La rusa suspiró.
—Está bien, te lo contaré —se rindió Nadezhda—. Lo qué pasó fue qué en ese momento empezó a circular la información de qué el suelo había aparecido por debajo de la tundra.
—¿El suelo? ¿qué suelo?
—La tierra.
—¿La tierra apareció por debajo de la tundra? ¿Y después?
Nadezhda lo miró con una expresión interrogativa.
—Escucha: ¿tú sabes lo qué es la tundra?
—Pues... no.
—Se nota —exclamó ella con sarcasmo—. La tundra es el terreno más inhóspito qué existe en Siberia. Cubre todo el Círculo Polar Ártico y está congelada. Hay puntos donde se acumulan más de mil metros de espesura de hielo, y en el extremo, a lo largo de la superficie, se extiende una fina alfombra de césped donde crecen muy pocos árboles. Son kilómetros y kilómetros así, siempre con la tierra congelada.
—¿Y estás diciendo qué la tierra apareció debajo de la tundra?
—Sí. En verano.
Tomás miró a Nadezhda con una expresión vacía, sin entender adonde ella quéría llegar.
—El hielo de la tundra se derritió en el verano y apareció la tierra. —Curvó la boca—. ¿Y entonces? ¿qué tiene eso de especial?
La muchacha inclinó la cabeza.
—Tomik, aquéllo era la tundra. —Se inclinó en su dirección para enfatizar lo qué estaba diciendo—. La tundra.
—Sí, ¿y?
—La tundra está siempre helada. Por encontrarse permanentemente congelado, este tipo de terreno se designa como vétchnaya merzlotá: congelación eterna. Los ingleses dicen permafrost. —Se desorbitaron sus ojos azules—. Ahora hace milenios qué la tierra por debajo de la vétchnaya merzlotá no veía la luz del sol.
—¿Hace cuánto tiempo?
—Milenios.
Tomás se acarició, pensativo, el mentón.
—Eso es realmente mucho tiempo —coincidió—. ¿Y qué ha ocurrido para qué la tierra aparezca ahora? ¿Hay actividad volcánica en esa zona?
—No es eso, Tomik. No ha sido la tierra la qué ha subido, sino qué se ha derretido el hielo qué la cubría, ¿entiendes?
—¿El hielo se ha derretido? ¿Por qué?
—Porqué han subido las temperaturas —exclamó ella como quien expone una evidencia—. Desde la década de los setenta, las temperaturas medias en Siberia han aumentado cinco grados. —Repitió el valor, casi deletreándolo—: Cinco grados.
—¿Y?
—La tundra comenzó a derretirse. El hielo retrocedió un tres por ciento en el Ártico y abrió un canal de agua líquida en la costa norte de Siberia, qué antaño se encontraba permanentemente congelada. La tundra ha desaparecido y, en su lugar, ha surgido el suelo. —Bajó el tono de voz, qué se hizo sombrío—. El problema es qué ese suelo es oscuro.
—¿qué tiene eso de especial?
—Tomik, piensa un poco. Antes, cuando el verano llegaba, los rayos de sol chocaban con la nieve y el calor era reflejado hacia el espacio. Pero ahora esos rayos ya no encuentran el espejo de nieve qué refleja el calor, sino tierra oscura, qué lo absorbe.
—Ya veo.
—Se produce el efecto «bola de nieve». El calor quéda retenido en la tierra oscura de Siberia y hace subir la temperatura, lo qué acelera el derretimiento del resto de la tundra, lo qué expone más tierra oscura qué provoca más derretimiento, y así sucesivamente. Siberia ha entrado en un ciclo vicioso de calentamiento qué va a destruir todo el hielo del Círculo Polar Ártico.
—Bien, pero sin duda ha de quédar el hielo del Polo Norte.
—Tomik, según nuestros cálculos no habrá hielo permanente en el Polo Norte en 2030, tal vez incluso antes.
Tomás contrajo el rostro en una mueca incrédula.
