—¿Cómo es posible? —preguntó la tía Paula, con calma.
—¿El qué? —respondimos a la vez mi madre y yo.
—Que Kimberly haya solicitado entrar en
Yeah-loo
sin consultármelo y sin mi permiso.
«Yeah-loo» es la pronunciación de Yale en cantones.
—¿Tu permiso? —repetí, sin dar crédito a lo que había oído.
—Cuando os traje aquí, firmé un documento legal por el cual me hacía cargo de vosotras. Soy responsable de todo lo que hagáis. Vivís en uno de mis pisos y trabajáis en mi fábrica, se supone que no podéis dar un paso así sin consultarme.
Aunque estaba resuelta a no ponerme nerviosa, la rabia asomó a mi voz:
—¿Quieres decir que me habrías ayudado si lo hubieras sabido? ¿Igual que hiciste con lo del instituto?
—¡Por supuesto! Siempre busco lo mejor para vosotras.
Mi madre intentó suavizar un poco el tono de la conversación.
—Querida hermana, ni siquiera sabemos si han admitido a Kimberly. No saquemos las cosas de quicio.
—Abre esa carta —ordenó la tía Paula.
Tendría que haberme negado, pero me moría de ganas por saber qué ponía. Rasgué el sobre blanco. Dentro había una carta y una serie de formularios. Leí el texto en voz alta, traduciéndolo al chino para mi madre. Las palabras me salían entrecortadas de la emoción:
—Reciba nuestra más sincera enhorabuena. Ha sido admitida...
Mi madre se dejó caer en la silla que había delante de la mesa de la tía Paula.
—¡No puedes ir a
Yeah-loo!
¡No te lo permito! —estalló la tía.
Ignorándola, abrí el otro sobre. Contenía los formularios para solicitar las ayudas económicas. Me habían concedido una beca que cubría todos los gastos de matrícula. Apreté con fuerza los sobres contra mi pecho. Me ardían las mejillas como si tuviera fiebre.
—Ma —susurré emocionada.
Mi madre se tapaba la boca con ambas manos, intentando contener la risa y las lágrimas de alegría. Se levantó y me abrazó. Yo no podía parar de dar saltitos de la emoción.
—¡Lo has conseguido! —me dijo mi madre, estrechándome con fuerza entre sus brazos—. Siempre supe que eras especial.
La voz de la tía Paula nos devolvió a la realidad:
—Si la gente viera esta muestra de sentimentalismo, su carne se sentiría anestesiada.
Con aquella expresión china, quería decir que era una deshonra ver cómo nos dejábamos llevar por las emociones.
Mi madre me soltó y se dirigió a su hermana:
— Ah-
Kim tiene derecho a ir a la universidad que ella quiera. Se lo ha ganado.
La tía Paula parecía sorprendida.
—Vuestros corazones no tienen raíces. —Quería decir que éramos unas desagradecidas. Ante nuestro asombro, empezó a sollozar y añadió—: Me convertí en un animal abandonado al abriros las puertas de América.
Mi madre rodeó la mesa y posó una mano en el hombro de su hermana, que la apartó. Su rostro, todavía húmedo de las lágrimas, estaba lívido.
—Siempre has hecho lo que te ha dado la gana con tal de ser feliz... ¡Feliz! Pero ¿acaso la felicidad te da el arroz? Te casaste con el director de tu colegio, eludiendo tus responsabilidades... Yo tuve que cargar con tu destino. ¡Yo me casé con Bob!
—Nunca te pedí que lo hicieras —dijo mi madre con voz suave y dulce—. Pensaba que lo querías.
—¿Qué iba a saber yo del amor? ¡Sólo era una jovencita! —de nuevo las lágrimas recorrieron el rostro de la tía Paula—. No te imaginas las penurias que he tenido que soportar para llegar hasta donde hemos llegado.
—Pero eso no te da derecho a tratarnos como lo has hecho —intervine, con voz tranquila.
