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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III (32 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III
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La cosa había ido demasiado lejos. Tenía que haber un equilibrio, pues sin una fuerza que amortiguase la otra, el mundo se derrumbaría al fin en una destrucción total.
Yandros tenía razón
.

—Estoy esperando.

La voz de Aeoris interrumpió sus desordenados pensamientos y Tarod sintió una involuntaria oleada de odio y desprecio por el Señor Blanco. La refrenó y se pasó la lengua por los secos labios.

—¿Por qué vacilas, gusano de corrupción? —La voz del dios era desafiadoramente burlona—. ¿Temes, al fin, el castigo que te mereces? ¡Bien que puedes temerlo!

Tarod sintió que Cyllan se agitaba temerosa a su lado. Alargó un brazo, le asió la mano y se sintió desgarrado por un terrible dolor.

Había estado dispuesto a sacrificarlo todo por ella. Pero el sacrificio que estaba a punto de hacer era más grande de lo que jamás había soñado; pues les separaría con más seguridad de lo que podía hacer la propia muerte. El la perdería para siempre…, pero los dos seguirían viviendo con el eterno conocimiento de aquella pérdida.

La miró y supo que tenía que ser. Por el mundo que amaba, por la vida misma.

—Dame la joya, demonio del Caos.

La cara de Aeoris se estaba nublando con la cólera del que se siente frustrado.

Tarod le miró. Aflojó los dedos, de manera que brilló el anillo con su clara gema, luchando contra el brillo del aura del Señor Blanco.

Entonces, sonrió despacio y fríamente, y dijo con suave malevolencia:

—Creo que no lo haré.

—¿Qué es esto? —tronó la voz de Aeoris.

Tarod rió por lo bajo.

—Te has cegado, Aeoris del Orden. Has reinado durante tanto tiempo que te has olvidado de lo que es una oposición. ¡Creo que ha llegado el momento de que aprendas la lección!

En la periferia de su visión, vio que Keridil se ponía en pie. La cara del Sumo Iniciado era la viva imagen del terror, al decirle su intuición lo que estaba a punto de ocurrir; más allá, la Matriarca y el Alto Margrave miraban sin comprender. Tarod levantó la mano izquierda que sostenía el anillo; aplicó la piedra sobre su corazón y vio que la confianza arrogante de Aeoris era sustituida por el asombro… y entonces se encendieron dentro de él las primeras llamas del poder.

Conocía la puerta y sabía lo que había detrás de ella. A lo largo de todos los años en este mundo, había atrancado aquella puerta, dejando fuera el conocimiento y los recuerdos a los que conducía cerrando las fuerzas titánicas, sin nombre, sin edad, aunque gritaban pidiendo su liberación. Pero, no más. Tarod sintió, en su mente, en su alma, que se levantaba la tranca. El no era humano, nunca lo había sido, y había llegado la hora de arrojar la máscara de humanidad que había llevado demasiado tiempo…

Un grito que podría ser la última protesta de un ser falible, mortal, brotó de su garganta al abrirse de golpe la puerta que le había separado de su herencia, y el poder estalló en su interior, como había entrado antaño en erupción el volcán donde se hallaban. Un viento aullador y gemebundo sopló sobre el cráter, el suelo rocoso se estremeció y saltó, lanzando despatarrada a la horrorizada compañía en un revoltijo de miembros, y una luz tan negra como era blanca el aura de Aeoris emanó de la alta y lúgubre figura de Tarod. Ya no era un ser humano; la salvaje melena agitada por el viento azotaba una cara blanca en la que cada hueso parecía afilado como una navaja, y los ojos ardían en sus oscuras cuencas como llamas esmeralda, iluminados por una alegría loca, infernal. Negros zarcillos humeaban alrededor de su cuerpo, formando una terrible capa que le envolvía todo salvo una mano esquelética, y sus labios se contrajeron en una sonrisa gemela a la de Yandros, esencia del Caos encarnado.

