El silencio de las palabras (26 page)

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Authors: Jean Kwok

Tags: #Drama

BOOK: El silencio de las palabras
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Me obsesioné con descubrir cómo se habían conocido. Según los rumores que circulaban por el taller, su padre era un sastre de Singapur, uno de los mejores, y tenía una pequeña tienda especializada en trajes a medida en la calle de Matt. Vivian ayudaba a su padre y pasaba bastante tiempo en la puerta del local. Había visto pasar a Matt lo suficiente como para conocerse. Por supuesto, no tenía dudas de que la muy arpía se plantaba en su camino a propósito, pero ¿cómo culparla?

La primera vez que la vi, era unos cuantos centímetros más alta que Matt. Con el paso del tiempo, esta diferencia menguó a medida que el muchacho fue creciendo, hasta que llegó a sobrepasarla con su cuerpo fornido, sus manos grandes y ese brazo protector que rodeaba el delicado hombro de la muchacha. Matt era tan amable conmigo como siempre, pero había una nueva abstracción en él, como si una parte suya estuviera siempre con ella. Los observaba pasear juntos, alejándose de mí, y se me revolvía el estómago entre dolorosos lamentos.

En enero de aquel curso, justo cuando yo acababa de cumplir los dieciséis, Curt se rompió la pierna izquierda esquiando. Tuvieron que operarlo antes de poder coger el avión de regreso, así que se quedó en Austria varias semanas. Casi no habíamos vuelto a hablar después del incidente con Tammy en octavo, cuando me defendió ante la doctora Copeland, aunque seguíamos yendo a varias clases juntos. Curt había estado demasiado ocupado haciéndose el interesante y convirtiéndose en alguien especial. Pintaba y hacía unas esculturas de madera que causaron gran sensación en el departamento de arte del instituto. El año anterior, había hecho una exposición en el Festival de Artes Plásticas. Y era atractivo, hasta yo tenía que reconocerlo. Había algo provocativo en sus movimientos. Me había fijado en que hasta la profesora de latín se ruborizaba al dirigirse a él.

Una noche, aquel invierno, sonó el teléfono en casa. Eran casi las nueve y media y estaba segura de que sería Annette, pero cuando contesté, resultó que era Curt. Su voz sonaba profunda. Me sorprendí tanto de que me llamara que ni le pregunté por su pierna.

—Oye, Kimberly, ya he vuelto a casa, pero todavía tengo que estar un mes sin moverme de la cama. La verdad es que llevo los estudios bastante mal, y encima ahora que no puedo ir a clase... Estoy perdido, a no ser que me ayudes.

—Pensaba que no te iba tan mal.

—Bueno, saco aprobados raspados, pero es que me he metido en otros líos... ¿Te acuerdas de lo de la alarma de incendios, antes de las vacaciones de Navidad?

—¿Fuiste tú?

Aquel incidente causó una gran conmoción: hubo que evacuar los edificios, vinieron camiones de bomberos y coches de la policía, se cancelaron las clases y alumnos y profesores nos quedamos tiritando durante horas en la calle.

—Pues sí. Estuvieron a punto de expulsarme, pero mis padres movieron algunos hilos para que no lo hicieran. Tuve que escribir una carta de disculpas y prometer que sacaría un notable de media y que me portaría bien. Lo intento, pero ahora mismo estoy en la cuerda floja.

Le hice la pregunta que me rondaba la cabeza desde que comenzamos a hablar:

—¿Por qué yo? Cualquier otro compañero te ayudaría encantado.

—Vamos, Kimberly. Tú eres la más lista. Necesito ayuda seria. Mis viejos han empezado a amenazarme con mandarme a un internado.

Acepté dejarle los apuntes de las clases que compartíamos, que pasaba a recogerlos a diario su hermano pequeño. Él los copiaba y me los devolvía al día siguiente. Vi que otros compañeros también le daban cuadernos a su hermano, seguramente de sus clases de mates y ciencias. De vez en cuando, Curt me llamaba para hacerme preguntas sobre las asignaturas. No sé si intentaba llamarme a primera hora de la tarde, pero en cuanto volvía a casa por la noche, sonaba el teléfono, como si hubiera estado esperando mi llegada. Nunca me preguntaba dónde pasaba las tardes, y se lo agradezco. Aunque iba un par de cursos por delante de él en matemáticas y ciencias, me acordaba de los temas y no me costaba explicarle lo que estaban viendo.

Aunque podía haberlo hecho, Curt no mantuvo en secreto mi ayuda. Cuando por fin regresó al instituto en muletas, todo el mundo quería firmarle la escayola, pero él reservó el espacio central para mí. Siempre que podía se sentaba a mi lado y, en cierto modo, me aceptaron en su círculo de elegidos. No sabía si lo hacía simplemente por quedar bien o porque me apreciaba con sinceridad. El resultado fue que empecé a ser aceptada por el grupo de chicos más populares, aunque todavía no les terminaba de caer bien. Yo poseía un atractivo que hacía que las otras chicas quisieran ser vistas conmigo, pero se comportaban con precaución ante mí, distantes y a la expectativa. No como Annette que, divertida ante mi repentino ascenso en el escalafón de la popularidad, seguía siendo mi única amiga.

