Annette me dijo que yo tenía un pelo muy bonito, aunque lo llevara corto. Decía que era tan negro que a veces parecía azul oscuro, y que debería dejarme una melenita de paje. Durante años, deseé tener melenita de paje, aunque no sabía lo que significaba aquella palabra, pero estaba convencida de que Annette no me iba a aconsejar mal. A mi nueva amiga le encantaba que yo fuera de un lugar distinto de los Estados Unidos. Quería aprender palabras en chino, especialmente insultos.
Le enseñé a decir en chino «melón loco».
—Esa es una
guw guah
-dijo, entre risitas.
Lo pronunció tan mal que me costó comprender lo que había dicho. Por suerte, ningún chino sería capaz de entenderle. Annette se refería a una chica de clase que no le caía bien porque decía que era una sabelotodo, palabra que también me tuvo que escribir en un papel. Me extrañó mucho, ¿acaso saber muchas cosas no es algo bueno?
Igual que yo, Annette no tenía más amigas. Sobre todo porque era una de los tres niños blancos que había en clase, y los otros dos eran chicos y siempre estaban juntos. El resto eran negros. Había una clara división entre los blancos y los negros. Seguramente también habría algunos hispanos, pero en aquella época los debí de tomar por negros con el pelo liso.
Me enteré de que el colegio estaba cerca de un barrio de blancos ricos. Los padres de esa zona que querían llevar a sus hijos a la escuela pública no tenían más remedio que mandarlos allí. El resto de los niños venían del barrio que rodeaba al colegio, una zona de negros de clase media-baja. Tardé bastante en comprender esos términos, pero pronto vi claro que la tía Paula tenía razón: el barrio de mi escuela no era tan malo como Projects, que era el nombre de la zona donde vivíamos.
En cierto modo, me consideraba como una niña negra más. Los dos chicos blancos de mi clase traían bocadillos de casa envueltos en bolsas de papel marrón, se sentaban juntos en una mesa separada y nunca se mezclaban con los demás. Yo comía el almuerzo gratuito con los niños de color, y Annette era la única blanca que se sentaba en la mesa con nosotras. Además, yo vivía en un barrio negro. Sin embargo, los niños negros eran amigos entre sí y nunca conseguí entrar en su círculo. Hablaban inglés muy deprisa y con soltura, cantaban juntos en el patio, se conocían los mismos juegos para la comba... Tenían una canción muy popular que decía: «Pareces un mono, hueles fatal. / Te odio, señor Bogart, te odio de verdad».
Por supuesto, los demás niños pensaban que yo era rara. No pegaba entre ellos, con mis ropas holgadas hechas a mano y mi pelo de chico. Mi madre me lo cortaba en cuanto me llegaba a la nuca. Decía que así era más práctico porque tardaba menos en secarse en un piso tan frío como el nuestro. Aunque la mayoría de los niños negros de mi clase también eran pobres, llevaban ropa comprada. De camino a la escuela, me paraba a mirar los altos bloques de pisos que había junto al colegio, donde vivían muchos de mis compañeros de clase. El suelo estaba cubierto de cristales rotos y las paredes estaban llenas de grafitis (ya había aprendido cómo se llamaban las pintadas en inglés). Pero los edificios estaban rodeados por setos y en la mayoría de las ventanas no había barrotes. Seguramente esta gente tendría calefacción central.
Pero había algunos niños a los que no les iba tan bien. Un chico desapareció un día del colegio y nadie supo adónde había ido. A una chica la vino a buscar su madre a plena luz del día y parecía que a la pobre mujer le hubiesen dado una paliza. El señor Bogart no se inmutaba ante estas cosas, parecía acostumbrado. Las peleas al final de clase eran algo habitual. Una vez vi a un chico marcharse con un corte en la ceja que goteaba sangre. Por lo general eran chicos contra chicos, pero a veces eran peleas de chicas o mixtas.
De tanto odiarse, los chicos y chicas estaban siempre en un estado de tensión, gastándose constantemente bromas e intercambiando insultos. Se entretenían mucho con algo que llamaban «la peste»: cogiéndola, pasándosela y evitándola. La transmisión de la peste era una excusa para que los chicos se pegaran fuertes golpes y para meter mano a las chicas. No tenía ni idea de lo que era la peste, así que muchas veces acabé cogiéndola. En mi país me habían enseñado que no debía tocar a otra persona sin permiso, así que me costaba bastante deshacerme de ella. La peste era lo único que traspasaba las barreras raciales.
Nunca fui una niña enfermiza, pero aquel invierno salía de una gripe para entrar en un resfriado. De tanto sonarme la nariz, la tenía en carne viva y se me formaban constantemente grietas y una capa de piel muerta bajo las fosas nasales. No íbamos al médico porque no podíamos permitírnoslo. Cuando la fiebre me hacía tiritar, me quedaba en la cama y no iba al colegio. Mi madre me preparaba arroz y le echaba grandes rodajas de jengibre. Envolvía el arroz caliente en un paño y me lo ponía en la frente hasta que se enfriaba, para que absorbiera los gérmenes. También hervía coca-cola con limones y me obligaba a bebérmela caliente.