En alguna parte, a un mundo de distancia, Ilyaya Kimi empezó a gemir, a una escala aguda y doliente, subiendo y bajando. Fenar Alacar, presa de náuseas de ciego terror, se acurrucó a su lado. Otros se taparon los oídos y se cubrieron las caras. Cyllan, que fue arrojada a un lado por la fuerza monstruosa emanada de Tarod, sólo podía mirar, como un animal atrapado e hipnotizado, a aquel hombre, a aquel ser al que había amado, al amenazar la comprensión con destruirle la mente.

Se enfrentó con Yandros, pero Yandros sólo podía manifestar una fracción de su verdadero ser. Lo que presenciaba ahora era el Caos en su totalidad triunfal, y el Caos tenía una belleza y una perfección malignas que 1e provocaban orgullo, gozo, desesperación y un furioso deseo debatiéndose en su mente.

Amainó el viento y se hizo un silencio espantoso. Pero duró sólo un momento, hasta que un grave y furioso latido, casi en el límite del discernimiento de los mortales, empezó a sonar debajo de las rocas del cráter, en el corazón de la montaña. El anillo empezó a vibrar al mismo ritmo en la mano izquierda de Tarod, cobrando fuerza a cada pulsación, y la luz de la piedra empezó a desafiar al aura del Señor Blanco. Y poco a poco, gradualmente, el anillo fue cambiando. La intrincada base de plata desapareció, dejando solamente la piedra-alma, flotando sin soporte sobre el corazón de Tarod. Y entonces también la piedra perdió su solidez y pareció confundirse con los zarcillos humeantes que envolvían la figura de Tarod. Punzantes puntos de luz irradiaron de ella al compás de los inexorables latidos y, de pronto, la joya dejó de existir y, en su lugar, palpitando como un corazón monstruoso, apareció una estrella de siete puntas…, el emblema del Caos.

Tarod levantó la cabeza y señaló el cuerpo reluciente de Aeoris, plantado ante él. Cuando habló, su voz era un murmullo cambiante y sibilante que extraía su propia esencia de dimensiones incomprensibles.

—¿Me conoces, Aeoris del Orden?

Los ojos de Aeoris pasaron del oro fundido al fuego blanco, penetrando el aura negra de Tarod.

—Te conozco, Caos. ¡Y te destruiré!

—Si puedes, Señor Blanco. ¡Si puedes!

Aeoris levantó una mano, y un solo rayo cayó en el suelo del cráter a los pies de Tarod, partiendo la roca y fundiéndola en una forma nueva y torturada. El Dios Blanco sonrió.

—¿Si puedo? —Su voz era burlona—. Alardeas mucho, criatura del Caos, ¡si presumes de desafiarme! Soy el Señor de la Vida y de la Muerte. Yo y mis hermanos somos los ÚNICOS dueños de las fuerzas que rigen este mundo. —Su tono se hizo más duro—. ¿Te atreves a desafiar al reino de la Vida y de la Muerte, el régimen de los Señores del Tiempo y el Espacio, de la Tierra y el Aire, del Fuego y el Agua?

Mientras hablaba Aeoris, nombrando los atributos de los siete Dioses Blancos, seis columnas iridiscentes se alzaron a su espalda en perfecta simetría. Se volvieron, giraron, despidiendo destellos sus facetas; después se concretaron en seis figuras humanas sorprendentemente bellas, de cabellos blancos y ojos de oro, llevando cada cual una pesada espada, y todos parecían hermanos gemelos de Aeoris. Los Señores del Orden, al unísono, sonrieron compasivamente a su adversario y levantaron las espadas, con suave y amplio movimiento, para reflejar sus propias auras en un solo y deslumbrante centelleo de pura luz.

Tarod levantó la cara al mellado círculo de cielo, y la estrella de siete puntas latió de nuevo en su corazón.

En lo alto, en el negro vacío, nació un punto luminoso de la total oscuridad: un ojo único, blanco y centelleante, en el centro del firmamento. Y también él empezó a latir con el mismo ritmo primordial, hasta que las dos frías estrellas vibraron con una sola y terrible armonía.