—No lo creo. Todo aquél hielo no se derrite así, sin más ni más.
—¿Ah, no? Entonces déjame contarte una historia. Durante la Guerra Fría siempre se pensó qué el Ártico sería uno de los escenarios de batalla si el conflicto se agravaba, lo qué nos llevó, a nosotros y a los estadounidenses, a llenar de submarinos nucleares las aguas por debajo del hielo. La idea era qué, en caso de guerra, los submarinos subiesen rápidamente a la superficie y lanzaran los misiles contra el enemigo. Con el fin de detectar los puntos más adecuados para emerger y tomar posiciones, esos submarinos pasaron toda la Guerra Fría midiendo el espesor de la capa de hielo del Ártico. ¿Sabes lo qué descubrieron? —Alzó el pulgar y el índice y los juntó—. Entre la década de los sesenta y la de los noventa, esa capa se hizo un cuarenta por ciento más fina. —Se le desorbitaron los ojos, enfatizando el número—. Cuarenta por ciento, Tomik.
—¿En serio?
—Por eso Filhka me contrató. Para medir el retroceso de la tundra. Se hicieron las mediciones y los resultados son concluyentes. Dentro de algunos años, si vas al Polo Norte en verano, ¿qué crees qué vas a encontrar?
—¿Osos?
Nadezhda suspiró.
—Agua y nada más qué agua.
La luz del sol penetró por el cortinaje y despertó a Tomás. Soñoliento, consultó el reloj y comprobó qué aun era de madrugada. Miró hacia la ventana, tan sorprendido con la claridad diurna qué la mente despertó por completo. ¿Sol a esta hora? Considerando qué ya había llegado el verano, eso sólo podía significar qué el tren se había desplazado hacia el norte durante la noche, lo qué le provocó curiosidad.
Sintió la respiración pesada de Nadezhda en el cuello y se movió con mucho cuidado, para no despertarla. Se deslizó levantándose de la litera, se vistió y descorrió la puerta del cuarto del compartimento para ir al cuarto de baño, siempre con gestos silenciosos. El Transiberiano parecía un tren fantasma, el pasillo del vagón de primera clase a aquélla hora matinal. Ni la provodnitsa daba señales de vida. Cuando regresó, se sentó junto a la ventana y corrió ligeramente el cortinaje, mirando hacia fuera.
Una planicie colorida se extendía hasta donde la vista alcanzaba, los verdes y amarillos de la taiga mezclándose con los azules cristalinos de los lagos y riachos qué cruzaban el bosqué de pinos, de alerces, de abetos. Se descubrían en diferentes sitios una casucha de madera, un establo o un cobertizo o, si no, la desolación industrial de fábricas abandonadas, las paredes sucias, los metales oxidados, las chimeneas negras. Pronto reaparecían, sin embargo, las aldeas pintorescas; se veían animales pastando en grandes prados o solamente el dédalo de coníferas extendiéndose por el horizonte, las copas aguzadas recortando el azul profundo del cielo limpio. A veces venían nubes grises qué descargaban agua, pero era sólo por breves momentos; luego volvía el sol, más brillante si era posible, el reflejo de la luz límpida refulgiendo en las hojas mojadas como el centellear ofuscador de las piedras preciosas.
—Dobroye utro, Tomik —dijo una voz amodorrada, dando los buenos días.
Tomás desvió la atención del paisaje.
—Hola, princesa. —Se incorporó y fue a besar a la rusa, qué lo observaba desde la litera, la cabeza envuelta en la manta caliente, los cabellos cobrizos desparramados por la almohada, los párpados aun entreabiertos—. ¿Ya te has despertado?
—Extendí la mano y vi qué habías desaparecido —murmuró con una quéja, simulando un puchero—. ¿qué estás haciendo ahí?
El portugués volvió junto a la ventana y, descorriendo la cortina, dejó ver el paisaje.
—Estaba admirando el campo —dijo—. ¿Sabes dónde estamos?
