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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III (30 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III
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Cyllan oyó que alguien (pensó que debía ser Sashka) jadeaba con ansia mal disimulada, y entonces levantó Keridil ambas manos para empezar la Exhortación al ser Supremo, las últimas palabras que pronunciaría antes de levantar la tapa del cofre de oro. El Sumo Iniciado echo la cabeza atrás para mirar al cielo.., y se detuvo, interrumpido su movimiento como si una daga le hubiese atravesado el corazón. Todos oyeron su brusca e involuntaria aspiración, y entonces se volvió, mirando, más allá de los reunidos, hacia la grieta de la pared rocosa.

Cyllan comprendió que hubiese debido verlo antes de leer la confirmación en el semblante de Keridil. Allí, en la cornisa que dominaba el fondo del cráter, una figura solitaria les estaba contemplando. Descalzo, vistiendo solamente camisa y pantalón negros, secados por el viento los revueltos cabellos pegados en mechones por la sal, nada tenía de la magnificencia de su enemigo, pero irradiaba un poder tranquilo y letal que hacía que el esplendor ceremonial de Keridil pareciese una ridícula parodia.

Entre un silencio de pasmo, el Sumo Iniciado dio un paso adelante. Su mano derecha buscó instintivamente una espada que no llevaba, pero fue el único que se movió mientras Tarod cruzaba la cornisa y empezaba a bajar por el sendero.

Llegó al suelo del cráter y, por un largo momento, los dos adversarios se miraron desde lejos, mientras mil emociones se pintaban en el semblante de Keridil. Después, Tarod se acercó despacio.

Cyllan sintió que los dos Iniciados que estaban a su lado la agarraban súbita y dolorosamente de los brazos y que, al acercarse él, tiraban rudamente de ella hacia atrás para apartarla. Tarod se detuvo.

Por un instante, sus ojos verdes brillaron iracundos; después volvió a mirar al Sumo Iniciado.

—Di a tus Adeptos que tengan las manos quietas, Keridil. No quiero hacer daño a nadie.

—¿Cómo has podido…? —empezó a decir Keridil, pero se interrumpió.

Los cómo y porqué había podido Tarod engañar o eludir a los Guardianes para llegar al cráter sin ser descubierto eran irrelevantes; estaba aquí, y eso era lo único que importaba. Pero, aunque planeó este momento, la manera en que Tarod llegó había trastornado la maniobra de Keridil y le había pillado desprevenido. No sabía qué hacer…

Advirtiendo el desconcierto de Keridil, Tarod se volvió y se dirigió al lugar donde estaba Cyllan, sujetada por los guardias; éstos, sin una orden directa de Keridil, se sentían indecisos y temían al hombre que estaba ante ellos. Tarod tomó las muñecas de Cyllan, ella sintió un ligero cosquilleo y las cuerdas se soltaron y cayeron serpenteando al suelo, antes de que él se llevase sus manos a los labios y besase los dedos en un breve pero significativo ademán. Al levantar él de nuevo la cabeza, Cyllan vio, por encima de su hombro, que Sashka les estaba mirando fijamente. La expresión helada de su rostro lo confirmaba todo: odio, celos ciegos, ira, la comprensión final de que había perdido todo dominio sobre Tarod y la rotunda negativa a aceptar que tal cosa pudiese ser verdad. Con su sencillo homenaje a Cyllan, Tarod le había descargado un rudo golpe, y su orgullo no podía soportarlo. Al volverse Tarod hacia los otros, siguió mirándole, dispuesta al parecer a despellejarle con las uñas, llevada de su furor; pero él miró a través de ella como si no existiese y sus ojos se fijaron en Keridil.

—Ya no hay ningún motivo para las contiendas —dijo—. Y es innecesario lo que el Cónclave ha resuelto hacer.

Keridil palideció.

—¿Cómo te atreves a decir que puedes impedirlo? Por los dioses que te creí arrogante, ¡pero no hasta este punto! —Se había recobrado de la primera impresión causada por la aparición de Tarod, y recuperaba su confianza—. Ahora no estamos en el Castillo. Este es el lugar sagrado de Aeoris, la invulnerable fortaleza del Orden; no tienes aquí ningún poder, ¡aunque te hayas dejado engañar por tus funestos amos!

