La capa de hielo que cubría los cristales de las ventanas se fue derritiendo poco a poco y de nuevo pudimos ver el mundo exterior. A finales de febrero, el abusón de la clase empezó a lanzarme miradas extrañas. Se llamaba Luke y había repetido varios cursos, por lo que nos sacaba una cabeza a todos los demás. Estaba cuadrado como un armario y marcaba su pecho con una camiseta ajustada gris y llena de manchas que nunca se cambiaba. Su nariz era ancha como la de un toro, y hasta el señor Bogart parecía haberlo dado por imposible y lo dejaba en paz. Ya lo había visto molestando a los otros chicos. Si alguno se atrevía a responderle, Luke se ensañaba el doble con él. Su principal arma eran las piernas: le encantaba tirar a la gente al suelo y molerla a patadas. Se decía que una vez un chico le había dado un cabezazo en el estómago y que Luke sacó un cuchillo y lo pinchó. Usaba un montón de palabras que yo no conocía, como «cojones» o «coño».
Le pregunté a Annette si sabía lo que significaba «coño».
—Todo el mundo lo sabe —sonrió con confianza—. Quiere decir «caca».
Annette me había contado que el próximo curso iban a meterla en un instituto privado que se llamaba Harrison. Evidentemente, yo iría a un instituto público. ¿Cómo me las iba a arreglar sin ella?
Nos despedimos del señor Al. Se habían llevado casi todas sus pertenencias en una gran furgoneta, aunque había reservado un par de sillas de cámping y un colchón para nosotras.
—Gracias, señor Al —le dije.
Me hacía muchísima ilusión poder volver a dormir sola.
—
Mmmm sai
-exclamó, intentando pronunciar «de nada» en cantonés.
—Habla muy bien el chino —mentí.
Por suerte, sabía perfectamente todo lo que le había enseñado, así que no me costaba adivinar lo que quería decir.
—Señoritas, cuídense mucho —dijo, y nos dio un gran abrazo a cada una. Olía a tabaco.
—Que tenga la fuerza y la salud de un dragón —le deseó mi madre en chino. Revolvió en su bolsa de la compra, sacó una espadita de madera que había comprado en la tienda de kung-fu de Chinatown, y se la entregó.
El ancho rostro del señor Al se iluminó de alegría mientras pasaba sus dedos por las tallas de la empuñadura.
—Mi madre le desea que tenga buena salud —dije, sin encontrar un modo mejor de traducirlo—. Se supone que tiene que guardar esa espada debajo de la almohada.
—¿Cómo? ¿Y desperdiciar un arma tan buena?
—Se lleva las preocupaciones y los malos sueños.
—De acuerdo, si tú lo dices...
Sonrió mientras se alejaba hacia el metro, blandiendo su espada como un
ninja.
Me daba pena ver la tienda del señor Al vacía. Desde nuestro piso, contemplé su edificio, apartando las bolsas de basura que cubrían la ventana. Quería ver a la mujer negra que dormía con su bebé en el piso que había encima de su tienda. La mujer no estaba, pero podía adivinar la silueta del niño, ahora más grande, solo en un corral para bebés. Se agarraba a los bordes, con la boca bien abierta, llorando. Nadie venía a verlo.
Siempre me gustaron más los coches de juguete que las muñecas, y los bebés de verdad no me llamaban nada la atención, pero en aquel momento deseé poder cogerlo en brazos y calmarlo.
Durante marzo y abril seguí sintiendo los ojos del matón de Luke clavados en mí, pero fingí que no me daba cuenta. El abusón había empezado a tirar del pelo a las chicas y a besarlas cuando el señor Bogart no miraba. Un día, a la hora de la comida, yo iba con mi bandeja por el comedor y pasé junto a la mesa en la que estaba sentado Luke junto a otros chicos. Sacó su pie para hacerme tropezar, pero se lo pisé y seguí adelante. Se levantó de golpe, y escuché cómo las patas de su silla arañaban el suelo.
—Tú, china.
No me di la vuelta y posé mi bandeja en mi sitio de siempre, frente a Annette. De repente, noté la mano del bruto en mi hombro. En un acto reflejo, bajé el hombro y me giré al mismo tiempo, así que su mano resbaló.
—¡Vaya! Eso es kung-fu —comentó uno de los amigos de Luke.
—¿Sabes kárate? —me preguntó Luke, con verdadero interés.
—No —contesté. Era la verdad.
—Sí que sabe —dijo un amigo suyo muy flacucho.
—Quiero ver qué tal te mueves. Después de clase echamos una pelea.
Luke pronuncio esa frase como si me estuviera invitando a jugar en su casa. Luego, volvió con sus amigos a su mesa.
Annette, enfrente de mí, me miraba fijamente. Me senté, temblando.
—¿Estás loca? —me preguntó, con un tono más agudo de lo normal—. ¡Te matará!
—¿Qué puedo hacer?
—Tienes que decírselo a alguien. Cuéntaselo al señor Bogart.
La miré sin contestar.
