—Entran de niñas en esta fábrica y la abandonan de abuelas —dijo la tía Paula, guiñando un ojo—. ¡Es la rueda de la vida del taller!
Seguimos andando y de repente nos rodeó una enorme nube de vapor. Casi no podía ver delante de mis narices. Me di cuenta de que casi todo el calor del taller provenía de esa zona. Había cuatro enormes máquinas de planchar al vapor conectadas a una caldera central que cada pocos minutos emitía un agudo pitido al soltar aire. Frente a cada plancha había un hombre que colocaba las prendas en la tabla y cerraba la tapa de golpe, expulsando grandes ráfagas de vapor. Todos tenían un enorme caballete en el que apilaban las prendas planchadas para el «acabado», que era la tarea de mi madre. Las montañas de ropa iban en aumento.
Finalmente, llegamos a nuestra sección, al fondo del taller. Era más grande que el piso en el que vivíamos. Había una mesa gigante y una pila de ropa planchada que teníamos que colgar, clasificar, ceñir con cintos o fajines, marcar y luego envolver en una funda de plástico. La tía Paula se marchó tras advertirnos de que el próximo pedido salía en unos días y que teníamos que terminarlo todo a tiempo.
Mi madre empezó a doblar pantalones a toda prisa y me pidió que ordenara por tallas un enorme colgador lleno de pantalones en sus perchas. También me dio una mascarilla, un cuadradito de tela blanca que se ataba detrás de las orejas. Como estábamos junto a la zona de planchado, el calor era sofocante.
No podía respirar y me quité la mascarilla pasados unos minutos. Mi madre tampoco llevaba puesta la suya.
Descubrí una página arrugada de un periódico chino en un contenedor de deshechos industriales y la cogí a hurtadillas. Me alegró ver caracteres familiares. La desplegué sobre un banco vacío y la dejé a mi lado mientras empezaba a ordenar.
En menos de una hora en el taller, tenía todos los poros de mi cuerpo cubiertos por el polvo. Una red de hebras rojas se extendía por mis brazos, y cuando intentaba limpiarme con las manos, se formaban bolitas de mugre que se adherían al vello de mi piel. Mi madre limpiaba constantemente la mesa sobre la que trabajaba, pero en pocos minutos volvía a descender una capa de polvo tan grande que, si hubiera tenido tiempo, podría haber dibujado muñequitos en su superficie con el dedo. Hasta el suelo estaba cubierto de polvo y, por dondequiera que anduviera, el movimiento desplazaba bolas de porquería que caían y flotaban junto a mis pies, perdidas.
Percibí un olor agradable que se mezclaba con la peste a poliéster que invadía mis fosas nasales. Me giré y vi a un niño detrás de mí. Tenía mi altura y llevaba una vieja camiseta blanca. Por la fuerza de sus hombros y brazos se adivinaba que era un luchador. Tenía las cejas espesas y cruzaban su rostro en una sola línea. Bajo ellas, sus ojos eran de un sorprendente tono ámbar con brillo dorado. Masticaba un bollito relleno de cerdo. La crujiente corteza brillaba y casi pude saborear la dulce y exquisita carne en mi boca.
—¿Todavía te acuerdas de leer en chino? —me preguntó, señalando el periódico.
Asentí, sin mencionar que era el único idioma que sabía leer.
—Yo lo olvidé todo. Llevamos ya cinco años en América —comentó, dándose ínfulas—. Debes de ser lista, si sabes leer y todo.
No era un cumplido, sino una pregunta. Decidí ser sincera y contesté:
—Antes lo era.
El chico reflexionó durante unos instantes sobre mi respuesta, y finalmente me dijo:
—¿Quieres un trozo?
Dudé. No es muy chino aceptar comida de otro. Ningún niño de Hong Kong me habría ofrecido su comida.
El chico pasó el bollo ante mi nariz.
—Venga —dijo, y arrancó un trozo sin morder y me lo ofreció.
—Gracias —respondí, y me lo llevé a la boca. Tenía un sabor tan delicioso como su olor.
—No es para tanto —comentó él con la boca llena—. Lo he chorizado del puesto de la Perra Sarnosa.
Lo miré, confusa y horrorizada. Ya me había tragado mi parte del robo.
—¿De quién?
—De la Sargenta.
Todavía debía de tener cara de no entender, porque el muchacho suspiró y dijo:
—¡La Perra Sarnosa! Seguro que la has visto por la fábrica.
Entonces se puso a rascarse el cuello, imitando a la perfección el gesto de la tía Paula.
—¡Es mi tía! —exclamé.
—¡Ay, ay, ay! —se lamentó, abriendo los ojos como platos.
Me eché a reír, y él también.
—No suelo quitarle cosas, ¿sabes? Sólo me gusta molestarla. Ven a verme a la sección de cortadores en el descanso. Me llamo Matt —dijo.
