EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III (28 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III
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—Se requiere la asistencia de todos. No hay excepción.

Miró a la pared mientras hablaba, y Cyllan sintió el impulso de darle una patada, solamente para ver si era posible provocar una reacción en uno de aquellos zombies sin sangre. Lo resistió, así como la tentación de hacer caso omiso de él y seguir sentada, negándose a colaborar. Si no iba con el grupo voluntariamente, sin duda la obligarían a hacerlo por la fuerza, y no valía la pena perder su dignidad por una vana satisfacción de resistir.

Se puso en pie con dificultad, estorbada por la ligadura de sus muñecas, y siguió al resto del grupo a través de la puerta y por el largo túnel oscuro.

Al salir de la boca de éste, fueron bañados por la pálida y engañosa luz que precede al crepúsculo. Todo el día había transcurrido mientras esperaban en la penumbra del subterráneo y el sol era una furiosa esfera carmesí contra el lóbrego telón de fondo del cielo.

El Guardián que les conducía miró directamente aquel rojo infierno durante unos instantes; después se volvió a las personas que estaban a su cargo y señaló la gigantesca escalera que seguía subiendo y subiendo. Cyllan contempló el tramo que se extendía delante y encima de ella, remontando la espalda encorvada de la Isla, y vio que parecía terminar en un risco afilado como una navaja, apenas discernible bajo la luz menguante. Más allá del risco, una pared de roca gris pardusca se erguía hacia el cielo, perdiéndose su cima en la cada vez más oscura niebla. Era el cráter de un antiguo y largo tiempo extinguido volcán…, y sabía que allí estaba el sacrosanto santuario y el cofre que había permanecido cerrado desde que los siete Señores del Orden libraron la última batalla contra el Caos.

El Cónclave había terminado y se había tomado la decisión. Se haría de noche mucho antes de que el grupo llegase a la dormida cima, pero entonces sabría lo que habían decidido y, también, el destino que le esperaba a ella… y a Tarod si caía en la trampa que habían montado para él.

Hasta ahora se había aferrado a un fiero orgullo y a la resolución de no desfallecer, y éstos le sostuvieron durante todo el largo viaje a la Isla y la prolongada espera en la cámara. Pero ahora, al contemplar la implacable y muerta falda del volcán, y sabiendo lo que había más allá, sintió que el miedo la roía en lo más hondo de su alma.

Los fanaani le abandonaron cuando las cumbres de la Isla aparecieron en la oscuridad y las olas chocaban con blanco resplandor contra las abruptas vertientes. Había sentido que sus resbaladizos cuerpos se deslizaban debajo de sus manos y oyó una estremecedora cascada de notas sobre el rugido del mar. Después nadó hacia las imponentes rocas por sus propios medios. Una fuerte corriente lo atrapó y lo llevó a tremenda velocidad hacia la amenazadora abertura en el acantilado, donde unas piedras titánicas rompían su simetría en un derrumbamiento acaecido milenios atrás. Vio la boca abierta de una cueva medio sumergida en la marea y, entonces, surgieron rocas aguzadas de la oscuridad y tuvo que ejercer toda su fuerza física para no ser lanzado contra ellas. Viendo momentáneamente agua clara delante de él, nadó hacia la fisura del acantilado; otra ola, al romper, le empujó hacia tierra, y retorciéndose en el último momento, sintió que sus manos rozaban una roca al apartarse del acantilado. La roca era áspera y lo bastante quebrada para que pudiese agarrarse a ella; resistió como pudo al absorberle la fuerte resaca y, antes de que pudiese romper la ola siguiente, logró salir del mar con gran esfuerzo.

Estaba sobre una abrupta e inclinada cornisa y, afirmando el pie, trepó más arriba hasta alcanzar un punto en que el oleaje ya no podía alcanzarle y tirar de él. Chorreaba agua salada de sus cabellos; la ropa se pegaba a su cuerpo y estaba contuso y dolorido por el impacto; durante algunos minutos se quedó agachado en la precaria cornisa, luchando por respirar.

Un sonido, débil pero claro, se mezcló con el trueno del mar; era el canto tembloroso de despedida de los fanaani que se alejaban de la Isla, en dirección a las extrañas profundidades o costas que eran para ellos un hogar. Tarod levantó una mano en saludo de gracias, aunque sabía que ya no podían verle, y entonces se extinguieron poco a poco sus voces agridulces.

Ambas lunas salieron; una de ellas como un fino y frío arco; la otra, más grande, como una esfera más oscura y plena. La rapidez con que las criaturas marinas le habían traído aquí fue asombrosa; faltaban todavía horas para que empezase a amanecer, y levantó la cabeza, contemplando las murallas de piedra que se elevaban detrás de él. El volcán inactivo del centro de la Isla era invisible, oculto por la noche y los cantiles, pero éstos podían ser escalados, y sabía que podría alcanzar su destino final antes de que el sol asomase en el este y delatase su presencia.