Mucho tiempo atrás, parecía ahora, y muy lejos, en el Salón de Mármol del subterráneo del Castillo de la Península de la Estrella, Tarod había desterrado del mundo a Yandros. Sólo él había tenido entonces poder para frustrar al Caos, y ahora era también el único que lo tenía para revocar aquella decisión y romper la barrera que impedía al Señor de las Tinieblas volver para desafiar a su antiguo enemigo.

Donde eran siete, serán seis
… Las palabras de Yandros resonaron de nuevo en la mente de Tarod, que esbozó una antigua, sabia y afectuosa sonrisa. Había pasado el tiempo de las dudas. Se despojó de su humanidad, dejó caer la máscara y reveló lo que había debajo; aceptó la verdad de lo que era. Los Señores del Caos volverían a ser siete y, después de los largos siglos de espera, reivindicarían su lugar en el mundo.

Miró a Aeoris y a las seis resplandecientes figuras que le flanqueaban, y habló suavemente pero con helado orgullo.

—Parece que has olvidado, mi Señor de la Vida y de la Muerte, que tú y cada uno de tus hermanos tenéis uno que os hace sombra en el reino del Caos. —Recorrió lentamente con la mirada las seis figuras que acompañaban a Aeoris—. Me pregunto cuál de esos grandes príncipes se hace llamar Señor del Tiempo. Me gustaría conocer a mi gemelo blanco.

Los ojos de Aeoris centellearon ferozmente.

—Te atreves a burlarte de los dioses que te otorgaron tu miserable vida…

—¡Los dioses del Orden no me otorgaron nada! —le interrumpió Tarod con voz cortante—. Hay otro Señor de la Vida y de la Muerte, Aeoris; otro que viene ahora a desafiarte. Y es a él a quien debo fidelidad.

Levantó de nuevo la cabeza, mirando a través de la oscuridad la amenazadora y pulsátil estrella blanca, allá en lo alto. Después sonrió y pronunció suavemente una sola palabra. La palabra fue, al mismo tiempo, una aceptación y una llamada, y rompió los hilos de la telaraña que había separado durante siglos a dos mundos.

—Yandros.

Durante un tiempo que ningún observador humano se habría atrevido a calcular, reinó el silencio, el silencio sofocante y opresivo que aflige a los elementos momentos antes de desencadenarse una tormenta. Sonó una risa maléfica en el cráter, que rebotó en las paredes de roca y resonó insidiosamente en la concavidad. El espacio libre al lado de Tarod pareció convertirse, momentáneamente, en un vacío total; él volvió la cabeza… y la lúgubre figura de Yandros se irguió en el lugar donde había estado el vacío.

El gran Señor del Caos tomó forma humana. Cabellos de oro, largos y revueltos, caían sobre sus hombros; el color de sus ojos cambiaba una y otra vez, y sus facciones perfectas se endurecían y tomaban un aspecto preternatural bajo la temblorosa e irisada luz de su propia aura.

Mi hermano del Tiempo. Has aprendido… y vuelves a estar entero
. Una oleada de fraternidad, de alegría, de afecto, de conocimiento compartido, acompañó al mudo pensamiento, y esta vez lo recibió Tarod de buen grado y le invadió una sensación de triunfo. Sonrió con exquisita comprensión.

—Estoy entero, Yandros. Y he vuelto al lugar que me corresponde por derecho.

Yandros miró al rígido e inmóvil Aeoris y se pasó la punta de la lengua por los labios como un animal de rapiña contemplando su presa.

—Y tú… Yo te saludo, viejo amigo —dijo suavemente—. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos.

Aeoris frunció fieramente el entrecejo.

—¡Y pasará mucho más hasta que volvamos a vernos, demonio, porque te enviaré a un lugar del que nunca volverás!

Yandros sonrió.

—Tal vez. Pero si quieres ajustarme las cuentas, Aeoris, tienes que contar también con mis hermanos. —Levantó una mano con tranquilo ademán—. Con el Caos está el Fuego.

