A pesar de la oscuridad, se veía que el piso era enorme, porque las ventanas estaban a mucha distancia de la puerta donde nos encontrábamos. Podía ver las luces de la ciudad y del East River a lo lejos.
Había ido un montón de gente. En una esquina del salón había una bola de discoteca girando en el techo y, debajo de ella, algunos chicos bailando. El resto de la estancia estaba muy oscuro, iluminado sólo por velitas distribuidas por los distintos rincones. Pensaba que los padres de Curt iban a dar algún discurso en la fiesta, pero no había ni rastro de ellos ni de ningún adulto.
—Creo que ese chico es del grupo de teatro —comentó Annette, indicándome a uno de los que bailaban.
—Ve a hablar con él —le dije, alzando la voz para que me oyera con la música—. Dame tu bolso, te lo guardo.
Me entregó el bolso y se fue a hablar con su amigo. Salí al pasillo y abrí la puerta del dormitorio. Encendí la luz. Había una montaña de ropas y bolsos sobre la cama de caoba. De repente, algo se movió. Estuve a punto de pegar un grito, pero me di cuenta de que era un chico de mi clase que estaba enrollándose con una chica. Tenía la mano metida debajo de su blusa, y ella le atusaba el pelo. Apartó sus labios de la muchacha y me miró con cara de pocos amigos.
—¿Te importa dejarnos tranquilos?
—Lo siento.
Apagué rápidamente la luz, lancé el bolso de Annette sobre la cama y me marché.
En la zona de baile, me encontré a Annette charlando con un chico del periódico del instituto. Estaban junto a un mostrador que debía de ser un minibar. Con las botellas que había en la barra, mi amiga me preparó un
gin-tonic
cargado de tónica. La música era tan atronadora como las máquinas del taller. Annette me sacó a la pista y nos pusimos a bailar. Era la primera vez que bailaba ese tipo de música, pero descubrí que no se me daba mal. Un grupo de gente se nos unió y, pasado un rato, Annette se perdió por ahí. Me quedé meneando el esqueleto bajo la bola de discoteca, sintiéndome como una auténtica adolescente americana.
Una mano se posó en mi hombro. Era Curt. Me pregunté si llevaría rato observándome. Me cogió de la mano y tiró de mí hacia el pasillo.
—Quiero enseñarte una cosa —dijo.
Me llevó a lo que debía de ser su cuarto. Cuando abrió la puerta, una nube de humo de aroma dulzón nos recibió. En el suelo había un grupo de gente sentada en círculo alrededor de un montón de velas. El ambiente era mucho más tranquilo allí dentro.
—Chicos, hay que abrir la ventana —dijo Curt.
—Ya está abierta —respondió Sheryl, desde el suelo. Creo que se sorprendió al verme, igual que los demás, pero nadie dijo nada.
Curt hizo un sitio en el círculo y nos sentamos. Una vez me había enrollado con uno de los chicos que había allí sentados. Su rostro se alegró al verme aparecer, pero Curt pareció darse cuenta y se sentó a propósito entre nosotros.
Se estaban pasando una enorme pipa de agua china. Tendría medio metro de altura y necesitaría ambos brazos para abarcarla entera. Por el olor, supe que no estaban fumando tabaco.
De repente, Annette asomó la cabeza por la puerta.
—Kimberly, ¿estás aquí?
—Hola —dije.
Annette comprendió lo que estaba pasando.
—¿Estás bien?
—Sí, claro. ¿Quieres venir?
Aquella noche me sentía llena de curiosidad y temeridad. Los demás chicos podían elegir entre ceder a la tentación en ese momento o esperar a la siguiente ocasión. Para mí, no habría otra. Si no lo probaba entonces, probablemente no volvería a tener oportunidad de hacerlo.
Annette puso cara de asco y dijo:
—Puaj, no gracias. Nos vemos luego.
Y cerró la puerta.
—Esa pipa es china —le susurré a Curt.
—Ya lo sé.