Tarod sacudió la cabeza y sonrió débilmente. Parecía cansado, pensó Cyllan; cansado, agotado y turbado.

—No me he dejado engañar, Keridil Toln —respondió—, y has interpretado mal lo que quise decirte. No he venido a desafiarte.

Keridil entrecerró los ojos.

—¿Portas el anillo del Caos y esperas que te crea?

—Sí —dijo Tarod.

Miró otro momento al Sumo Iniciado, como tratando de calcular si intervendría o no. Después sacó lentamente del dedo el anillo de plata y, sosteniéndolo en la palma de la mano, se volvió hacia Fenar Alacar, que le miraba fijamente y como hipnotizado. Era la primera vez que el joven Alto Margrave veía al demonio del Caos, de quien había oído tantas horripilantes historias, y cuando su mirada se encontró con la de Tarod, palideció visiblemente.

Este dio dos pasos en su dirección y, entonces, para disgusto y asombro de Fenar y de Keridil, se inclinó ceremoniosamente y con la más exquisita cortesía.

—Alto Margrave, juro que te seré fiel y leal, y doy mi palabra de que te serviré en nombre de Aeoris. —Hizo la Señal y se irguió, súbitamente intensa la mirada—. He sido acusado de muchos delitos, Alto Margrave, y en algunos casos fui culpable; en otros muchos, no. Por encima de todo, nunca vacilé en mi fidelidad a nuestros dioses, los Señores del Orden. No sirvo al Caos; renuncio a él y lo rechazo, como hice desde el día de mi iniciación. Y entrego esta piedra como prueba de mi buena fe.

Fenar Alacar, desorbitados los ojos, se echó atrás como si Tarod tuviese un Warp en su mano. Tarod vaciló y cerró de nuevo los dedos sobre la piedra.

—Sí, Señor; es una joya maligna, no lo niego. Pero, digan lo que hayan dicho de mí, no quiero traer de nuevo el Caos a este mundo. He visto ya la locura que el simple miedo al Caos ha provocado en todas partes, y si la resolución del Cónclave es ejecutada y estalla un conflicto entre, esta locura puede terminar en una destrucción a gran escala. Ya se ha hecho bastante daño. Yo tengo la manera de destruir esta piedra poniéndola en manos del propio Aeoris, y pido que interrumpas este rito y me permitas cumplir mi promesa.

—¿Lo-cura? —La voz de Fenar recalcó la segunda sílaba, y su rostro enrojeció, furioso—. Tú hablas de locura, pero la única que veo es la que tú has ocasionado… ¡y sigues tratando de ocasionar con tus mentiras! Si crees que unas pocas palabras bien escogidas pueden apartarnos de nuestro justo y sagrado deber…, ¡te equivocas, demonio! ¡Te equivocas! —Se pasó la lengua por los labios y miró a sus compañeros para que confirmasen lo que acababa de decir. La expresión de Keridil era indescifrable, pero la Matriarca asintió con la cabeza para animarle.

—Llegas demasiado tarde para poner en práctica tus artimañas, criatura del Caos —dijo Ilyaya Kimi a Tarod, con voz venenosa—. Tú has sido la fuente de muchos males en este mundo, ¡pero no toleramos más! Aeoris volverá, te destruirá y, cuando lo haga, descubriremos a todos los que has apartado del camino recto, ¡y serán castigados! ¡No quedará nadie de tu maldita raza para continuar tu trabajo!

Tarod tuvo una súbita y terrible visión interior del concepto que tenía la Matriarca del juicio de los dioses.

—¿Cómo puedes decir que Aeoris castigará a su propio pueblo cuando su único pecado ha sido el miedo? —preguntó—. ¡No ha cometido ningún delito!

Fenar, cuya confianza crecía por momentos, dijo desdeñósamente:

—¡Ya!

Y los ojos de Ilyaya brillaron fríamente.