Un ruido como de una pesada puerta al cerrarse destruyó el ritmo profundo que seguía latiendo bajo tierra. Otro personaje apareció a la izquierda de Yandros; viva imagen del orgullo, del desdén, de un veneno increíble. Yandros sonrió de nuevo.

—Con el Caos está el Agua.

Esta vez, un silbido como un estertor de moribundo. El cuarto Señor de las Tinieblas surgió delante de la pared más lejana del cráter.

Sus cabellos eran de color de la hierba podrida, y sus ojos, de loco; no hizo ningún movimiento.

—Con el Caos está el Aire.

El suelo de roca se, movió de nuevo. Algo salió de una fisura que momentos antes no existía; un personaje de cabellos blancos y cara de ave de rapiña.

—Con el Caos está la Tierra.

Otro ser, sorprendentemente parecido a Yandros; su tranquila y apacible sonrisa no engañó a nadie.

—Con el Caos está el Espacio.

El séptimo
… Un ruido sordo, como el redoble de un tambor, apagó todos los otros sonidos durante un instante, y cuando Tarod volvió la cabeza, vio, sobre una cornisa delante de la boca del túnel del cráter, una sombra más negra que cualquier negrura, recortándose sobre la roca.

Yandros juntó las manos, cruzando los dedos, y los contempló.

—La Vida y la Muerte —dijo—. El Fuego y el Agua y el Aire y la Tierra y el Espacio. —Miró oblicuamente a Tarod—. Y el Tiempo.

—Después volvió de nuevo la mirada a su adversario, una mirada llena de veneno—. Desafíanos, viejo amigo… ¡o vete al infierno!

Mientras tomaban forma los Señores del Caos, igualándose a sus colegas y enemigos, Aeoris había permanecido inmóvil, contemplando la roca veteada bajo sus pies. Pero al oír el reto de Yandros, levantó la cabeza y sus ojos brillaron con una fuerza capaz de destruir soles.

—Te compadezco —dijo reflexivamente—. Compadezco tu orgullo y tu arrogancia que te obligan a levantarte contra el poder legítimo del Orden. ¿No aceptarás ahora la supremacía de mi reino y me prestarás acatamiento? Si lo hicieses, podría mostrarme compasivo con esos pobres y desgraciados mortales que se dejaron engañar por tus falsas promesas.

Yandros se echó a reír, y su risa cayó como veneno, fundiendo la roca sobre la que se hallaba.

—El Orden no cambia, el Orden no puede cambiar. Hermanos míos, nuestro antiguo adversario se alza ante nosotros y quiere que entremos en razón. ¿Qué sabe el Caos de la razón?

Las carcajadas sacudieron el cráter; un gran pedazo de piedra se desprendió de lo alto del cono y se hizo añicos contra la espalda de Yandros. Este miró los trozos, y se desintegraron y convirtieron en polvo. Después sonrió a Tarod.

—Es la hora —dijo.

Cyllan no sabía si alguien más conservaba aún el conocimiento. Había observado la aparición de los seis Señores del Caos con un espanto que la preparó para las más fuertes impresiones; después de aquella experiencia, nada podía ya aterrorizarla. Pero oyó retumbar un trueno a lo lejos, heraldo de una tormenta que se acercaba a la isla y, después, un fino y agudo alarido que le heló la sangre.

Un Warp…, la manifestación del Caos… Sintió el amargor de la bilis en su garganta, y la reprimió. Por encima del lejano aullido del Warp, se elevaba otro sonido, chocando con la voz de la tormenta y contrarrestándola. Una sola nota, pura y penetrante, vibrando con una armonía increíble: los Señores del Orden hacían uso de todo su poder para responder al desafío del Caos. Sintió que la tierra se estremecía debajo de sus pies con el estallido de unas fuerzas a las que apenas podía contener. Y en medio de la bélica cacofonía, oyó una voz argentina, espantosa en su malignidad, que gritaba dominando aquel estruendo:

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