Gracias a mi recién ganada pseudopopularidad, los chicos del instituto empezaron a ser más conscientes de mi presencia. No todos, por supuesto. Había un montón para los que pasaba desapercibida, pero siempre hubo un puñado a los que parecía que les agradaba mi compañía. Y yo, cosa extraña, me sentía a gusto con ellos. Ahora que Matt había desaparecido de mi vida como objetivo amoroso, era como si se hubiera llevado con él toda mi timidez. Con los otros chicos, me sentía liberada.

Las alumnas más populares del instituto notaban que llevaba las ropas baratas que sacaba de la fábrica, y toda la simpatía que me mostraban era cualquier cosa menos sincera. Sin embargo, los fines de semana, cuando volvía a casa del trabajo, el teléfono sonaba y siempre era un chico. Me apoyaba contra la pared amarillenta y jugueteaba con el hilo del auricular entre mis dedos mientras hablaba —anudar, desanudar, anudar, desanudar—. Cuando por fin desenredaba el cable y colgaba, volvía a sonar y era otro chico. Aquello volvía loca a mi madre, sobre todo si llamaban tarde. Hablar con un chico por teléfono ya era algo malo, pero hacerlo en la oscuridad de la noche era pasarse de la raya.

Cuando mi madre les cogía el teléfono, siempre decía: «Kimberly, no en casa, no. Fuera», y colgaba rápidamente. Mientras yo hablaba con un chico, ella estaba todo el rato paseándose delante de mí y diciendo en voz alta: «¡La cena! ¡La cena!», una de las pocas palabras que conocía en inglés. Lo que más le irritaba era que no podía entender lo que decíamos, pero tampoco tenía por qué preocuparse. Por lo general, conversábamos sobre cosas intrascendentes, como los deberes, las motos y los malditos profesores.

No me consideraba para nada guapa. Con el tiempo, me volví muy patilarga y delgaducha para el gusto chino. A pesar de los esfuerzos de Annette, los misterios del maquillaje y de la moda seguían siendo inexplicables para mí. No era guapa ni divertida, tampoco una buena colega, ni se me daba especialmente bien escuchar. No era ninguna de las cosas que las chicas creen que deben ser para gustar a los chicos. Por lo general, cuando un amigo me llamaba por teléfono, me quedaba con el aparato pegado a la oreja, con los ojos cerrados, escuchando el sonido de fondo de la línea por detrás de sus palabras. Sabía lo que andaban buscando aquellos chicos: libertad. Librarse de sus padres, de sus mediocres existencias, del peso de las expectativas que todo el mundo había depositado en ellos... Lo sabía porque yo también lo quería. Los chicos no eran mis enemigos, sino mis cómplices en nuestra aventura para escapar. Mi secreto era que los aceptaba.

En el instituto, en mis ratos libres, me pasaba el tiempo dando paseos cogida de la mano de algún chico. Dábamos una vuelta y nos enrollábamos. Era justo lo que mi madre me había advertido que no hiciera, y eso lo convertía en más divertido todavía. Me había visto obligada a ser responsable en tantos otros aspectos de mi vida, que me alegraba poseer libertad sobre mi propio cuerpo. No llegábamos muy lejos —no se puede hacer mucho en un cuarto de hora en el recinto del instituto—, pero a los chicos no parecía importarles demasiado.

—No sé cómo consigues no implicarte —me decía Annette—. ¿Nunca te enamoras de ellos?

Lo cierto es que no me interesaban aquellos chavales como al resto de las chicas. No me importaba demasiado si me llamaban o dejaban de hacerlo, si me invitaban a un baile o a ir al cine. A pesar de mi extraño acceso al grupo más popular del instituto, me daba igual si un chico era popular o no, si era un buen deportista o no... Por supuesto, prefería estar con un tío inteligente, o a veces con alguno guapo, pero también se podía ganar mi afecto con una sonrisa tímida o incluso por la forma de sus manos. Los chicos del Instituto Harrison no eran más que un sueño para mí: agradable y delicioso, pero etéreo al fin y al cabo. La cruda realidad era el ensordecedor estruendo de las máquinas de coser en el taller, las punzadas de frío en la piel durante las noches en nuestro apartamento sin calefacción, y Matt. A pesar de Vivian, Matt seguía siendo real.

Aunque Curt ya había vuelto a clase, seguíamos quedando una vez por semana y le daba clase de lo que necesitara. Por lo general, de matemáticas, para las que era un negado. Aquello contaba como horas de trabajo para mi beca, así que al principio me agradaba hacerlo. Sin embargo, a medida que Curt se fue alejando del peligro de un suspenso inminente, volvió a las andadas. A veces, venía a que le diera clase con un porro en la mano. Estuviera o no colocado, no perdía una oportunidad para intentar ligar conmigo. No me lo tomaba en serio porque había visto cómo hacía lo mismo con otras chicas. Sabía que sólo estaba practicando.