—¿De dónde la has sacado?
—La he cogido del despacho de mi padre. Uno de sus autores de china se la envió como regalo. Seguramente el pobre hombre no sabía para qué utilizamos aquí los
bongs.
Mi padre tiene un montón de costo, no creo que note que nos hemos fumado un poco.
Cuando me llegó la pipa, palpé sus complicadas inscripciones. Todos me miraban con los ojos entrecerrados, probablemente esperaban que la nueva se echara a toser porque no sabía fumar de ese trasto. Pero había visto a muchos hombres fumando pipas en los cafés de Hong Kong. Puse la boca en la enorme boquilla, apretándola tan fuerte que hice el vacío, coloqué un mechero en el cuenco de metal de la parte superior y aspiré con fuerza. Escuché las burbujitas que hacía el humo al atravesar el agua antes de llegar a mi boca. Estaba preparada para sentir el calor del humo, y lo retuve en mis pulmones mientras le pasaba la pipa a Curt, que se echó a reír y dijo:
—¡Tienes práctica! Deberías dejar de ser un cerebrito y hacerte una porrera, como yo.
La pipa dio varias vueltas y fumé hasta sentir que había sacado el recuerdo de Matt de mi cabeza. Me tumbé en el suelo, porque la cabeza me daba vueltas. No sabía dónde se habían metido los demás. Puede que todavía estuvieran en la habitación, pero me daba igual. Las cosquillas que me hacía la alfombra en la nuca me resultaban extremadamente agradables.
—Nunca te han dado un beso de verdad hasta que no te lo dan fumada —dijo Curt.
—¿Ah, sí? —contesté, disfrutando mientras giraba la cabeza de un lado a otro.
Lentamente, Curt se echó sobre mí y cogió mi cabeza entre sus grandes manos. Sentí su pelo acariciándome el rostro. En lugar de darme un largo beso en la boca como me esperaba, empezó a besuquearme el cuello, debajo de la mandíbula y detrás de las orejas. Mi mundo se llenó del roce de sus labios y el olor de su pelo. Empezó a chuparme el lóbulo.
—Mmmmmmm —susurré—. ¿Esto también se considera beso?
Como respuesta, se lanzó directamente a mis labios y me besó muy despacio, disfrutando de cada instante. Fue un beso suave y dulce que, como una mariposa, revoloteó ante la puerta cerrada de mi corazón y se posó en ella.
Con el paso de los años, al tío Bob cada vez le molestaba más la pierna, y sólo aparecía por la fábrica muy de vez en cuando.
La tía Paula asumió casi todas sus tareas. Para mantener las apariencias, ya que es muy importante que sea el hombre quien provea el arroz, la tía Paula decía a todo el mundo que su marido trabajaba desde casa. Sin embargo, su despacho de la fábrica se convirtió en el de la tía Paula.
Todo nuestro correo pasaba por las manos de la tía, ya que el instituto no tenía nuestra verdadera dirección. La primera vez que me trajo un boletín de notas, sabía que esperaba que mis resultados fueran malos.
—Seguro que una chica tan lista como tú ha sacado muy buenas notas —comentó, fingiendo amabilidad—. ¿Por qué no las abres?
Por suerte, mi madre estaba en el baño y le contesté:
—Prefiero esperar a que esté Ma. Las veré cuando ella vuelva.
Aunque me moría de ganas de abrir el sobre, me concentré en las blusas con las que estaba trabajando hasta que la tía Paula, a desgana, se marchó. Cuando mi madre regresó, abrí el sobre y saqué la cartilla del interior.
—Y bien, ¿qué has sacado? —preguntó mi madre.
Por raro que parezca, no pude encontrar mis notas en el boletín. Acerqué el papel a la luz.
—No lo sé. Debe de haber un error, aquí no pone nada. Sólo salen los nombres de las asignaturas y al lado las notas máximas que se pueden sacar.
De repente, oí la voz de la tía Paula. Debía de haber seguido a mi madre a nuestro puesto de trabajo.
