EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III (29 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III
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Fueron conducidos a largo del estrecho sendero por el que habían venido desde la gran escalera a la cámara del Cónclave, y el resto del grupo les esperaba al final del parapeto. Sashka vio a Keridil y no pidió permiso a nadie para correr a abrazarle. No dijo nada (algo en la cara de él le decía que era mejor guardar silencio), pero le asió con firmeza la mano y ambos caminaron juntos hacia la escalera. Los otros saludaron a sus compañeros con entusiasmo; todos menos Cyllan, que permanecía detrás del grupo entre dos altos y delgados Guardianes.

Sólo una vez captó Keridil su mirada, y palideció ante el odio frío y controlado que ardía en sus ojos ambarinos.

Sashka le estrechó los dedos.

—¿Se ha terminado? —murmuró. Él asintió con la cabeza.

—Se ha terminado.

No necesitó decirle cuál había sido la decisión, y oyó que ella respiraba hondo. Entonces dijo Sashka:

—¿Y ahora? ¿Me dejarán ir contigo?

Keridil estuvo mirando al frente, hacia el lugar donde la monstruosa escalera seguía subiendo por el flanco de la montaña. El cielo era casi negro, pero todavía podía distinguir el amenazador pico truncado del antiguo cráter en la cima del volcán. Subirían aquellos terribles escalones, seguirían subiendo, y cuando al fin llegasen a lo más alto, sólo el propio Santuario se levantaría ante ellos. Ahora miró a Sashka, buscando en su cara señales de miedo y no encontró ninguna.

Con ella a su lado, no se sentiría tan espantosamente solo.

—Te dejarán —dijo—. Es decir.., si tú lo quieres.

Ella casi le compadeció por ser tan ingenuo como para pensar que no aprovecharía la vertiginosa ocasión. Ella, Sashka Veyyil, sería testigo de la apertura del cofre, y cuando los historiadores escribiesen sus relatos de esa noche trascendental, su nombre aparecería inscrito junto al de Keridil, como consorte del Sumo Iniciado que había llamado a Aeoris al mundo.

Estrechó su mano con más fuerza entre las suyas y le dirigió una de aquellas dulces sonrisas con que se apoderaba siempre de su voluntad.

—Claro que quiero, amor mío —dijo suavemente—. ¡Nada me privaría ahora de estar a tu lado!

Cyllan subía, con un Iniciado delante de ella y otro detrás, privándola de toda posibilidad de huida, pero era incapaz de prestar atención a todo lo que no fuese la enorme e interminable escalera. Parecía que había estado subiendo durante horas, significando cada escalón una tensión que hacía protestar a sus músculos, y su mente estaba aturdida con el incesante y duro esfuerzo. Keridil iba en cabeza, flanqueado por dos de los zombies vestidos de blanco, una mini escolta, pues parecía que solamente unos pocos y cuidadosamente elegidos, fuese cual fuere su jerarquía, estaban autorizados a llegar a la cima de la montaña. Detrás de él iba el Alto Margrave y, después, la Matriarca, ahora transportada en un extraño sillón tallado por otros dos Guardianes. Las antorchas brillaban como pequeños ojos salvajes, una serpiente de luces reptando arriba y arriba en la noche, empequeñecida por aquel pico amenazador.

¿ Y qué pasaría cuando llegasen al Santuario? Había dejado de rezar para que Tarod no viniese a ella, pues el miedo que empezó a corroerla cuando salieron de la cámara se había apoderado ahora de ella con tal fuerza que no podía luchar contra él. Estaba demasiado sola, demasiado perdida y demasiado amenazada para no ansiar su presencia, pues nadie más podía ayudarla. Y si llegaba demasiado tarde (ni por un instante pensó que no vendría) ella estaría muerta, y su alma, infiel al Orden y al Caos, estaría condenada para siempre.

Tan absorta estaba en sus tristes pensamientos que no se dio cuenta de que la comitiva se había detenido hasta que chocó con el Guardián que la precedía. Cyllan pestañeó y miró hacia arriba.

El cono del volcán, que antes le pareció tan lejano que era como irreal, se alzaba ahora terriblemente próximo delante de ella. Podía ver el cráter como una boca enorme, de locura, bordeada de mellados dientes que dijérase que trataban de devorar el cielo; podía ver la fea cicatriz de una fisura donde milenios atrás la lava había surgido como un río de fuego del corazón de la tierra, y las rocas habían sido deformadas, rasgadas, retorcidas y fundidas por un calor y una presión inverosímiles. Era algo prehistórico, salvaje, una aberración, y su miedo empezó a transformarse en vértigo palpitante.

Parecía que estaban esperando alguna señal y, efectivamente, llegó al cabo de un largo rato. Un cuerno sonando en algún lugar próximo al corazón del propio cráter, amplificado por las gigantescas paredes de roca que resonaban como la llamada de algún ciudadano sobrenatural de un mundo fantasma. El sonido vibró y vibró, hasta que al fin se disipó sobre el mar y fue engullido por la noche, y al extinguirse el último eco, el grupo se puso de nuevo en movimiento, lentamente y con más resolución que antes. Adelante, arriba.., y terminó la gigantesca escalera.