Cuando, un poco más tarde, mi madre me dejó hacer un descanso, me acerqué a la mesa de los cortadores de hilo. Las ancianitas y los niños estaban ocupados examinando las prendas que tenían entre manos, eliminando los hilos sobrantes con unas tijeras especiales que se abrían automáticamente tras cada corte. Algunos de los críos no tendrían más de cinco años. Encontré a Matt trabajando con sus rápidas manos junto a un niño más pequeño que llevaba gafas. Una mujer, que seguramente sería su madre, estaba sentada junto al chiquitín. Tenía unas enormes gafas tintadas de rosa que apenas ocultaban las grandes bolsas que había bajo sus ojos.
Cuando la mujer se percató de mi presencia, entornó la mirada para ver mejor a través de los gruesos cristales de sus gafas.
—¿Eres un niño o una niña? —me preguntó.
Matt contuvo una carcajada. Era consciente de que parecía un chico, con mi pecho plano y ese corte de pelo que me hacía mi madre para soportar el calor de Hong Kong. Deseé desaparecer.
El niño que estaba junto a la mujer era delgaducho. Las gafas le colgaban de sus orejas de soplillo. Sin levantar la cabeza, siguió trabajando en una falda. Observé cómo le daba una vuelta tras otra, buscando algún hilo olvidado. A su lado, en la mesa, había una moto de juguete con el rostro de un indio americano dibujado en el depósito de gasolina. El juguete estaba desgastado, como si lo hubieran mordido.
—Hola —lo saludé.
El niño no me respondió, así que Matt se acercó a él y agitó la mano frente a su cara. El pequeño entonces empezó a hacer gestos con los dedos, una especie de lenguaje de signos; alzó la cabeza y luego, inmediatamente, volvió a bajar la vista. En su breve mirada, me fijé en que sus ojos no enfocaban bien tras las gafas.
—Park no oye muy bien —explicó su madre.
—Ma, voy a hacer un descanso —dijo Matt, saltando de su banco.
Se giró hacia Park e hizo otros gestos. Supuse que le estaría preguntando si quería venir con nosotros.
Como su hermano no reaccionó, Matt se volvió hacia mí Y dijo:
—Es muy tímido.
—No tardes —le pidió su madre—. Queda mucho trabajo por hacer.
Algunos niños se nos unieron al ver que estábamos libres, y nos acercamos todos juntos a la máquina de refrescos de la entrada. La botella costaba veinte céntimos, y más adelante descubrí que casi nadie la usaba por lo cara que era, pero la idea de una bebida fresquita en aquel sofocante taller resultaba tan atractiva que la máquina se había convertido en un punto de reunión.
Supuse que la mayoría de los niños estaría en el taller por las mismas razones que yo. No estaban contratados oficialmente por la fábrica, pero no tenían otro sitio donde ir y sus padres necesitaban de su ayuda. Mi madre me había explicado que los empleados cobraban por prenda terminada, por lo que el trabajo de los niños era fundamental para aumentar los ingresos familiares. Algunos años más tarde, cuando estudiaba en el instituto, me enteré de que el pago por unidades era ilegal en los Estados Unidos, pero esas leyes estaban hechas para los blancos, no para nosotros.
Por la forma en la que se apoyaba contra la vibrante máquina de refrescos, me di cuenta de que Matt era el cabecilla de los niños de la fábrica, cuyas edades iban desde los cuatro años hasta la adolescencia. Todos llevaban camisetas de moda con frases en inglés, como «Remember to vote», mientras que yo vestía una blusa hecha a mano porque, para ahorrar dinero, mi madre me hacía la ropa, aunque no se le daba muy bien coser. Los demás niños mezclaban el chino con expresiones en inglés para mostrar lo americanizados que estaban, y supongo que todos se dieron cuenta de que yo acababa de bajarme del barco. Hubo algunos cuchicheos cuando se enteraron de que la Perra Sarnosa era mi tía, pero Matt me había acogido bajo su protección y nadie se atrevió a molestarme. A pesar de la dureza del trabajo en el taller, era agradable encontrarse de nuevo entre niños chinos.
Al cabo de diez minutos, todos empezaron a regresar a sus puestos pues sabían que tenían tareas que terminar antes de poder marcharse. Volví junto a mi madre y me puse a trabajar, pero estaba agotada. Llevaba tres horas allí. Esperaba que me dijera que ya era el momento de volver a casa, pero en vez de eso, lo que hizo fue sacar una tartera con arroz, zanahorias y un poco de jamón: cenaríamos en la mesa de los acabados. No podía quejarme, porque ella llevaba en la fábrica muchas más horas que yo. Comimos de pie y a toda prisa, para poder hacer suficiente trabajo y cumplir el cupo del día. Aquella primera noche, salimos a las nueve. Más adelante, me enteré de que aquello era terminar pronto.
A la mañana siguiente, estuve un buen rato encerrada en el minúsculo cuarto de baño de casa.
—¡Kim! —gritó mi madre—. Llegarás tarde a la escuela.
Abrí la puerta a regañadientes, agarrando mi toalla.
—No me encuentro bien.
Con cara de preocupación, mi madre posó una mano en mi frente.
—¿Qué te pasa?
—Me duele la tripa —dije—. Creo que debería quedarme en casa.
Mi madre me miró fijamente y se echó a reír.