Sintió un hormigueo de poder en la mano izquierda al resplandecer con súbito brillo la piedra de su anillo. Sí… aquí podía confiar en emplear la fuerza del Caos, sabiendo que no podría alcanzarle ni desviarle de su meta. Dobló los dedos y sintió una energía nueva e inhumana en la sangre, que le salvaba del cansancio y del agotamiento.

Sonrió y, poniéndose en pie, avanzó sin ruido por la cornisa hacia el lugar donde la fisura del acantilado se abría tentadora.

CAPÍTULO XII

E
l Alto Margrave Fenar Alacar se levantó del sillón de en medio de los tres tallados en piedra. La luz peculiar que iluminaba la cámara sin ventanas y que olía a moho proyectaba líneas de sombra sobre su cara joven, haciendo que pareciese más viejo de lo que correspondía a sus años; pero no podía disimular la incertidumbre de su mirada al carraspear y después, nerviosamente y con frecuentes vacilaciones, pronunciar las palabras rituales que ponían fin al Cónclave:

—Yo, Penar Alacar, elevado por la gracia de nuestro señor Aeoris a la dignidad de Alto Margrave, declaro que el triunvirato se ha pronunciado unánimemente y que todos hemos sellado esta resolución. El Cónclave ha decidido que sea abierto el cofre de Aeoris. Y encargo y ruego al Sumo Iniciado, Keridil Toln, que sea el instrumento a través del cual será realizada esta sagrada tarea.

Su mirada se posó vacilante en el rostro impasible de Keridil y se pasó nerviosamente la lengua por los labios, seguro de que había pronunciado correctamente las palabras, pero todavía inseguro de sí mismo en presencia de sus más viejos y más experimentados semejantes.

Keridil le devolvió un momento la mirada y después se levantó también de su sillón y avanzó hasta colocarse delante del joven Margrave. Lenta y rígidamente, hizo una profunda reverencia a Fenar.

—Soy consciente del honor que se me hace y de la grave responsabilidad que asumo. —Ahora se volvió de cara al tercer y último miembro del triunvirato, que se levantó también de su sillón, aunque con alguna dificultad, y se inclinó a su vez ante ella—. Pido la bendición de la señora Matriarca, madre y protectora de todos nosotros, para que me ayude en este momento trascendental.

Ilyaya Kimi, majestuosa en su velo de plata, levantó una mano artrítica para tocar la frente de Keridil, que se había arrodillado ante ella.

—Que la luz clara de Aeoris brille sobre ti, hijo y sacerdote mío.

Que no te apartes de su camino de sabiduría.

Keridil se levantó y tanto él como la Matriarca se volvieron de nuevo de cara a Fenar. El Alto Margrave asintió con la cabeza.

—Hágase según lo acordado —dijo—. Que se abra la puerta y se dé a conocer la decisión de este Cónclave.

Formaban un extraño trío, pensó Keridil con una parte curiosamente aislada de su mente, mientras precedía a los otros sobre el débilmente brillante suelo de piedra: una mujer anciana, que apenas podía andar, un muchacho inexperto y un hombre que, aun presentando un rostro confiado al mundo, se sentía asaltado por dudas y temores que ni siquiera podía nombrar. Pero eran lo mejor que el mundo podía ofrecer a sus dioses. Les fue otorgado el poder temporal supremo y, fuesen cuales fueren sus aprensiones, debían esforzarse por ser dignos de él.

Llegó a la puerta, una enorme losa que giraba por algún oculto e inconcebiblemente antiguo mecanismo, y levantó la mano derecha para dar un golpe sobre un rombo de cristal engastado en la por demás lisa superficie de la piedra. Un ruido fuerte y chirriante sonó debajo de sus pies, y la puerta empezó a abrirse lentamente. Una corriente de aire fresco y limpio penetró en la cámara (oyó que Ilyaya lanzaba un profundo y agradecido suspiro) y salieron para encontrarse con una delegación de los Guardianes que estuvo de vigilancia durante las largas horas del Cónclave. Cada par de ojos pálidos e inexpresivos se fijó en Keridil, y los Guardianes leyeron claramente en su semblante el resultado del Cónclave, sin que hubiese necesidad de pronunciar una sola palabra. Su portavoz inclinó la cabeza y dijo con voz monótona y lejana:

—El triunvirato será conducido inmediatamente al Santuario. Los que estuvieron esperando se hallan ahora reunidos en el exterior y podrán ser testigos del ritual, si el triunvirato así lo desea.

Fenar carraspeó de nuevo y miró a Keridil con aquella extraña mezcla de respeto y resentimiento que siempre había parecido sentir por él.

—Prometí a mi consejero, Isyn, que podría acompañarme si eso estaba permitido…

En otras palabras, su confianza estaba vacilando y necesitaba el apoyo de su viejo preceptor. Difícilmente habría podido Keridil censurarle. Estuvo a punto de sonreirle a Fenar, pero lo pensó mejor; en el estado en que se hallaban sus nervios, el joven habría probablemente interpretado la sonrisa como señal de protección.

—Esto depende enteramente de vuestra voluntad, Alto Margrave —dijo.