Me daba pena la tía Paula, pero mientras la oía compadecerse de sí misma, un odio contenido fue creciendo en mi interior.
Mi madre intentó decir algo, pero ya no iba a poder contenerme. La emoción de haber sido admitida en Yale me dominaba. Además, habíamos encontrado un nuevo piso y ya casi estaba terminado todo el papeleo, sólo nos faltaba la carta de referencias de mi madre. Era consciente de que a partir de aquel momento podíamos romper los lazos que nos unían a la tía Paula, y por eso me sentía con fuerzas para decir la verdad.
La tía Paula se secó las lágrimas con la manga de la blusa y se le corrió la sombra de ojos.
—Tienes los dientes tan afilados como la boca.
—Lo único que nos has demostrado todo este tiempo es una falsa amabilidad, puras apariencias.
—¿Cómo te atreves a mostrarme una cara tan pequeña?
La miré fijamente.
—En América no importa la cara, sino cómo eres realmente.
—¡América! Si no fuera por mí, todavía estaríais en Hong Kong. Hasta te di una dirección falsa para que pudieras ir a un buen colegio.
—Lo hiciste porque es ilegal tenernos viviendo donde estamos...
La tía apretó la mandíbula. No se había dado cuenta de que ahora yo había aprendido cómo funcionaban las cosas en los Estados Unidos. Mi madre intentó intervenir diciendo:
—Querida hermana, nos has ayudado mucho, pero quizá ha llegado el momento de que dejemos de depender de ti.
Pero yo seguí hablando, sin prestar atención a las palabras de mi madre:
—... tan ilegal como el que nos pagues por unidades en la fábrica.
—Después de todo lo que he hecho por ti, me hablas así. Tratas a un corazón humano como si fuera un pulmón de perro.
Pero su actitud era más de arrepentimiento que de enfado, lo que significaba que estaba empezando a asustarse. Me estiré todo lo que pude. No era tan alta como la tía Paula, pero sí bastante más que mi madre.
—Tendrías que morirte de vergüenza por habernos tenido todos estos años en ese piso. Y por obligarnos a trabajar aquí, en estas condiciones. Después de caernos en el pozo, nos tiras la piedra encima.
Mi madre había permanecido todo el rato con la cabeza agachada, pero alzó la vista y asintió ante mis palabras.
—Querida hermana, no entiendo por qué nos has tratado así.
La tía Paula tartamudeaba de la rabia:
—¡Os ofrecí un techo y trabajo! Y así es como pagáis mi moneda humana —la moneda de la humanidad es la caridad—. ¡Yo os traje aquí! Eso es una deuda que me deberéis de por vida y que jamás podréis pagar.
—Deberías pensar en tus deudas para con los dioses —repliqué.
Aquello fue la gota que colmó el vaso, y la tía mostró su última carta:
—Nunca he querido aprovecharme de vosotras. Si pensáis que he sido injusta y os he tratado mal, podéis marcharos. Dejad la fábrica y el piso.
Pronunció esta última frase con mucha solemnidad, esperando que le suplicáramos perdón.
A mi madre le temblaban las manos, pero forzó una sonrisa Y dijo:
—Pues
ah-Kim
nos ha conseguido un piso nuevo en Queens —los ojos de la tía Paula se salieron de sus órbitas—. Y ya te hemos pagado nuestra deuda.
Cuando oí esas palabras, supe que nos habíamos librado de la tía Paula para siempre. Miré a mi madre, y vi que estaba lista para marcharse.
Me dirigí a la tía Paula:
—Si intentas cualquier treta para impedirnos hacer nuestra vida, te denunciaré a las autoridades.
Y nos marchamos, dejando a la tía Paula gimiendo en su pequeño despacho de la fábrica.
Guardo un recuerdo borroso de los demás trabajadores contemplándonos mientras recogíamos nuestras cosas y nos dirigíamos a la salida. Matt me retuvo por el brazo cuando pasé a su lado, y le susurré:
—No pasa nada, ven a verme cuando termines.