La puerta estaba tallada en la cara rocosa del cráter; una puerta sencilla y cuadrada, con un macizo dintel sostenido por jambas perfectamente angulares. En el centro exacto del dintel había sido tallado un dibujo y rellenado de oro: un ojo abierto de cuyo iris emanaba un rayo. Era el signo supremo del Orden, el sello del propio Aeoris, y marcaba la entrada al corazón del cráter y al Santuario.

Los dos Guardianes que iban en cabeza con Keridil se apartaron a un lado y tomaron nuevas posiciones, uno a cada lado de la enorme puerta. Sus compañeros se reunieron con ellos y las figuras vestidas de blanco formaron una rígida guardia de honor en la entrada.

Keridil se dio cuenta de que aquellos hombres extraños no seguirían adelante. Desde ahora, él y sus compañeros estarían solos. Miró al frente y vio un túnel que era como un abismo, extendiéndose a lo lejos, iluminado por un débil y mate resplandor que parecía brotar de la roca misma. Entonces oyó movimiento a su lado: el Alto Margrave y la Matriarca, que se había apeado de la improvisada litera, avanzaron hasta su altura. Keridil tragó saliva, respiró hondo y miró al más próximo de los tiesos Guardianes; y con lo que podía ser (a menos que le engañase su imaginación) la sombra de una sonrisa, el hombre alzó la mano derecha e hizo la Señal de Aeoris.

Era la señal para emprender la última etapa de su viaje ritual, y Keridil sabía que no podía demorarse por más tiempo. Cruzó el portal abierto como unas fauces, oyó a Fenar e Ilyaya a un paso detrás de él y reprimió el súbito miedo que amenazaba con apoderarse de él. Había que hacerlo, se haría. Apretando el paso al dominar su resolución a su miedo, Keridil se adentró en la sima.

La grieta que hacía milenios se abrió en el lado del volcán por una erupción de lava, y que ahora formaba la única entrada al antiguo cráter, no era un pasadizo largo. Atravesaba directamente el cono, siguiendo un camino extrañamente recto, y al cabo de sólo unos minutos, vio Keridil un punto de luz al frente. No pudo identificar su origen, aunque el instinto y el conocimiento de las tradiciones populares le impulsaron a adivinarlo, y la aprensión le hizo un nudo en la garganta. Un breve trecho más y…

El abismo se abrió bruscamente y salieron a una ancha cornisa que dominaba una vista impresionante por su misma sencillez.

A su alrededor, se elevaban las paredes del cráter en grandes murallas, llenas de hoyos y melladuras y creando una terrible sensación de vértigo. Tal vez a doscientos o trescientos pies, el fondo de piedra pómez y basalto se confundía en increíbles dibujos y era iluminado por la débil radiación nocturna que descendía del despejado cielo. En el centro de la taza había un solo y gigantesco bloque de piedra volcánica que alguna mano muerta hacía tiempo talló en un cubo perfecto, para formar un altar, y allí, el punto de luz que observó Keridil desde el túnel se manifestaba como un cáliz de oro en el que ardía una llama blanca, eterna y nunca vacilante. Sabía que esta lámpara votiva brillaba desde que Aeoris y sus hermanos habían dejado su impresionante regalo al mundo; era misión de los Guardianes mantenerla viva, y nunca dejaron de hacerlo. Y delante del cáliz, resplandeciendo de un modo cegador bajo su luz, había un sencillo cofre, no mayor que el puño de un hombre, hecho también de oro macizo. El cofre de Aeoris..

Fenar Alacar hizo la señal con atemorizada y torpe precipitación, mientras la Matriarca se llevaba un borde del velo a los labios y lo besaba, murmurando una oración. Keridil no podría expresar los sentimientos que le producía su primera visión del Santuario: temor, sí, y miedo y reverencia, pero también un sentido del destino que era imposible traducir en palabras, pero que le hacía olvidar todo lo que no fuese el breve ritual, y su culminación, que había que practicar.

Desde la cornisa, un sendero empinado pero practicable serpenteaba hasta el fondo del cráter, y el Sumo Iniciado se volvió a sus acompañantes.

—Los que quieran presenciar de cerca el ritual pueden venir conmigo al Santuario —dijo pausadamente—. Pero si alguno de vosotros prefiere quedarse aquí y observarlo desde lejos, está en perfecta libertad de hacerlo.

Sus palabras fueron recibidas en silencio. Aunque tuvo la impresión de que uno o dos de los del grupo se sentían inquietos, nadie quería ser el primero en echarse atrás. Solamente Cyllan parecía imperturbable, custodiada por dos de los Iniciados de Keridil; su mirada, cuando él fijó de mala gana la suya en ella, era vacía e inexpresiva.

—Muy bien. Sólo pido que todos guardéis silencio hasta que el rito haya terminado.

Y después de inclinarse brevemente ante Fenar y ante Ilyaya, empezó a descender hacia el fondo del cráter.