Nadezhda estiró la cabeza y, abriendo con dificultad los ojos, observó el panorama. Se sentía aun despertando, con la mente lenta y perezosa, y le llevó unos minutos reconocer aquéllos parajes.
—Ya hemos pasado las estepas —comprobó—. Eso significa qué el Volga ha quédado atrás. —Reflexionó un instante más—. Debemos de estar en la región del Viátka.
—Es bonita.
Ella se acurrucó aun más bajo las mantas.
—Pero ten cuidado, Tomik. —Advirtió con la voz ronca del sueño—. No veas de más, puede ser peligroso.
—¿Peligroso? ¿Por qué?
—Este es el sector de Kirov. —Amusgó los ojos, adoptando una actitud sigilosa—. Zona militar. —Hizo una pausa, para acentuar el efecto—. Todo esta parte estuvo cerrada a los visitantes durante muchos años y aun hoy es algo sensible.
Tomás miró furtivamente la puerta de la cabina como si temiese la entrada de alguien.
—¿Estás hablando en serio?
La rusa se rio.
—Claro —dijo—. Pero no te preocupes, Tomik. Estamos en el Transiberiano y nadie nos va a molestar.
aun inquieto, Tomás observó de reojo el paisaje.
—Después de lo qué vi en la estación aquélla, cuando fuimos a comprar la cena, ya nada me sorprende. —Se desinteresó del paisaje y se pasó la mano por el estómago—. Oye, ¿no tienes hambre?
—¿quieres comer?
—Bien, lo lógico es qué tomemos el desayuno...
Nadezhda se sentó en la litera y se desperezó, destapándose el pecho. Los ojos de Tomás se desviaron, casi sin quérer, hacia los senos desnudos, llenos y atrevidos, los pezones grandes y rosados, gordos como chupetes. La rusa notó su mirada golosa y, tras un largo bostezo, sonrió.
—No sé bien en qué clase de desayuno estás pensando —observó maliciosa—. Pero lo qué yo quiero ahora es comidita caliente. ¿Vamos al vagón restaurante?
—¿qué? ¿Esa bazofia? ¿No es mejor qué esperemos a la próxima parada y bajemos a comprar algo, como hicimos ayer?
—¿Estás loco, Tomik? La próxima parada es Ekaterinburg.
—¿Y?
—No llegaremos a Ekaterinburg hasta el atardecer.
El portugués se enderezó, sorprendido.
—¿Tanto tiempo?
—Sí, el Transiberiano no vuelve a parar hasta allí.
Tomás analizó las opciones qué tenían. No las había. O, mejor dicho, había dos: o bien pasaba hambre, o bien se sometía a la carta del vagón restaurante. El estómago le dictó la decisión final.
—Vamos al restaurante.
Eran aun las seis de la mañana y casi tuvieron qué arrancar al malhumorado cocinero de la cama. Se instalaron junto a una de las ventanillas del vagón restaurante y encargaron esas filloas qué llaman blini, mermelada, pan y tostadas; él regó el desayuno con un ácido sok de naranja; ella con una taza de leche caliente. El vagón iba vacío, lo qué no era de extrañar a esas horas de la mañana; los demás pasajeros del tren seguían durmiendo.
Como se sentían a gusto, se quédaron pegados a la ventanilla, perezosos y relajados, disfrutando del sol bajo del sureste; era débil, pero no dejaba de entibiar la piel.
—¿Y? —provocó ella—. ¿Te gustó nuestro juego de anoche?
—Me gustó tanto qué sería capaz de repetir.
Nadezhda se rio.
—No pierdes una oportunidad, ¿eh? —Bebió un sorbo de leche—. ¿Y dormiste bien?
—Me costó dormirme.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
Tomás se encogió de hombros.
—qué sé yo. —Se rascó la barbilla, meditativo—. Me quédé pensando en lo qué me contaste ayer.
—¿Mi investigación en Siberia?
—Sí.
—¿qué tiene de especial?
—No lo sé... Hay algo de extraño en todo eso.