—Sí… —La cara de Fenar se serenó—. Sí, desde luego.

—Yo necesitaré a dos de mis Hermanas a mi lado —declaró quejumbrosa Ilyaya Kimi—. Si tengo que soportar otro largo ritual, necesitaré su apoyo, en el sentido literal de la palabra. Nunca había pensado que tendría que someterme a tan duras pruebas a mis años.

De los tres, pensó Keridil, la Matriarca era la única que parecía capaz de aceptar con tranquilidad esta extraordinaria y terrible situación. Estaba haciendo historia, pero se comportaba como si estuviese cumpliendo meramente uno más de los tediosos deberes cotidianos de su cargo. Keridil la envidió; tanto si su sereno pragmatismo se debía a confianza en sí misma como si era fruto de la senilidad, era un sentimiento que le habría gustado compartir.

Guardándose sus pensamientos, asintió con la cabeza.

—Dos de mis Iniciados custodiarán a nuestra prisionera; pero aparte de ellos, solamente a mi consorte pediré que me acompañe.

Ilyaya se estaba ajustando el velo con breves e impacientes movimientos de las manos.

—¿Y qué dices de esa muchacha, Sumo Iniciado? ¿De nuestra prisionera? —Frunció los labios—. Parece que ninguna presa ha caído en nuestra trampa. Empiezo a preguntarme si el demonio del Caos no habrá decidido que la prudencia es la parte mejor del valor, y ha abandonado a la joven.

Estaban caminando a lo largo de un estrecho túnel sin el menor adorno, excavado en un lado del volcán. Eran precedidos y seguidos por Guardianes con antorchas y flotaba un débil olor a azufre en el aire viciado. Keridil pensó unos momentos antes de responder a la punzante pregunta de la Matriarca.

—No, señora. Vendrá, estoy seguro de ello.

Conocía lo bastante a Tarod para no haber vacilado en su convicción de que la trampa funcionaría. Antes de que empezase el Cónclave, pidió que le dejasen solo unos minutos y, escoltado a otra de las al parecer innumerables habitaciones y cámaras vacías que eran como celdas de colmena en la montaña (y cuya función no podía siquiera imaginar), borró de su mente todo pensamiento extraño y, después de una breve Oración y Exhortación, empleó la técnica de escrutar la mente que había aprendido hacía tiempo como nuevo Iniciado, en un intento de descubrir el paradero de Tarod. No encontró nada, pero el hecho de que fuese imposible descubrir a su enemigo era, pensó, un augurio favorable. Si Tarod trataba de llegar a la Isla Blanca y rescatar a Cyllan, el secreto sería su arma mejor; y aunque no podía localizarle por medios mágicos, Keridil sentía en lo más hondo de su ser que estaba cerca.

Ilyaya Kimi sorbió por la nariz.

—¿Y si no viene?

—Si no viene, su destino, todos nuestros destinos, dejarán de estar en nuestras manos.

El Alto Margrave se estremeció y se esforzó inútilmente en disimularlo.

—Sigo diciendo que esa muchacha habría tenido que ser ejecutada sin tantos subterfugios —dijo—. Podía hacerse en unos minutos y ahora tendríamos un motivo menos de preocupación. Pero no se me hizo caso.

Esta vez, la furiosa mirada que dirigió a Keridil tenía, además del antiguo resentimiento, una nueva y más personal expresión de antipatía, y Keridil tuvo que resistir la tentación de sugerir que, si el Alto Margrave insistía tanto en ello, tal vez querría empuñar un cuchillo o una espada y mostrar el valor de sus convicciones cortando él mismo el cuello a Cyllan. Ahora les resultaba fácil a sus compañeros lamentarse y criticar, pensó irritado; Ilyaya Kimi dudaba de su buen criterio en el asunto de la captura de Tarod, y Fenar, de su prudencia al permitir que Cyllan viviese para servir de cebo contra su adversario. Pero había tomado su decisión y no se dejaría influir por argumentos formulados desde la relativa comodidad de las posiciones de los otros.

No eran las manos de ellos las que tenían que abrir el cofre y levantar la caja; no eran los hombros de ellos los que tenían que cargar con toda la responsabilidad de llamar a los Señores Blancos al mundo. Si se negaba a seguirles la corriente, esta autonomía era lo menos que podían otorgarle a cambio de llevar aquella carga.

Un rectángulo más claro apareció delante de ellos, indicando que se acercaban al final del túnel. Al salir al flanco gigantesco del volcán, Keridil vio que el sol se había puesto, dejando solamente un último y pálido resplandor en el cielo. El crepúsculo borró todo color de las caras desnudas de las rocas, y los Guardianes, con sus pieles y sus vestiduras blancas, parecían grandes mariposas fantásticas en la penumbra. El velo de Ilyaya brillaba con una misteriosa radiación interior propia; la diadema de Fenar tenía un brillo nacarado, y por un instante, percibió Keridil algo malsano en aquella escena, casi como de podredumbre. Expulsó rápidamente el pensamiento de su mente, consciente de que era poco menos que blasfemo.

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