—Perdona, cariño. Es que eres tan pequeña y este sujetador es tan grande —dijo con voz atronadora—. Mira, lo que necesitas es uno de talla infantil. ¿Qué talla usas?
—No lo sé. ¿Una setenta? —calculé a ojo, basándome en el sujetador de mi madre, que era de Hong Kong y seguía las tallas europeas.
La mujer se echó a reír de nuevo.
—¡Eres la monda! No te preocupes, algún día crecerás y serás una mujer de verdad, te lo prometo. Pero no tengas tanta prisa, pequeña. Anda, ven, que te tomo las medidas.
Me quité el jersey y la mujer cogió una cinta métrica. Sentí vergüenza de mi camiseta hecha a mano, pero por lo menos aquella no tenía agujeros. No sé si la mujer se fijó, pero no dijo nada. Miré al suelo mientras rodeaba mi pecho con la cinta.
—Una treinta triple A —exclamó con voz tan alta que seguro que la oyó toda la tienda. Sacó una caja de detrás de un mostrador y me la entregó—. ¿Quieres probártelo?
—No, gracias.
Agarré la caja, pagamos a toda prisa y nos marchamos.
Cuando, una vez en casa, abrí la caja, vi que sólo era un pequeño trozo de algodón. Sin embargo, al ponérmelo, parecía uno de los que llevaban las demás chicas en el instituto.
Pero mi nueva ropa interior había llegado demasiado tarde. Las bromas ya habían empezado y avanzaban con velocidad propia, como un tren acelerando, y siguieron circulando durante mucho tiempo.
El comportamiento de los chicos de mi clase me resultaba demasiado complejo de comprender, y pensé en pedirle consejo a Annette. Hablábamos todos los días en el autobús y en el comedor, pero sólo me contaba banalidades de sus asignaturas y de sus compañeros. A menudo me decía que ninguno era tan simpático e inteligente como yo. La mayoría de nuestras conversaciones consistían en que yo intentaba convencerla de que tal o cual chico no la odiaba. No se daba cuenta de que yo raramente hablaba de mis cosas, pero no la culpo por ello. Lo cierto es que me alegraba no tener que hablar de mí. Era todo un alivio estar en su mundo y, con mi silencio, fingir que lo compartía. No quería que supiera lo mal que lo estaba pasando.
Sí que saqué el tema durante las clases de refuerzo de inglés con Kerry, que se puso pensativa y me dijo:
—Eso que hacen no está bien, deberías contárselo a tus profesores.
Pero me preocupaba que, si me quejaba, me vieran como una fuente de problemas y lamentaran haberme aceptado en el instituto. En mi país, los profesores obligarían a los padres de los chicos implicados a sentarse a hablar del tema. ¿Cómo iba mi madre a defenderse ante los padres de Greg?
Finalmente, decidí pedir consejo a Matt.
—Necesito tu ayuda —le dije un día en la fábrica.
—Lo que tú quieras, pequeña.
—Hay unos chicos en el instituto que me molestan. —Me daba vergüenza tener que reconocerlo—. Quiero que me dejen en paz.
Sus ojos de color ámbar mostraron comprensión.
—Eso no está bien. A mí y a Park también nos molestaban unos idiotas.
Su sonrisa se desvaneció.
—Y, ¿qué hicisteis?
—Me peleé con el cabecilla. Pero no es una buena solución para una chica.
—Una vez tuve una pelea con el chico más grande de mi clase.
—¿Quién? ¿Tú? ¿La señorita bracitos?
—Está bien, no fue una pelea en serio. Al final, resulta que yo le gustaba.
—Igual ahora pasa lo mismo.
—No, no, esta vez seguro que no.
Sonreí. Estaba convencida de que Greg no se sentía atraído por mí, pero Matt me había dado una idea.
Esperé a la siguiente clase de gimnasia. Hasta el último momento no estuve segura de si tendría coraje suficiente para llevar a cabo mi plan. Mi corazón latía acelerado y me costaba respirar. Me detuve un instante en la puerta del gimnasio, antes de acercarme a donde él estaba, rodeado por sus amigos.
—Greg.
Casi nadie me había oído hablar nunca, y mucho menos dirigirme a ellos. Todos permanecieron en silencio.
Greg me miró. Aunque me temblaban las piernas, fingí la sonrisa más amable que pude y le dije:
—Lo siento mucho.
El muchacho no entendía nada, y parecía un poco azorado. Seguramente sabía que era él quien tenía que pedirme perdón.
—¿Por qué?
—Ya sé que intentas llamar mi atención, pero es que no me gustas. No puede haber nada entre nosotros.
Me acerqué a él para darle lo que esperaba que pareciera un beso condescendiente en la mejilla. Pero mi nerviosismo se había esfumado y terminé besándolo en la comisura de los labios, lo que proporcionó a mi actuación un toque más convincente ante todos los espectadores. A pesar de sus bravuconadas, Greg sólo era un muchacho de doce años, y se quedó tan sorprendido ante mi beso que empezó a escupir como un loco, como si le hubiera picado un enjambre de abejas. Toda la superficie de su cara que no estaba cubierta de pecas se tiñó de un rojo oscuro.