—Qué tontería. ¡Déjame ver!
Me arrancó el papel de las manos y lo observó. Lentamente, un brote rojo le fue subiendo por el cuello.
—¡Serás boba! Esos números son tus notas.
—¡Oh!
Cogí la cartilla y me di cuenta de que había sacado la nota máxima en todas las asignaturas. No me había fijado en que mis resultados eran un duplicado de la máxima nota posible.
Estaba tan confusa y sorprendida, que en un arranque de sinceridad dije:
—Siento haber puesto tus ojos rojos, tía Paula.
Mi madre y ella se quedaron sin respiración.
—¿Qué? —la tía Paula soltó una risa estridente—. ¿Por qué iba yo a tener celos de que mi sobrina saque tan buenas notas? ¿Qué tipo de persona crees que soy?
—No, no quería decir eso, es sólo que... —Había metido la pata tan hasta el fondo que tuve que anestesiar mi rostro.
—¡Serás tonta! Estoy muy orgullosa de ti —dijo la tía, posando las manos en mis hombros con tanta fuerza que me hizo daño.
—Las dos estamos muy orgullosas —añadió mi madre, con los ojos radiantes.
Los primeros meses de nuestro último curso en el instituto, Curt y yo empezamos a tontear progresivamente. Corrió el rumor de que estábamos saliendo. Cuanto más decíamos que éramos sólo amigos, más se convencía la gente de que había algo entre nosotros. Aunque sabía que no era cierto, me divertía que los demás lo pensaran.
Una vez, escuché como Sheryl decía a mis espaldas: «¿Qué demonios puede haber visto en esa? ¡Mira cómo viste!». Con mi recién adquirida confianza en mí misma, me giré y le sonreí. Se quedó de piedra, sorprendida de que la hubiera oído. «Los cerebros también somos atractivos», le repliqué.
Para mí, Curt era una especie de medicina contra Matt. Con los placeres físicos que me enseñaba, conseguía endurecer mi corazón para poder soportar el dolor que sentía a diario cuando veía a Matt con Vivian.
Un soleado día de otoño, frío para aquella época del año, Curt y yo estábamos acurrucados bajo las gradas del campo de fútbol del instituto. Después de aquella primera vez, no había vuelto a fumar con él, porque no me gustaba estar tan colocada en mi vida normal. Mi chaqueta barata era mucho más fina que la suya, así que nos cubrimos los dos bajo su abrigo de cachemir, como en una tienda de campaña. Yo jugueteaba con un dedo en sus labios.
Mientras me besuqueaba el dedo, me preguntó, como quien no quiere la cosa:
—¿Cómo puede ser que no te hayas enamorado de mí?
No quería herirlo, así que le contesté:
—Curt, todas las chicas del instituto están coladas por ti.
Sujetó mi dedo con los dientes y empezó a chuparlo. En contraste con el aire gélido, el calor de su boca resultaba muy agradable.
—Todas menos tú.
—Es cierto —suspiré, cerrando los ojos de placer.
—¿Es por lo de antes?
—¿A qué te refieres?
—A cuando Greg y yo nos metíamos contigo, en séptimo. Seguro que te acuerdas.
Abrí los ojos y lo miré muy seria.
—Aquello no estuvo bien.
—Lo sé. Me porté como un mierda. Lo siento.
—Bueno, todo eso pasó hace mucho tiempo. La gente cambia.
—Entonces, ¿no me la tienes guardada?
—No. Además, tú fuiste el único que me defendió cuando tuve el problema con Tammy.
—Entonces, ¿qué sientes?
La imagen de Matt se coló de repente en mi mente, pero la aparté de mis pensamientos.
—Supongo que sólo estoy enamorada de tu cuerpo.
Curt soltó una carcajada.
—Bueno, pues tendré que conformarme con eso.
Y lo dejamos ahí.
La doctora Weston, la orientadora escolar y psicóloga del instituto, me llamó un día a su despacho.