—Vale, olvídalo —frunció el ceño, concentrada en sus pensamientos—. Mi madre ha ido a trabajar hoy, así que me viene a recoger la asistenta. Podemos decírselo a ella.
Pensé en su asistenta, que parecía tan seca y seria. No tenía la pinta de ser alguien en quien pudiera confiar. ¡Si la señora Avery viniera a recoger a su hija!
—No, no se lo digas.
—¿Por qué no?
—No nos va a ayudar. —Estaba convencida de ello—. Y no soy una chivata.
Annette bajó la voz y me dijo en un susurro:
—Mira, Kimberly. Creo que Luke lleva un cuchillo. No está mal contárselo a los mayores.
Meneé la cabeza. Luke me daba miedo, pero les temía más a los adultos. Quizá la asistenta de Annette intentaba hablar con mi madre o con el señor Bogart. Todo lo que le había estado ocultando a mi madre se descubriría: las firmas falsificadas, los exámenes suspendidos, el certificado dental, los cuadernos de notas, la reunión de la APA...
Annette me agarró de la muñeca:
—Está bien, entonces te vienes conmigo. Te metemos en el coche y te sacamos de aquí. Podemos dejarte en tu casa.
Me hubiera gustado decirle que sí, pero ¿cómo iba a enseñarle dónde vivía? Además, mi madre me estaría esperando en la fábrica. Y Luke vendría a por mí al día siguiente, o al otro, o al otro. Sólo conseguiría empeorar las cosas. El chaval ya llevaba un tiempo detrás de mí.
—No —dije—. Pelearé con él.
Cuando terminaron las clases, podía sentir la acidez de mi estómago en la boca. Nunca antes me habían pegado. A menudo veía peleas en el patio, pero nunca me había llevado un puñetazo, una patada ni un escupitajo. Tampoco había pegado yo a nadie. En mi país, había hecho un poco de taichi con mi madre en el parque, pero la mayoría de nuestros compañeros de clase rondaban los setenta años, así que lo que había aprendido me servía de poco para una pelea callejera en Brooklyn.
La noticia de la pelea había corrido como la pólvora y se formó un grueso círculo de niños a nuestro alrededor. Los gritos de «¡pelea, pelea, pelea!» resonaban como tambores de guerra. Perdí de vista a Annette entre los rostros que me rodeaban y me quedé sola en el medio, frente a Luke. Me estaba esperando, enorme, gris, un verdadero acorazado de guerra. Me sacaba una cabeza y pesaba el doble que yo. Era de uno de los barrios más duros de Brooklyn, de esos a los que no van ni los carteros a entregar paquetes. Hacía poco que se había mudado a esta zona. Estaba tan asustada que habría dado cualquier cosa con tal de no tener que pasar por aquello.
No corrí, pues ya no había escapatoria. Sentía una gran tozudez en mi interior, aunque mis dedos estaban entumecidos y fríos. Me dejaba arrastrar por la calma que produce el pánico. Desciendo de una gran estirpe de luchadores: uno de mis ancestros fue un valeroso guerrero durante la dinastía Tang. No podía huir. Empecé a insultar a mi contrincante en chino, metódicamente, en voz muy bajita: «Tienes el corazón de un lobo y los pulmones de un perro. Tu corazón se lo ha comido un perro».
—¿Qué coño dices? —preguntó Luke.
No contesté. Seguí maldiciéndolo por lo bajini, como si estuviera rezando. Nos movimos en círculos y la sombra de su cuerpo me cubrió.
—Eres una tía muy rara —dijo.
De repente, se quitó la mochila y me dio un golpe con ella en el costado que me hizo girar y quedé de espaldas a él. Entonces, sentí un impacto en mi mochila. Me había dado una patada por detrás. Me quité la mochila y le pegué con ella en los brazos: izquierda, derecha. Le di en ambos costados de su rollizo cuerpo y vi como mi mochila se hundía en el material de su abrigo. Para mi sorpresa, no intentó devolverme los golpes. Entonces, estiré la pierna y le solté una patada en el tobillo.
—¡Mierda! —gritó.
Por un instante, un brillo salvaje asomó a sus ojos, pero tampoco me pegó. En lugar de eso, posó sus manos en mis hombros y me dio un empujón que me hizo retroceder unos pasos. Luego, volvió a colgarse la mochila y se marchó lentamente.
Annette acudió a abrazarme.
—No me habías dicho que eras tan buena peleando —exclamó—. ¡Sabes kung-fu!
No la contradije, aunque era consciente de que no sabía pelear, de que no habíamos peleado. Regresé a casa asombrada. Luke podía haberme machacado. ¿Qué había pasado?
Al día siguiente, la señora Laguardia, la directora del colegio, abrió la puerta de nuestra aula en medio de clase de sociales y dijo:
—Señor Bogart, tengo que hablar con Kimberly Chang.
Se escucharon susurros y varios alumnos se llevaron la mano a la boca. Aunque circulaban una serie de chistes sobre el aeropuerto de La Guardia a su costa, la directora era una persona respetada y temida por todos. Sentí que se me helaba el corazón. Miré hacia Luke, que apartó la vista. ¿Quién se habría chivado?