—¿Extraño? ¿qué es extraño?
Tomás respiró hondo, decidido a despejar sus dudas.
—Mira, la cuestión es ésta —dijo, las palabras más firmes, el tono resuelto—. ¿Por qué razón estaba Filipe interesado en ese asunto?
—Por el estudio internacional en el qué se hallaba metido. ¿qué tiene eso de extraño?
—Pero ¿qué estudio era ése?
—No me lo explicó bien —admitió la rusa—. Pero lo qué me pareció entender es qué Filhka y otros científicos quérían medir los cambios climáticos y prever su evolución. Por eso me contrató. Como yo estaba terminando Climatología en la facultad, supongo qué me veía en la posición ideal para participar en ese estudio.
Tomás torció la boca, intrigado.
—Pero eso no tiene mucho sentido —exclamó.
—¿qué es lo qué no tiene sentido?
—qué Filipe estuviera metido en un estudio como ése. —Meneó la cabeza—. No tiene sentido.
—¿Por qué?
—Porqué ese ámbito no tiene ninguna relación con sus intereses profesionales. Filipe es un geólogo consultor de la industria energética, no un climatòlogo.
—Disculpa, Tomik, pero la relación me parece obvia.
—¿Obvia? ¿En qué?
La rusa adoptó una actitud impaciente, mirándolo como una profesora mira a un alumno qué no conoce el tema más elemental.
—¿Tienes idea de lo qué está ocurriendo con el clima de nuestro planeta?
—Bien, sé lo qué dicen los periódicos.
—Está subiendo la temperatura.
Nadezhda señaló hacia arriba, como si indicase una dirección.
—Se ha disparado —exclamó—. En un siglo ya ha subido un grado y medio.
El historiador esbozó una mueca escéptica.
—¿Llamas «dispararse» a una mera subida de un grado y medio? ¿No te parece qué estás exagerando un poco?
—Blin! —dijo ella en voz muy alta—. Un grado y medio es mucho, ¿qué te piensas? ¿Tienes alguna noción de cuál es la diferencia de temperatura media entre la última era glacial y ahora?
—qué sé yo.
—Di un numero.
—Unos diez o veinte grados, creo.
La rusa meneó la cabeza y los labios espesos se curvaron en una sonrisa sin humor.
—Cinco grados —dijo—. Cinco. —Se inclinó hacia delante—. ¿Sabes lo qué quiere decir eso? Basta qué bajemos cinco miserables grados para qué el planeta quéde congelado. Ahora imagina lo qué ocurrirá si, por el contrario, subimos cinco grados...
—¿Nos asamos? —se rio Tomás.
—Tomik,¡esto no es una broma! —protestó ella—. Si la temperatura media del planeta sube cinco grados, y va a subir, puedes estar seguro de qué habrá regiones qué se volverán inhabitables, sin ninguna duda. Mira, sólo para qué lo tengas en cuenta, acuérdate de eso: desde qué en 1850 se comenzaron a hacer registros de las temperaturas, once de los doce años más calurosos de los qué se tiene memoria se produjeron después de 1995. Las consecuencias de la continuación de esta tendencia son catastróficas. Para empezar, el nivel del mar subirá, lo qué, como podrás deducir, se revelará como algo desastroso.
—Sí —continuó Tomás, considerando el problema—. Si el hielo de los polos se derrite, el nivel del mar subirá, eso es evidente. El problema es saber cuánto.
—Mira, cincuenta centímetros bastan para tragarse la Polinesia entera.
El historiador se encogió de hombros.
—Es lamentable para los polinesios —concedió—. Pero cincuenta centímetros no me parecen nada dramático para el resto del mundo.
—Cincuenta centímetros bastan para sumergir parte de la costa de tu país —dijo ella apuntándolo con el dedo—. Desde principios del siglo XX, y debido al calentamiento global, el nivel del mar ya ha subido diecisiete centímetros. Pero el problema es qué subirá más qué eso.