Después, mi madre y yo salimos del taller y, una vez en la calle, nos dirigimos hacia el metro. Una brisa fresca revolvió mi pelo.
—¿Estás bien, Ma?
Llevaba mucho tiempo esperando dar aquel paso. Era el objetivo de todos mis esfuerzos. Pero no sabía cómo se sentiría mi madre al perder a su única familia. Ya sólo me tenía a mí.
Suspiró y respondió:
—Sí. Tengo miedo, pero me siento ligera. Aunque la tía Paula se bañe en agua de pomelo, nunca podrá limpiarse de su culpa. Ha llegado el momento de que sigamos nuestro camino.
La cogí del brazo.
—El cachorrito y su mamá.
En cuanto llegamos a casa llamé a la señora Avery y le conté que habíamos discutido con mi tía porque me habían aceptado en Yale y me habían dado una beca, y que por eso teníamos que dejar el piso cuanto antes.
Tras un silencio, la madre de Annette dijo:
—Lo primero de todo, enhorabuena, Kimberly. Estoy segura de que los dueños no tendrán problemas en aceptar a una inquilina con un futuro tan brillante por delante. Yo misma os escribiré la carta de referencias.
Después de aquello, nuestra principal preocupación era cómo conseguiríamos ganarnos el arroz hasta que terminara mis estudios y pudiera empezar a trabajar. Si no encontrábamos una fuente de ingresos rápido, podríamos perder el piso.
Aquel mismo día, un poco más tarde, llamaron a la puerta.
—¿Quién será? —se preguntó mi madre mientras yo bajaba las escaleras para abrir.
Cuando aparecí en la puerta con Matt, la boca de mi madre pasó de una «O» de sorpresa a una tranquila sonrisa de aprobación.
En aquella ocasión, Matt tuvo más tiempo para echar una ojeada a nuestro piso. Su rostro no reflejaba compasión, más bien comprensión. Me pasó el brazo por el hombro y comentó:
—Puedo ayudaros a poner cristales nuevos en esas ventanas.
Descansando mi cabeza en su pecho, dije:
—Lo más probable es que nos mudemos pronto, pero ya te lo contaré más tarde.
Matt se puso a charlar con mi madre mientras tomaban un té. Aunque intentaba mantenerse alejado de los sitios donde podía haber insectos, parecía encontrarse cómodo en nuestro piso. Tenerlo en casa, iluminando la desnudez de la cocina con su hermosura, era como un sueño para mí.
Después de unos minutos de conversación con mi madre, Matt preguntó:
—Señora Chang, ¿le parece bien si llevo a Kimberly a Chinatown a tomar una sopa
wonton
? Le prometo que cuidaré de ella.
Abrí la boca para protestar y decir que no necesitaba que nadie cuidara de mí, pero cambié de idea al ver la sonrisa de mi madre.
—Anda, salid y que os dé un poco la luna —bromeó, queriendo decir que fuésemos a dar un paseo nocturno.
—Ma —dije, sin atreverme a mirar a Matt.
—Confío en vosotros dos, sé que no haréis nada malo. Pero no vuelvas muy tarde.
No podía creerme que fuera a salir con Matt y que no tuviera que mentir a mi madre. En cuanto estuvimos en la calle, Matt me besó. Algunos de los chicos del barrio nos silbaron.
Cuando Matt se apartó, sus ojos parecían más oscuros.
—Cuando estoy a tu lado siento que me mareo, como si fuera encima de una ola.
Suspiré, y posé la mejilla en su hombro. De camino a Chinatown, le expliqué casi todo lo que había sucedido con la tía Paula y el asunto del nuevo piso. No le conté lo de Yale, porque prefería esperar a que estuviéramos sentados en un sitio más tranquilo.