Todavía no estaba acostumbrada a los vivos colores que puede adoptar la piel de los blancos, y me asusté tanto que retrocedí un paso. Todo el gimnasio estalló en carcajadas.
—¡Greg está por Kimberly! ¡Greg está por Kimberly! —cantaban a coro los chicos.
—¡Oh! ¡Venga ya! —dijo finalmente, pero se estaba palpando el labio inferior con los dedos (supongo que de la sorpresa), y sólo consiguió aumentar el efecto de mi broma.
—¿Todavía sientes el calor de sus labios? —le preguntó Curt con una sonrisa maliciosa.
No sé cuántos chicos se creyeron mi truco o cuántos simplemente aprovechaban la oportunidad para devolvérsela a Greg, que se había metido con casi toda la clase en alguna ocasión, pero aquello sirvió para cambiarlas tornas. Empezó a evitarme, y sus bromas se terminaron al poco tiempo.
Aunque procuraba evitar a la tía Paula, un día al entrar en el taller me crucé con ella. Todavía llevaba puesto el uniforme de Harrison y me miró pensativa. La saludé y fui corriendo al cuarto de baño para cambiarme.
Más tarde, la tía se acercó a nuestro puesto de trabajo.
—Querida hermana —dijo mi madre, preocupada. Aún era pronto para su habitual control de calidad—. ¿Algo va mal?
—No, claro que no —contestó la tía Paula—. Sólo estaba pensando que hace mucho que no venís a nuestra casa a comer arroz. —Con esa expresión se refería a que hacía mucho que no nos invitaba a cenar—. ¿Qué os parece si el tío Bob pasa a buscaros el domingo?
Mi madre intentó disimular su sorpresa ante aquella muestra de generosidad. Desde que nos mudamos a nuestro piso, hacía ya más de un año, la tía Paula sólo nos había invitado una vez.
—Te agradezco lo bien que te portas con nosotras, querida hermana.
—Tonterías, tonterías. Que Kimberly se ponga algo bonito. El uniforme del instituto, por ejemplo.
Yo también estaba sorprendida. Cuando la tía Paula se marchó, le dije a mi madre:
—Pensaba que estaba enfadada porque me admitieron en el Instituto Harrison.
Mi madre se lo pensó por un momento antes de comentar:
—La tía Paula no es de las que luchan contra cosas que no pueden cambiar. Es demasiado práctica.
—Entonces, ¿ya no está enfadada?
—Yo no he dicho eso. Cuando vayamos a su casa, no dejes que tu corazón crezca. —Con aquella expresión china quería decir que debía tener cuidado—. Tienes que ser humilde.
—Si la tía sigue siendo tan calculadora, ¿por qué nos invita a cenar? —Con «calculadora», quería decir celosa.
Mi madre suspiró.
—
Ah-Kim
, no debes hacer esas preguntas tan directas. No es propio de una niña china bien educada.
—Sólo quiero entenderlo para saber cómo comportarme.
Lo dudó unos instantes antes de decidirse a contestar:
—Cuando la tía Paula no puede cambiar las cosas, entonces intenta ver cómo puede sacarles partido para que le beneficien a ella y a su familia.
Por fin lo comprendí.
—¡Nelson! Quiere que sea un buen ejemplo para él.
Mi madre asintió.
—Pórtate bien con él.
En casa de la tía Paula hacía un calor muy agradable. Me quedé un buen rato junto al radiador del salón. Cuando Nelson me vio, se acercó. También llevaba la ropa del instituto, una americana verde oscuro y pantalones marrones. Entonces comprendí lo que estaba pasando: los dos llevábamos el uniforme porque la tía quería que viéramos que su hijo también iba a un colegio privado. Me había pedido que me pusiera mi ropa del instituto para que Nelson pudiera llevar la suya.
Mi primo me dijo, muy bajito, para que los mayores no lo oyeran:
—Cuando ves nuestra casa, se te ponen los ojos rojos, ¿verdad?
Nelson nunca podía superarme con los insultos, y mucho menos en chino. Dándole unas palmaditas en el hombro, le contesté:
—Qué pena que tu cerebro sea como una lamparita de cuero: por mucho que intentas encenderla, nunca ilumina lo suficiente.
La llamada de la tía Paula nos interrumpió:
—¡El arroz está listo!
Estábamos todos alrededor de la mesa: el tío Bob, Godfrey, Nelson, la tía Paula, mi madre y yo. Había auténticas delicias, como gambas salteadas con lichis, pimientos asados rellenos de carne y una lubina entera al horno con jengibre y cebolletas.
—Querida hermana, ¡nos has preparado un dragón de oro! —comentó mi madre, queriendo decir que la tía había preparado unos platos muy elaborados.
Nunca había hecho tanto esfuerzo por nosotras, y comprobé que habíamos subido de estatus para ella. Y no se debía sólo a que estuviera impresionada por mis logros académicos. Ya la conocía lo suficiente como para saber que las cosas no eran tan simples. Quizá se había dado cuenta de que podía convertirme en una amenaza para ella, y que tenía que tratarnos un poco mejor, por si acaso.