Mi madre fue a la tienda de un curandero que había en Chinatown y, a precio de oro, trajo a casa un montón de remedios asquerosos que tuve que tragarme. Todo sabía horrible: cuerno de ciervo, grillos desmigados, tentáculos de pulpo, raíces con forma humana... Lo hervía todo en una cazuelita de barro y lo vertía en una taza. Aunque protesté y le aseguré que todas esas cosas no servirían más que para ponerme peor, me obligó a bebérmelo hasta la última gota.
Muchas veces iba al colegio aunque estuviera enferma, porque en nuestro piso hacía tanto frío que a mi madre le daba miedo que me quedara en casa. Algún día sentí que la clase daba vueltas a mi alrededor, mientras me ardía el rostro por la fiebre y me goteaba la nariz.
Tenía la esperanza de que el señor Bogart empezara a hablar bien de mí al ver que las asignaturas que mejor se me daban eran las matemáticas y las ciencias, pero no fue así. Por lo visto, aquel hombre tenía asumido que era imposible que las chicas destacasen en esas disciplinas. A veces, cuando una alumna salía a resolver un problema a la pizarra, el profesor ponía una sonrisa socarrona que daba a entender que una mujer no podría hacerlo bien. Luego soltaba algún comentario sobre el «sexo débil», y yo pensaba que se refería a que nosotras nos poníamos enfermas más a menudo. Me encantaba dar al traste con sus teorías. Aunque me bajaba la nota si no seguía al pie de la letra los métodos que nos enseñaba, no me costaba comprender todo lo que explicaba si podía verlo por escrito, y empecé a avanzar en esas asignaturas más rápido que los demás alumnos.
Pero, aunque contaba con la ayuda de Annette, tenía grandes problemas en las demás asignaturas: las ciencias naturales, sociales y lengua. Todo lo que tuviera que ver con las palabras más que con los números. Confiaba en mi habilidad para leer, y le pedí a mi madre que me limpiara bien la cera de los oídos con palillos para poder escuchar mejor. Ma también me dio dos dólares con noventa y nueve centavos para que me comprara una edición de bolsillo del diccionario Webster. Aquello equivalía a doscientas faldas acabadas, porque nos pagaban un centavo y medio por falda. Durante años, calculé si algo era muy caro convirtiendo su precio a faldas. En aquellos días, el billete de ida y vuelta para ir de casa a la fábrica en metro costaba cien faldas, un paquete de chicles costaba siete faldas, un perrito caliente costaba cincuenta faldas, un juguete podía ir de las trescientas a las dos mil faldas. Incluso llegué a medir la amistad en faldas. Descubrí que una estaba obligada a comprar regalos de Navidad y de cumpleaños a los amigos, regalos que costaban varios miles de faldas. Menos mal que mi única amiga era Annette.
Usé aquel diccionario durante años. Las tapas pronto se estropearon. Las pegué una y otra vez, hasta que resultó imposible arreglarlas. Luego, las primeras páginas empezaron a arrugarse y desprenderse. Seguí usando el diccionario, aunque había perdido la guía de pronunciación y la mayoría de las palabras que empezaban por la «A».
Le conté a mi madre que aquí no nos dejaban quedarnos con los exámenes o los trabajos y por eso no le había podido enseñar nada, pero le juré que me iba bien. Le dije que el profesor ya se había dado cuenta de lo buena estudiante que era. Me dolía cada vez que tenía que contarle esas mentiras. Parecía que el señor Bogart ponía especial empeño en mandar deberes que resultaban casi imposibles para mí, aunque ahora pienso que no lo hacía a propósito: escribir una redacción describiendo tu dormitorio y el significado emocional de los objetos que hay en él (como si mi habitación estuviera llena de valiosos juguetes); hacer un mural sobre un libro que hayas leído (¿con qué materiales?); confeccionar un
collage
sobre la Administración Reagan usando fotos de revistas viejas (mi madre sólo compraba una revista china muy de vez en cuando). Hice todo lo que pude, pero el profesor no lo comprendió. «No te has esforzado lo suficiente», escribía en mis trabajos, «Incompleto», «Descuidado», «Un
collage
pictórico por definición no puede incluir textos en chino».
Yo no era la única niña de la clase que tenía problemas con las tareas que nos mandaba el señor Bogart. El hombre parecía incapaz de comprender las capacidades e intereses de los alumnos de sexto a los que enseñaba. Los otros niños simplemente se encogían de hombros cuando los criticaba o los suspendía. Ya lo daban por imposible. Pero yo venía de ser la estrella en mi anterior colegio, de ganar premios en matemáticas y en lengua china en los campeonatos interescolares. Habría dado cualquier cosa por volver a ser brillante en los estudios, porque no se me ocurría otro modo de ayudar a mi madre a salir de la fábrica. El señor Bogart debía de darse cuenta de que yo era lista, pero aun así parecía que seguía sin caerle bien. Igual pensaba que yo era una arrogante, o que me burlaba de él con mi actitud tan formal; siempre lo llamaba «señor», y me ponía de pie cuando se dirigía a mí. Pero aquello era algo tan incrustado en mi educación, que me costaba no hacerlo. O puede que el efecto fuera el contrario, quizás le parecía una inculta, con mis ropas baratas. Una niña de clase baja. Sea como fuere, no parecía que hubiera nada que yo pudiese hacer.