—Tonta. ¿Por qué haces uso de las grandes palabras? —Utilizó esa expresión china para preguntarme por qué mentía—. Tienes que ir al colegio.
Mi madre creía en la absoluta santidad de la educación.
—No puedo —dije.
Mis ojos empezaron a cubrirse de lágrimas, aunque intenté ocultarlo frotándome la cara con la toalla.
—¿Los otros niños se portan mal contigo? —me preguntó con ternura.
—No son los niños —contesté, mirando el astillado marco de la puerta del baño—, es el profesor.
Entonces se mostró escéptica. En Hong Kong se respeta mucho a los maestros.
—¿De qué estás hablando?
Le conté toda la historia: que el señor Bogart había corregido mi pronunciación el día anterior, que se había enfadado porque yo no le entendía, que pensó que estaba copiando y me había puesto un cero... Ya no pude contener las lágrimas por más tiempo y dejé que brotaran, aunque evité echarme a sollozar.
Cuando terminé, mi madre permaneció en silencio. Tuvo que hacer un gran esfuerzo antes de poder articular palabra. Con voz entrecortada, dijo:
—Igual tengo que ir a hablar con tu profesor y contarle lo buena estudiante que eres.
Por un instante, mi corazón remontó el vuelo, pero entonces me imaginé a mi madre intentando comunicarse con el señor Bogart con las pocas palabras que conocía en inglés. Sólo conseguiría que el profesor me cogiera más manía.
—No, Ma. Me esforzaré.
—Estoy convencida de que si estudias como siempre has hecho, te dará otra oportunidad —dijo, atrayéndome a su lado y posando su mejilla en mi cabeza.
Me sorprendió y me agradó que mi madre no se hubiera puesto de parte del profesor contra mí. Apoyada en ella, cerré los ojos y fingí, sólo por un instante, que todo iba a ir bien.
Después de aquella charla sobre el señor Bogart, hice lo que cualquier niña inteligente habría hecho: empecé a hacer novillos. Mi madre no tenía más remedio que dejarme ir a clase sola porque debía llegar a la fábrica lo más temprano posible para tener alguna esperanza de acabar el trabajo a tiempo. No podía volver a permitirse el lujo de acompañarme hasta el colegio.
—¿Estás segura de que conoces el camino? —me preguntó mi madre—. ¿Tienes tu ficha para coger el metro después de clase?
Le daba miedo dejarme sola, pero una vez que lo había recorrido, el camino al colegio era en realidad muy sencillo. Estaba lejos, pero no había que callejear mucho. Cuando llegamos a su boca de metro, pareció dudar a la entrada, pero reuní toda la confianza que pude para esbozar un gesto de seguridad que la tranquilizase y me marché en dirección a la escuela. En cuanto mi madre desapareció de mi vista, di la vuelta en la siguiente esquina y me dirigí hacia casa.
A pesar del frío que hacía, me entraron sudores. ¿Y si me cruzaba con el señor Bogart o con algún niño de clase y me reconocían? Nunca había hecho algo así. En Hong Kong, como toda niña buena, siempre cumplía las reglas y me agradaba recibir los elogios de los profesores. Pero la única alternativa que tenía era regresar a la clase del señor Bogart. Estaba empezando a conocer lo que era la desesperación.
Un poco mareada, empujé la pesada puerta de nuestro edificio y penetré en aquella oscura boca. Me acurruqué en el sucio recibidor, sin quitarme la chaqueta, con los débiles rayos de sol atrapados en las sucias ventanas. Nunca antes había estado sola en aquella casa. Me sentí un poco más segura sentada en el centro del colchón, desde donde al menos podía ver a las cucarachas si intentaban acercarse. Cualquier cosa podía surgir más allá del sombrío recibidor. Al escuchar el crujido de las bolsas de plástico que cerraban las ventanas de la cocina, pensé en lo fácil que sería para un ladrón rasgarlas y colarse en casa. Si alguien entraba, me escaparía saltando por la ventana que daba a la calle. Si me descolgaba del alféizar antes de dejarme caer, probablemente sobreviviría a la caída. Se convirtió en mi solución para todas las eventualidades que desfilaban por mi mente: si la cocina ardía, si aparecía un fantasma en el baño, si me atacaba una rata, si mi madre regresaba porque se había olvidado algo en casa...
El piso olía a humedad y a cerrado. Estábamos en noviembre, a principios de lo que iba a convertirse en uno de los inviernos más duros en la historia de Nueva York. Para luchar contra el frío y el miedo, encendí la tele. Su runrún constante me llevó al mundo de las vajillas y los ambientadores con olor a limón. Había un montón de series sobre hospitales: médicos besando a enfermeras, enfermeras besando a pacientes... También había películas de indios y vaqueros, y programas con gente sentada en mesas con muchas luces. Los anuncios en particular me tenían hipnotizada: «Levanta el brazo si usas Sure»
[2]
, cantaba una voz, mientras un montón de hombres y mujeres alzaban los brazos. ¿Por qué lo harían? ¿Tendría algo que ver con la Diosa de la Libertad?