El restaurante estaba abarrotado. Todo el mundo era chino. En aquellos tiempos, los turistas todavía no habían descubierto los locales de Chinatown que servían la mejor comida. Si un blanco se aventuraba a entrar, el camarero decía «¡Barbarroja!» u «¡Ojos azules!» al cocinero para que adaptara el plato al gusto occidental.
Nos pusimos en una larga cola de clientes que esperaban a ser atendidos. Al lado había un mostrador ante el que se amontonaba gente que quería comida para llevar. Detrás de la barra, las camareras metían las cajas de comida en bolsas.
—
Ah-Matt
, ¿qué haces ahí? ¡No te he visto entrar! —Un camarero bajito con poco pelo cogió del codo a Matt y nos sonrió—. Sal de aquí, anda. Ven conmigo.
A pesar de las miradas de los otros clientes, nos apartó de la cola y nos llevó a una mesita que había al fondo del restaurante. Otro camarero saludó a Matt por su nombre y se apresuró a recoger los platos de nuestra mesa.
Matt les sonrió y dijo:
—Gracias,
ah-Ho
. Cuidado,
ah-Gong
, no vayas a romper algún plato.
El camarero me miró, fijándose en que no era Vivian, pero por educación no hizo ningún comentario. Nos sirvieron dos enormes boles de sopa
wonton
llenos de fideos caseros y tiernos raviolis rellenos de carne. Pesqué con la cuchara unas rodajas de cebolleta que flotaban en la superficie y me las llevé a la boca.
—Hacía un montón que no probaba esto.
—Es el mejor restaurante de Chinatown —dijo Matt.
—¿Vienes mucho por aquí? —No podía evitar imaginármelo cenando en ese mismo lugar con Vivian todas noches.
—No, casi nunca vengo a comer aquí. Conozco a estos chicos porque trabajé de lavaplatos en la cocina.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace mucho, para ganarme unos centavos cuando todavía no iba a la fábrica.
—¿Y por qué no servías mesas?
—Porque todavía era pequeño. Y luego me salió el trabajo de repartidor con los italianos.
Observé mi reflejo en un espejo con detalles dorados que había a su espalda. Mi rostro relucía de alegría. No me podía creer que estuviera sentada con Matt, escuchándolo mientras me hablaba de su vida, y que él fuera sólo para mí. Contemplé su mano, posada sobre la mesa: una mano cuadrada, con los nudillos enrojecidos. La mano de un trabajador, la cosa más bonita y especial que había visto nunca. La tomé entre las mías y me la llevé a las mejillas.
Matt cerró los ojos un instante y dijo:
—A veces, cuando salía con... otra chica, de repente veía tu rostro frente a mí, o me acordaba de algo que habías dicho. Pero pensaba que tú no me querías, porque siempre me ignorabas y además ibas a ese instituto privado tan elitista. Hacías muchas cosas, no eras una tonta que sólo sirve para trabajar en el taller como yo.
—¿Por eso elegiste a Vivian en lugar de a mí?
—No sabía que tenía posibilidades contigo. De haberlo sabido, te habría elegido sin dudarlo. Vivian me necesitaba. A ti, no te podía imaginar dependiendo de nadie.
Mi corazón se contrajo. Hice un esfuerzo para atreverme a decir estas palabras:
—Yo también te necesito.
Sus ojos, apagados por todo el dolor que había vivido aquellos días, recobraron su brillo habitual:
—¿En serio?
—Cuando estoy contigo, me basta con beber agua para no pasar hambre. ¿Por qué te decidiste finalmente por mí?
—Cuando nos besamos en el lavabo del taller, sentí por primera vez esperanzas. Pero luego seguiste ignorándome y no podía explicármelo. Me dije que había sido cosa de un momento, que tu corazón pertenecía a otro sitio. Pero cuando... —hizo una pausa, pues no quería mencionar la muerte de su madre-... ya no me importaba si me amabas o no. Aunque me dolía, me daba igual Vivian. Sólo quería verte.