Más allá de la pared del volcán, los Guardianes que escoltaron al triunvirato y a sus acompañantes permanecían aún en dos rígidas filas en el portal. Habían conducido hasta allí a las personas a su cargo, pero las leyes dictadas siglos atrás para este acontecimiento les prohibían ir más lejos. Su deber era ahora esperar, y lo cumplirían con el mismo estoicismo impasible con que iniciaban cada tarea. Si sentían curiosidad o aprensión por lo que podía ocurrir antes de que se hiciese de día, no lo delataban sus expresiones remotas.

Un ligero movimiento en la sombra, unos minutos después de que el último de la comitiva desapareciera en la oscuridad del túnel, hizo que los dos Guardianes más alejados de la puerta volviesen sorprendidos la cabeza. Ambas lunas se elevaban ahora, iluminando la titánica escalera que descendía por la falda de la montaña, y en el primer escalón percibieron una presencia alarmante. Sus compañeros sintieron la perturbación psíquica un instante más tarde, pero antes de que cualquiera de los Guardianes pudiese reaccionar o desafiar al intruso, el aire tembló delante de ellos como agitado por una mano invisible, y una figura, recortada por la luz de la luna sobre el telón de fondo de la escalera, se plantó ante ellos.

Los Guardianes se movieron al unísono para cerrarle el paso, conservando todavía su perfecta formación.

—Los que no tienen autorización no pueden poner pie en la Isla.

El tono del que habló era seco, pero había una pizca de turbación en su voz. El intruso rió por lo bajo y algo brilló súbitamente en su mano izquierda.

—Uno que no está autorizado lo ha hecho ya. Apártense los Guardianes.

Tocar sus mentes era un juego de niños, una burla del prestigio en que eran mantenidos. Siglos de aislamiento, sin disturbios en su fortaleza, hicieron que los Guardianes sobreestimasen su invulnerabilidad; las dotes ocultas que habían poseído antaño pero nunca necesitaron se atrofiaron al crecer su confianza, y para una mente como la de Tarod no representaban el menor obstáculo.

—Los Guardianes se apartarán a un lado.

Esta vez las palabras fueron una orden sibilina y las figuras vestidas de blanco retrocedieron al dar el intruso un paso adelante y después otro. Miró sucesivamente aquellos rostros pálidos y, poco a poco, como niños hipnotizados, volvieron los Guardianes a su anterior posición, formando de nuevo la doble guardia de honor sin saber por qué.

El desconocido esperó hasta que la formación estuvo completa. Después pasó tranquilamente entre ellos y se adentró en el enorme peñasco en dirección al cráter.

Las palabras iniciales del ritual fueron, para Cyllan, como una sentencia de muerte. No quería escuchar, pero un terrible fatalismo hacía que se concentrase en la figura envuelta en dorados ropajes del Sumo Iniciado, que pronunciaba una solemne plegaria a los dioses, mientras, detrás de él, la Matriarca y el Alto Margrave se arrodillaban, reverentes, ante el Santuario del Cofre. Su última esperanza se había extinguido, y lamentó amargamente no haberse arrojado al vacío al llegar a lo alto de la escalera o, tal vez aún mejor, lanzarse al mar desde la cubierta de la Barca Blanca antes de que ésta llegase a su fatídico destino. Ahora era ya demasiado tarde. Debía vivir esta pesadilla y enfrentarse a su suerte lo mejor que pudiese. Tarod había fracasado en su intento de encontrarla; no podía ponerse en contacto con él; solamente podía rogar, y no a los Dioses Blancos, que de alguna manera sobreviviese él a la locura desatada en su contra.

A pesar del frío nocturno, predominaba en el cráter una atmósfera sofocante, que se hacía más intensamente claustrofóbica a cada momento. Era como la tensión creciente que precede a las tormentas; la impresión de que algo se acerca, acechando más allá del horizonte y aproximándose, concentrando febrilmente su poder antes de que el primer estampido de un trueno estalle para romper la calma asfixiante y antinatural. Keridil habló, suplicando a Aeoris que le perdonase lo que iba a hacer, acompañado por la salmodia de Fenar Alacar y de Ilyaya Kimi, que unieron sus voces a la suya; pero sus palabras carecían de resonancia, absorbidas, o así lo parecía, por el aire denso, antes de que pudiesen tomar forma.

Cyllan miró temerosamente a los otros testigos, que formaban un semicírculo irregular a respetuosa distancia del triunvirato que oficiaba en el altar. El anciano erudito, Isyn, que estiraba la cabeza para oír las frases rituales; dos Hermanas que, cubriéndose la cara con el velo, murmuraban oraciones en voz baja, y en el lugar más apartado de ella, la graciosa figura de Sashka, cuyos ojos ardían febrilmente, resplandeciente el semblante de satisfacción y orgullo. En ella, pensó Cyllan, estaba el colmo de la traición…, el corazón voluble y codicioso cuyo egoísmo había provocado todo esto.

De pronto, se hizo un profundo silencio; Keridil había terminado su oración. Fenar e Ilyaya levantaron la cabeza, y el Sumo Iniciado se adelantó, de manera que la luz que irradiaba el sagrado cáliz cayó sobre él, haciendo que su ropaje y su diadema de oro brillasen como el fuego, proyectando un vivo halo alrededor de sus rubios cabellos.

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