El señor Bogart no era tan severo con los niños blancos, y de no ser por Tyrone Marshall, que era negro, habría pensado que mi profesor era un racista. Alto y de voz suave, Tyrone era muy listo. Sacaba las mejores notas en todas las asignaturas, menos en matemáticas, en la que yo siempre le ganaba. No era un resabidillo, pero cuando le preguntaban, siempre se sabía la respuesta correcta. En la pared de la clase había colgado un resumen que escribió de un libro, en el que sacó un diez. Memoricé una frase de aquel texto porque me impresionó, aunque no podía comprender todas las palabras: «Esta obra nos conduce de lleno al ruedo de una feroz controversia». Su piel era de un marrón oscuro muy mate, como el chocolate cubierto de cacao. Tenía unas gruesas pestañas que se curvaban de forma muy pronunciada. El señor Bogart lo adoraba, y yo, también.
Cuando el señor Bogart alababa las excelencias de Tyrone y, por ende, se burlaba del patético puñado de perdedores que éramos los demás, el muchacho parecía hundirse en el fondo de su silla.
—Has nacido en un barrio
mar-final,
¿verdad, Tyrone? —le preguntaba el señor Bogart mientras se paseaba frente a la pizarra.
Tyrone asentía.
—¿Tus padres fueron a la universidad?
Tyrone meneaba la cabeza.
—¿A qué se dedica tu padre?
Con una voz apenas audible, Tyrone respondía:
—Está en la cárcel.
—¿Y tu madre?
—Es dependienta en una tienda.
En la piel de Tyrone se podía adivinar una llama de tonos rojizos. El muchacho estaba ardiendo por dentro. Era muy desgraciado. Yo comprendía tan bien esa sensación de vergüenza, que me hubiera gustado estar en su lugar.
—Y, ¡A PESAR DE TODO...! —el señor Bogart se dirigía al resto de la clase con exagerado dramatismo—, a pesar de todo, este chico ha sacado la mejor nota media en la historia de este colegio.
Tyrone bajó la vista.
—Tyrone, sé que eres
modisto
por naturaleza, pero tienes el deber de convertirte en un ejemplo para tus compañeros —el señor Bogart continuó con su discurso—: A PESAR DE TODO, Tyrone lee a
Langson
Hughes y a William
Goldin. Y
yo os pregunto: ¿Cuál es la diferencia entre Tyrone Marshall y el resto de vosotros? ¡Su determinación y su
capa-ciudad
de sacrificio!
Y el sermón seguía y seguía... Por este motivo, Tyrone se convirtió en un completo marginado ante los otros chicos. Me hubiera gustado contarle que yo había sido como él en Hong Kong, que sabía lo que era ser admirado y odiado al mismo tiempo, que sabía lo que significaba estar solo. También quería decirle que me parecía que tenía unos ojos muy bonitos. Pero, como tantas otras cosas que deseaba decir, no lo hice nunca. Lo único que me atrevía a hacer era esto: cuando Annette me daba un caramelo, cosa que sucedía a menudo, lo escondía en el pupitre de Tyrone. Sabía que él no se lo contaría a nadie. Una sonrisa lenta y tímida se dibujaba en su rostro cuando encontraba los dulces. Luego, miraba a hurtadillas su alrededor. Yo bajaba la vista y creo que nunca me descubrió, pero no estoy segura.
La señorita Kumar, la profesora de color que enseñaba al otro grupo de sexto, tenía carteles de colores y conejillos de indias en su aula. Cuando iba al servicio, me detenía ante la puerta cerrada de su clase y escuchaba las risas de sus alumnos. Era una mujer alta y elegante. Siempre llevaba su largo cabello recogido en un moño en lo alto de la cabeza. Por el contrario, la clase del señor Bogart era inhóspita. No teníamos mascotas y sólo había un poco de decoración, por lo general carteles en letras mayúsculas: «LAS REGLAS DEL BUEN CIUDADANO», «LA NAVIDAD ES TIEMPO DE CARIDAD».
En Hong Kong tenía una amiga inteligente y muy guapa que se llamaba Mei Mei. Tenía el pelo rizado y muy negro, y unas mejillas rosadas. Yo siempre era la primera en todas las clases, y ella la segunda. En Hong Kong, los estudiantes se sientan siguiendo el orden de sus notas, así que Mei Mei estuvo detrás de mí todos los cursos. También vivía en nuestro edificio, y solíamos jugar juntas. Le daba regalitos, como pegatinas, y pensaba que era mi mejor amiga. Pero cuando le dije que nos íbamos a los Estados Unidos, no vi pena en sus ojos, sino envidia. De hecho, desde ese momento empezó a salir con otra niña. Creo que se alegró de poder ser por fin la primera de la clase.