La víspera del Año Nuevo chino, que en aquella ocasión caía a finales de enero, todos los dioses se marchan a medianoche. Después, regresan junto a nosotros, cada uno en un momento distinto y llegando desde diferentes sitios. Mi madre consultó el
Tong Sing
para ver cuándo y dónde teníamos que ir a recibirlos para darles la bienvenida. Frotó una aguja de coser con un imán y la colocó en un tazón con agua para descubrir cuál era la dirección. A las cuatro de la mañana, nos aventuramos en las calles desiertas. El vaho de nuestro aliento flotaba bajo el gélido relucir de las farolas. Nos dirigimos hacia el sudeste para saludar a los dioses. En nuestras manos, envueltas en guantes, llevábamos las ofrendas: mandarinas y cacahuetes.
El día de Año Nuevo chino la fábrica cerró porque ningún chino trabajaría. Incluso me dieron permiso para quedarme en casa y no ir al colegio. Mi madre hizo los tradicionales pastelitos amarillos y un plato vegetariano típico de los monjes para almorzar, y por la noche compró un pollo asado de Chinatown. Todo lo que suceda esa jornada es un presagio de lo que nos espera el resto del año, así que tuvimos mucho cuidado de no romper ni tirar nada al suelo.
El día siguiente es la apertura del año, así que preparamos las ceremonias religiosas para honrar a los muertos. Siempre celebramos las fiestas importantes primero en casa y luego en el templo. Mi madre había encontrado uno en Chinatown. ¡Cuántas veces mis manos han doblado los billetitos sagrados siguiendo las instrucciones prescritas a lo largo de los años! Primero los de plata, luego los de oro, después se ponen en horizontal las dos piezas rectangulares.
A continuación, hicimos ofrendas de comida y vino ante los cinco altares de la cocina, encendimos incienso e hicimos una reverencia ante ellos con fajos de los billetes sagrados en la mano. Realizamos un voto especial para que nos trajera buena suerte: una promesa a los dioses de que si superábamos el año nuevo con salud, el siguiente año les ofreceríamos cerdo asado. El humo del incienso invadía la cocina y se adhería a nuestras ropas y al pelo. Mi madre invocó a cada uno de los dioses por su nombre, a nuestros ancestros más importantes y a nuestros propios muertos, que incluían a todos los abuelos de ambas familias y a papá. Cuando recitó las oraciones por sus padres y por su marido, dijo: «Tomad otro trago, queridos», y derramó otra copa de vino por el suelo frente al altar de los ancestros.
Cuando terminó, bajamos las escaleras con los billetes sagrados y el licor de arroz. Hasta hacía unos días, en el patio interior de nuestro edificio había una capa de medio metro de basura sobre la que crecían hierbajos y arbolitos. Unos días antes, mi madre y yo habíamos adecentado un poco el lugar. Una fina capa de hielo cubría la superficie. Allí íbamos a quemar los billetes.
Mi madre prendió los primeros billetes y los depositó en un cubo metálico que había comprado en Chinatown. Luego cogió la botella y lanzó tres chorros de licor de arroz alrededor del cubo siguiendo el sentido de las agujas del reloj. El fuego crepitó al contacto con el alcohol. El licor servía para asegurarse de que los malos espíritus ocultos en el cielo no pudiesen robar las ofrendas a sus destinatarios. Mientras removía los billetes con una vara de metal, el calor que emanaba del fondo del cubo derritió el hielo que había por debajo, formando un círculo seco a su alrededor. Me imaginé los papelitos dorados y plateados transformándose en lingotes de oro y plata en los cielos, y los de colores, en seda de la mejor calidad. Cuanto más quemáramos, más dinero tendrían nuestros dioses y nuestros seres queridos para gastarse en los cielos, y más telas para vestirse. El fuego liberaba la esencia del papel de sus cenizas para que se reencarnase en el mundo de los espíritus.