Durante la cena, la tía quiso enterarse de las notas que había sacado en el colegio y de cómo había conseguido entrar en el Instituto Harrison. Le ofrecí una visión general de lo que había pasado, saltándome la mayoría de los detalles.
—¿Y qué notas sacas, ahora que estás en un instituto tan elitista? —preguntó.
Contemplé mi bol de arroz.
—Las clases son bastante difíciles.
—¿En serio? ¿Para una chica tan lista como tú?
—En mi último examen de inglés saqué un diez —intervino Nelson—. ¿Tú que sacaste?
Acababa de llevarme un lichi a la boca y mordí con tanta fuerza los palillos que sentí cómo mis dientes marcaban la madera.
—Nelson, no vamos al mismo instituto.
—Ya lo sé, pero, ¿qué sacaste? —repitió.
Aunque me daba vergüenza, tuve que ser sincera:
—Un 6,7.
Nelson sonrió. Sorprendido, el tío Bob se quedó a medias dando una cucharada de arroz a Godfrey.
—Vaya, vaya —comentó la tía Paula.
Se podía notar el alivio y la satisfacción en su voz. Estaba claro que su deseo de que me fuera mal era mayor que sus ganas de usarme como ejemplo para su hijo.
Mi madre frunció el ceño porque nunca había visto que sacara unas notas tan bajas.
—No me lo habías dicho,
Ah-Kim
.
—No pasa nada, Ma —me excusé—. La próxima vez lo haré mejor.
—Tienes que tener cuidado con tu beca, Kimberly —dijo la tía Paula, aunque sabía que sería la primera en alegrarse si la perdía—, si no quieres que te la quiten.
—Lo sé —reconocí.
Era una preocupación que tenía en secreto y que no quería compartir con mi madre. Pero Nelson y la tía Paula me habían puesto en evidencia. Mirando a los ojos a la tía, dije:
—Es que como tengo que quedarme hasta tan tarde en la fábrica, no tengo tiempo para estudiar.
Mi madre me interrumpió:
—Puedes liberar tu corazón, querida hermana. —Con eso quería decir que no se preocupara—.
Ah-Kim
siempre se esfuerza al máximo. Toma, coge otro pimiento relleno.
Con sus palillos, seleccionó un pimiento y lo dejó en el bol de la tía Paula, mientras con la mirada me mandaba callar.
Le hice caso y cambié de tema.
A Annette también le estaba costando aclimatarse al Instituto Harrison, aunque por motivos diferentes a los míos. Igual que el resto de alumnos, ella provenía de una familia acaudalada, pero era demasiado rara e inocente para adaptarse con facilidad. Todas las mañanas, yo le guardaba el sitio en el autobús y en cuanto se montaba, nos pasábamos el resto del trayecto hablando de las clases y de los compañeros que a Annette le parecían guapos. Yo no me fijaba mucho en los chicos, estaba demasiado ocupada intentando seguir el ritmo de clase. Además, a los chavales de mi curso parecía que sólo les interesaba hacer el tonto y molestar a las chicas.
Tammy, la del pelo castaño, a veces nos miraba en el autobús, y en un par de ocasiones se sentó a mi lado en clase.
—Ayer quería llamarte para preguntarte algo sobre los deberes —me dijo un día en clase de matemáticas—. Pero tu número no sale en la lista del instituto.
—Es que lo han cambiado.
Era la misma mentira que le había estado contando a Annette hasta que dejó de preguntarme.
—¿Y cuál es el nuevo? Dímelo, que lo apunto.
—Es que ahora tenemos un problema con la línea. Están de obras en la calle.
—Vaya.
Tammy me miró sorprendida. Después de aquello, empezó a sentarse más a menudo con Sheryl, Greg y su pandilla de amigos.
Le prestaba mucha atención a todo lo que me enseñaba Kerry en las clases de refuerzo de inglés. Me dijo que nunca había visto a nadie progresar tan rápido. Yo sabía que todavía me quedaba mucho camino por recorrer, por eso dedicaba cada minuto que tenía libre a estudiar inglés.
A comienzos del segundo semestre de séptimo, me costaba más entender a mis compañeros que a los profesores. La jerga que usaban los jóvenes, combinada con mi poco conocimiento del contexto cultural, hacía que sus conversaciones me resultaran inaccesibles. Un día, en el comedor, oí que Curt, en la otra punta de la mesa, hablaba con sus amigos sobre el más allá. Pensé que era una buena ocasión para aprender un poco sobre su religión. Al principio no pude escucharlo todo porque Annette me estaba contando algo, pero capté algunas de las palabras de Curt, como «Jesucristo y san Pedro... En las puertas del Cielo... llega un anciano... le preguntan... ¿A qué te dedicabas en vida?». Presté más atención porque me interesaba conocer mejor las creencias de mis compañeros. No me imaginaba que Curt fuera tan espiritual.
—El anciano responde: «Yo era carpintero», entonces Jesucristo exclama: «¡Papá! ¿Eres tú?», y el hombre le dice: «¡Pinocho! ¡Hijo mío!».