Sus ojos tenían algo arrebatador. Eran de un asombroso azul oscuro con un brillo blanco en el fondo, pero me resultaban demasiado vacíos para ser atractivos. No le interesaban las matemáticas, ni ninguna otra asignatura, y casi nunca se preparaba para nuestras clases, lo que me irritaba bastante. A veces, llegaba tarde o ni se presentaba. Descubrí que cuando estaba trabajando en una escultura, se olvidaba del tiempo. Curt había ocupado una esquina de la enorme sala que usábamos como taller de manualidades y tenía una pila de maderas en las que trabajaba sin descanso.

Finalmente, un día le pregunté:

—¿Por qué vienes, Curt?

Alzó las cejas con un gesto seductor, y dijo:

—¿No te lo imaginas?

—Igual te va mejor con otro profesor. Alguien más estricto.

Odiaba sentir que me hacían perder el tiempo.

—No. Me gustas tú —se apresuró a decir, con cara de preocupación—. A veces entiendo mejor las cosas cuando las explicas tú.

—No tendría que ser a veces. Tendría que ser siempre, pero no me prestas demasiada atención.

—Sí que lo hago. Además, para mí un «a veces» ya está muy bien.

—Lo único que haces es intentar ligar conmigo. Preferiría que nos limitáramos a hacer los deberes.

—Lo siento, es la costumbre. Además, tienes unas piernas preciosas. —Le lancé una mirada reprobadora y añadió inmediatamente—: Lo siento, se me ha escapado. No volverá a pasar, ¿vale?

A partir de aquella charla, Curt puso un poco más de empeño. Dejó de venir fumado y casi siempre era puntual a nuestra cita. Muy pocas veces traía los deberes hechos, pero por lo menos parecía que se esforzaba por atender. Me di cuenta de que era un chico inteligente, el problema era que no le interesaban los estudios. Todo lo contrario de mí.

Descubrí que pasaba casi todo el tiempo en su rinconcito del taller de manualidades, así que intenté que nos citáramos siempre allí. Hacía esculturas abstractas con trozos de madera que unía con pegamento y luego pulía. Di la vuelta a una figura que se parecía bastante al carácter chino simplificado del agua, un palo vertical con dos alas a los lados.

—Es bonito, pero ¿por qué nunca esculpes algo de la vida real? —pregunté.

Enarcó las cejas y respondió:

—Bueno, si posaras para mí, lo haría.

Al ver mi expresión de enfado, suspiró y añadió:

—Lo creas o no, a algunas chicas les gusta que les diga ese tipo de cosas —luego se puso serio y respondió a mi pregunta—: Porque cuando algo no es realista, se convierte en el recipiente de lo que tú desees que sea. Como una palabra, un símbolo o un jarrón. Puedes meter lo que quieras dentro.

No me gustaba esa idea de tanta libertad de elección y repliqué:

—Pero eso significa que está vacío en sí mismo.

—Ahí reside su belleza. No tiene por qué tener un significado.

—Pues yo no me imagino llevando una vida sin un sentido.

Me miró fijamente y dijo:

—No te interesan las cosas superficiales, ¿verdad?

—¿Como qué?

—El dinero, la ropa...

Me entró la risa.

—Pues sí que me importan, por necesidad.

—No, en realidad no te importan. Te he estado observando... ni siquiera te fijas en lo que hacen las demás chicas.

—Eso es lo que a ti te parece, porque visto diferente a ellas. Pero es porque no consigo entenderlas. —Me sentaba bien reconocer esto ante alguien—. En realidad, me gustaría parecerme a ellas —una imagen de la hermosa Vivian cruzó por mi mente—. El problema es que no sé cómo hacerlo.

—Porque no te interesa. Dime una cosa, si pudieras, ¿te pasarías horas delante del espejo intentando que tus pestañas parecieran más largas?

No contesté.

—No tendrías tiempo, porque estarías demasiado ocupada inventando algo para salvar al mundo —añadió.

—El hecho de que se me den bien las matemáticas no me convierte en un dechado de virtudes.

—¿Ves? A eso me refiero.

—¿A qué?

—¿Dónde aprendiste eso? Quiero decir, ¿alguna vez has oído a alguien decir «dechado de virtudes» en tu casa, o algo así?

—Lo leí en un libro.

—¿Ves?

—¿En tu casa no hablan así?

—Pues la verdad es que sí. Mis padres son editores, se pasan el día hablando así, por desgracia.

—Entonces, ¿qué te hace pensar que en mi casa no utilizan esas expresiones?

—¿Las utilizan?

—No —contesté, apartando la vista. Para cambiar de tema, volví a hablar de sus esculturas—: Me pregunto si podrías hacer algo real. Es muy difícil.

Curt no me contestó, pero a la semana siguiente había hecho una pequeña talla de una golondrina. Me fijé en ella y le dije:

—Es muy bonita.

—¿Te gusta? —Sus ojos brillaron con un cálido tono azulado—. Quédatela, si quieres.

—Oh, no —respondí. Mi madre me había enseñado a no deberle nada a nadie—. Algún día valdrá un montón de dinero. No puedo cogerla.

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