Los árboles estaban cubiertos por el humo y las pavesas, y briznas doradas y plateadas saltaban de la hoguera, llevando nuestras ofrendas a los cielos. Tenía restos de ceniza en mi rostro y en el pelo.
Mi madre rezaba con la cabeza agachada justo donde la tierra se convertía en cemento en el patio, y pude captar algunas de sus palabras: «Misericordiosa Kuan Yin, amados parientes, dejad que la gente buena se nos acerque y alejad a los malos de nosotras». Me puse a su lado y cogí su brazo. «Pa, ojalá estuvieras aquí para apoyarnos. Por favor, ayúdame a mejorar mi inglés para poder cuidar de Ma», pensé. Mi madre tomó mi mano con cariño entre las suyas y juntas rezamos por nuestro futuro.
El siguiente domingo, volvía con mi madre de hacer las compras de la semana en Chinatown cuando me fijé en que las luces de la tienda del señor Al estaban encendidas. Había puesto un cartel en el escaparate en el que se leía: «Liquidación por cese de negocio». Me asomé a la puerta y vi al señor Al moviendo trastos en el interior.
Mi madre cogió las bolsas de la compra con una sola mano para poder encontrar sus llaves.
—No deberíamos molestarle, parece ocupado.
En ese instante, el señor Al nos vio. Se acercó a la puerta y la abrió.
—Pasad, pasad.
—No, gracias —dije—. Tenemos que poner la comida en el frigorífico. ¿Qué hace aquí un domingo?
—Tengo un montón de cosas que hacer: decidir lo que quiero quedarme, y lo que voy a tirar.
Me asusté.
—¿Se va a marchar?
El señor Al siempre nos saludaba cuando nos veía. Era nuestro amigo y se preocupaba por nosotras. Cuando nos conocimos mejor, le conté la historia del helado en la tienda, cuando el dependiente nos cobró más de lo debido. El señor Al se enfadó y exclamó: «¡Ese tío no tiene derecho a timar a gente decente así como así!». Debió de decirle algo al dueño de la tienda, porque la siguiente vez que fuimos, el hombre me regaló un collar de caramelos.
—¿Qué sucede? —me preguntó mi madre, que no había entendido la conversación.
El señor Al parecía preocupado.
—¿No os habéis enterado? Cariño, todo el mundo se está marchando del barrio. Este sitio tiene los días
cortados.
—¿Cómo? —dije, sin comprender.
—Que se acabó, ya no hay esperanzas. El gobierno piensa construir unos enormes bloques de viviendas nuevas aquí mismo. Van a tirar todos los edificios de esta manzana y los del otro lado de la calle.
—¿Cuándo?
—¿Qué pasa? —volvió a preguntar mi madre, cada vez más preocupada.
—Luego te lo cuento —le dije en chino. Esperé a que el señor Al continuara.
—Se supone que iban a empezar el año pasado, pero lo siguen retrasando. Mucha gente se ha quejado e intentan pararlo. Igual pasan otros diez años hasta que suceda, pero podría ser en cualquier momento. Nadie va a quedarse a ver cómo derriban su casa. Esto es como un barco hundiéndose. —Me palmeó el hombro con su enorme mano de piel oscura—. Vosotras sois buena gente, señoritas. Deberíais escapar ahora que podéis. Los dueños de los edificios no van a hacer nada por nosotros mientras esperamos. Nadie quiere invertir ni un centavo aquí. Mi escaparate lleva meses roto, el negocio va mal, todo el mundo se marcha.
—¿Cuándo se va?
—El alquiler del local termina el uno de marzo. Después me volveré a Virginia con mi hermano.
Ya en nuestro piso, le expliqué a mi madre lo que nos había contado el señor Al.
—Esto demuestra que la tía Paula no mentía y que nos cambiará de casa cuando se quede libre otro piso mejor —dijo mi madre, sonriendo—. No podemos quedarnos aquí para siempre.