El señor Bogart asintió y dijo:
—Pórtate bien, Kimberly.
Tuve que esforzarme para seguir el paso ligero de la señora Laguardia. Cuando llegamos a su despacho, cerró la puerta y se quitó las gafas, que colgaron sobre su pecho de una cadena plateada. Me senté en una silla frente a su mesa. Los pies casi no me llegaban al suelo. Era consciente de lo que les ocurría a los alumnos en el despacho de la directora: se los cargaban.
—Nos acaban de enviar los resultados de los exámenes nacionales. La señorita Kumar vio los tuyos y se quedó
escupe-facta.
Me pidió que les echara un vistazo y tengo que reconocer que tus notas en matemáticas son
im-personantes.
Por supuesto, en lectura tus resultados son peores.
Bajé la vista y la sangre se me aceleró. Comprendí lo que aquello significaba: mis notas en inglés eran muy malas, una vergüenza para el colegio. Seguro que me expulsaban por mis malos resultados y por pelearme. Puede que también hubieran descubierto lo de las firmas falsificadas.
—Dime, ¿qué tienes pensado hacer el curso que viene?
Así que era eso. Me iban a suspender y tendría que repetir curso. Todos mis compañeros terminarían sexto e irían al instituto menos yo. ¿Cómo iba a ocultárselo a mi madre? Menudo problema iba a tener en casa. Me hundí en la silla e intenté pensar en algo que la apaciguara.
—Cariño, mírame.
Me sorprendió tanto la palabra «cariño» que obedecí. Había oído a la señora Avery llamar cariño a Annette, pero en mi país no era una palabra que usaran los directores de colegio. El rostro de la señora Laguardia parecía desnudo sin las gafas. Sus pestañas eran cortas, pero tenía una mirada amable.
—No te preocupes, no estás metida en ningún lío —dijo.
Me incorporé un poco, aunque había oído demasiadas historias sobre los peligros de aquel despacho como para creerle.
—Por desgracia, no hay muchas opciones en cuanto a institutos públicos en esta zona. He estado
re-calmando
a la
asmi-nistración
que esta situación cambie, porque nuestros hijos se merecen ir a un buen centro, pero las cosas son como son. El instituto público más cercano está bastante lejos y no se encuentra precisamente en un barrio tranquilo. Una niña con tu
taliento
por lo general entraría en un centro público para estudiantes
super-notados,
pero tus resultados en inglés son todavía demasiado bajos. También estoy al corriente de que hasta el momento no os va muy bien en América.
Volví a mirar el tapizado del sillón. Era de un verde muy chillón. Me estaba empezando a marear.
—Lo cierto es, Kimberly, que me preocupa lo que pueda pasar contigo si acabas en un instituto que no cuente con los
res-cursos
suficientes para
aprueb-echar
tus
capa-ciudades.
Entre tú y yo, creo que deberías pensar en un instituto privado. Para serte sincera, muchos de tus compañeros no tienen posibilidades de ser
ad-metidos
ni de permitírselo, pero tú, sí.
Entonces me asusté por otro motivo. No sabía por qué, pero la señora Laguardia me estaba confundiendo con una blanca, de esas que tienen asistentas esperándolas en casa con la merienda lista. Tendría que conservar la sangre fría para poder salir de ese despacho. Despistarla un poco y echar a correr.
—Gracias, señora Laguardia —dije.
—Conozco varios institutos muy buenos. Si quieres, te doy una lista con los nombres de los más
con-vinientes
para ti.
La contemplé sin entender.
—¿Quieres que te
a-conserje
alguno? —repitió.
—No, gracias —respondí rápidamente.
Me miró. Nadie me había dicho que la señora Laguardia fuera tan tonta.
—Kimberly, ¿no quieres ir a un instituto privado? —en su voz se comenzaba a percibir cierto tono de enfado—. ¿Prefieres que hable de esto con tu madre?
Contesté que no meneando la cabeza, con la vista clavada en el suelo. La directora soltó un suspiro y dijo:
—Como quieras, es tu decisión.
Comprendí que había abandonado la idea, pero en lugar de sentir alivio, la sensación de tristeza se hizo más pesada en mi interior.
—Sí que... quiero —murmuré. Noté que se apoyaba en la mesa para oírme mejor, pero no me interrumpió—, pero... no podemos... pagarlo.
—Creo que no me he explicado bien —su tono era enérgico—. Nadie ha dicho que tú y tu madre tengáis que pagar el instituto. Me refería a que te darían una beca. No puedo prometértelo, pero creo que tienes muchas posibilidades.
—¿En serio?
Nunca me había imaginado que podría ir a un instituto bueno como Annette.
—De todos modos, no te hagas muchas ilusiones porque ya es muy tarde para solicitarlo. El proceso normal de
as-misión
ya está cerrado. Si te aceptan en un instituto, habría que meterte con calzador porque habrán cubierto ya sus
por-supuestos.