—Pero ese momento puede tardar mucho en llegar, Ma, y ella sabía que iban a derribar esta zona. ¿Por qué no nos lo dijo?
—Igual no quería preocuparnos.
Reflexioné sobre nuestra situación, y comenté:
—En realidad, lo que demuestra esto es que ese tal señor N. nunca va a arreglar la calefacción ni ninguna otra cosa. Ma, tenemos que buscar otro sitio para vivir.
Mi madre respiró profundamente antes de contestar:
—No podemos permitírnoslo.
—En la fábrica hay más personas que viven de alquiler.
—No te olvides que el alquiler es sólo una parte de lo que le tenemos que pagar a la tía Paula cada mes. Nuestra deuda es muy grande, y este piso resulta bastante barato.
—¿Y si miramos en Chinatown? Los pisos no pueden ser muy caros allí.
—Los pisos baratos se los van pasando entre familiares. Nunca sale nada nuevo. Ya he preguntado en el taller.
Mi mente seguía sacándole punta a todo.
—No creo ni que sea legal que estemos viviendo aquí. El edificio está en muy mal estado. Seguramente por eso la tía Paula me hizo dar una dirección falsa en el colegio. —Estaba yendo demasiado lejos, movida por la desesperación—. Ma, escapémonos. Ya encontraremos trabajo en otra fábrica. La tía Paula no tiene por qué enterarse.
En Hong Kong nunca me habría atrevido a hablar así con mi madre, a discutir abiertamente con ella sobre asuntos de adultos, pero allí tampoco tenía las responsabilidades que poseía ahora. Nunca había estado tan desesperada por cambiar nuestra situación.
—¿Y nuestra deuda con la tía? —protestó mi madre, con una intensa mirada—. Ella nos trajo aquí,
Ah-Kim
. Envió dinero para curarme, para pagar nuestros visados y los billetes. No es algo de lo que podamos escapar, es una cuestión de honor.
—¿Honor? ¿Con la tía?
Me tiré de un mechón del pelo, frustrada por la respuesta de mi madre y por su integridad.
—Nos ha buscado una casa y trabajo. Es mi hermana y tu tía. Además, no importa lo malos que sean los demás, eso no nos da derecho a ser peores personas, ¿entendido? Somos gente decente y pagamos nuestras deudas.
Parte de mi enfado se diluyó. Odiaba estar atada a la tía Paula, pero comprendí que mi madre jamás rehuiría pagar una deuda. Para hacer eso, tendría que ser una persona distinta.
—¿La tía Paula siempre fue así, incluso cuando erais pequeñas?
Se pensó la respuesta. Sabía que no le gustaba hablar mal de nadie, sobre todo de la familia.
—Cuando éramos adolescentes, en Hong Kong, la tía Paula se ocupaba de todo. Era muy lista y emprendedora. Trabajaba en un taller de oro para que yo pudiera terminar mis estudios. Se suponía que yo era la que iba a casarse con un chinoamericano, porque lo único que se me daba un poco bien era la música y la gente decía que era guapa. Pero empecé a dar clases y tu padre me ofreció trabajo en el colegio. Poco después, nos casamos.
—¿Se enfadó por eso la tía Paula?
—Bueno, la verdad es que sí. Pero siempre ha sido muy práctica, así que cuando llegó el tío Bob, se casó ella con él.
—Entonces, ¿tú eras la que se tenía que casar con el tío Bob?
No estaba segura de poder asimilar tantas sorpresas en un día.
—El tío llegó a Hong Kong para visitar a unas cuantas personas —dijo mi madre, pero yo sabía que eso significaba que fue para elegir esposa entre varias candidatas—. Pero un conocido le había dado mi foto y se encaprichó. De todos modos, la tía Paula ha pasado por tiempos duros.
Al día siguiente, en la fábrica, hablamos con la tía Paula en su oficina.
—¿Por qué no nos habías dicho que iban a derribar nuestra manzana entera? —le preguntó con educación mi madre.
La tía Paula alzó sus delicadas cejas, sorprendida de que nos hubiéramos enterado.
—Porque no pensé que fuera importante. Ya os dije que es algo temporal. ¿Ves cómo no teníais que preocuparos? No podéis quedaros mucho en esa casa aunque quisierais.
—¿Y cuánto más vamos a estar allí? —preguntó mi madre.
—No mucho —contestó la tía Paula, rascándose la mejilla distraídamente—. Os lo diré en cuanto me entere de algo. Ahora, mejor que volvamos cuanto antes al trabajo —torció el gesto y añadió—: En el último pedido casi no acabáis vuestra parte a tiempo.
—Lo sé —se disculpó mi madre—. Nos esforzaremos más.
—Somos familia, pero no puedo dejar que los demás vayan por ahí diciendo que os trato con privilegios.
Su amenaza estaba clara, así que nos marchamos rápidamente.
Cuando, de camino a nuestro puesto de trabajo, pasamos por la sección de los cortadores de hilos, me sorprendió el ver a Matt trabajando solo, sin Park ni su madre.
—¿Dónde está tu madre? —le pregunté.
—A veces no se siente bien —dijo Matt, sin parar de trabajar, pues tenía que acabar el tajo de su madre—. Se quedó en casa con Park para que yo pudiera terminar todo el trabajo —comentó con cierto aire de orgullo—. Mi hermano no es de mucha ayuda por aquí.
—¿Necesita algo la señora Wu? —le preguntó mi madre—. Si es algo del pulmón, los abejorros machacados con sal van muy bien.
—Es del corazón —dijo Matt. Sus ojos eran cálidos cuando alzó la vista para mirarnos—. Ya tiene su propia medicina, pero gracias de todos modos, señora Chang.
Mi madre me sonrió mientras nos alejábamos.
—Ese chico es más simpático de lo que me pareció en un principio.
Tenía que perfeccionar mi inglés. Cada vez que encontraba una palabra que no conocía en mis libros de texto, la anotaba y buscaba su significado. Además, cogí mi diccionario, empecé por la «A», e intenté memorizar todas las palabras. Hacía copias de mis listas de vocabulario y las pegaba en la puerta del cuarto de baño. Me había aprendido el alfabeto fonético en Hong Kong, así que me resultaba más fácil adivinar cómo se pronunciaban las palabras, aunque a menudo cometía errores. En el colegio, nos llevaban una vez por semana a la biblioteca pública. Yo siempre sacaba un montón de libros. Empecé, un poco avergonzada, por los finos ejemplares de literatura infantil. Poco a poco, fui subiendo el nivel de mis lecturas. Me llevaba los libros al taller y los leía en el metro. Casi todos los deberes los terminaba en el metro o en la fábrica. Para los trabajos más grandes, reservaba los domingos.
Cuando, a principios de febrero, nos entregaron las notas, no me fue muy bien pero aprobé casi todas las asignaturas. Había hecho los exámenes nacionales de lectura y matemáticas con los demás alumnos, pero todavía no sabía los resultados. En mi cartilla de notas había un par de «Progresa adecuadamente» en ciencias y en matemáticas, otro par de «Necesita mejorar», y el resto era todo «Bien». En la sección de comentarios, el señor Bogart había escrito: «Kimberly tiene que aplicarse más. Por favor, venga a verme a la reunión de la APA y traiga un informe dental de su hija». ¿Cómo íbamos a pagar un dentista? No sabía lo que era una reunión de la APA, pero no podía dejar que mi madre viera aquello. Le hice creer que sólo nos entregaban la cartilla de notas una vez al año, a final de curso. Falsifiqué su firma sin mucho esfuerzo, porque llevaba firmando por ella desde que llegamos a los Estados Unidos.