—Ha habido pecado —dijo, implacable—. Hemos visto su corrupción en toda la Tierra, y hemos visto los laudables esfuerzos que se han realizado para castigar a los culpables…, ¡pero esto no es bastante! Debe ser totalmente expiado, y cuanto más grave es el pecado cometido, mayor debe ser la expiación.

Tarod la miró, horrorizado, y recordó las tremendas injusticias que había presenciado durante su viaje: los campos incendiados, los animales sacrificados, las parodias de juicios que enviaban a inocentes a la muerte. Y la Matriarca hablaba de laudables esfuerzos… Dijo, con voz velada por la emoción:

—¡Es absurdo recurrir a semejante salvajismo! La piedra puede ser simplemente destruida. ¿No ves que es lo más prudente? Si seguimos así, habrá derramamiento de sangre y una miseria inimaginable. ¡Puede ser evitado!

—Aeoris exigirá el pago —dijo obstinadamente Ilyaya—. Y nosotros, que somos sus elegidos, seremos los instrumentos de su justicia y de su misericordia.

—¿Misericordia? —dijo Tarod, pálido el semblante.

—Sí, misericordia. —Pareció escupirle esta palabra—. Aquellos que tengan el alma pura nada tienen que temer, pues, por mucho que sufran en la prueba, nada les faltará.

Era un dogma ciego; la Matriarca no hacía más que repetir una canción carente de sentido, y sin embargo, pensó Tarod, ninguna razón la sacaría de sus trece. En cuanto a Fenar Alacar, tal vez podía esperar algo mejor de un joven arrogante e inexperto que gustaba por primera vez las delicias del poder; pero la negativa del Alto Margrave a escuchar parecía frustrar las esperanzas de Tarod. Iba a pedirle por última vez que considerase lo que tenía que decir, cuando otra voz habló duramente detrás de él.

—¡Keridil! —El conocía demasiado bien aquel tono—. Miente y trata de cegarnos, como ya han visto el Alto Margrave y la señora Matriarca. Mátale ahora. Mándale a Aeoris, ¡y veamos en qué paran sus protestas de fidelidad cuando se enfrente con el dios a quien dice adorar!

Un impresionante silencio siguió al arrebato de Sashka, pero cuando todos se volvieron a mirar, Tarod vio un destello de aprobación en los ojos de Ilyaya Kimi. La muchacha miraba fijamente a Tarod, irradiando aborrecimiento y rencor por todos sus poros, y antes de que Keridil pudiese reaccionar, Ilyaya Kimi dijo:

—Tu consorte habla cuando no le corresponde, Keridil, pero tiene razón en lo que dice.

—Sí, Keridil. —Fenar Alacar estaba resuelto a no ser una excepción—. Tu dama está en lo cierto, y tú mismo nos has advertido muchas veces de la duplicidad de ese demonio. Yo también digo: mátale.

Tarod miraba despectivamente a Sashka.

—Había esperado un mejor consejo de labios de la consorte del Sumo Iniciado —dijo, casi cortésmente—. Y, al menos para mí, sus motivos son lamentablemente claros. —Hizo una burlona reverencia a la joven—. Lamento, Sashka, haberte defraudado al no estrujarme las manos con angustia cuando me rechazaste.

Sashka apretó furiosamente los labios y sus mejillas enrojecieron; Tarod vio la rápida y afligida mirada que le dirigió Keridil y se dio cuenta de hasta qué punto había logrado Sashka cegar a su nuevo amante sobre su verdadera naturaleza. Pareció que el Sumo Iniciado iba a soltar un exabrupto, pero Tarod se le adelantó.

—Está bien. Mátame ahora, Keridil… o inténtalo. Pero hay una alternativa, si lo que he dicho no puede conmoverte.

Keridil le miró fijamente.

—No me conmueve. Y cualquier alternativa que puedas sugerir será en vano.

—¿Aunque pidiese que se me permitiera exponer mi caso al propio Aeoris?

El ligero fruncimiento que apareció en el rostro del Sumo Iniciado reanimó la última esperanza que quedaba. La insensatez podía prevalecer entre sus semejantes, pero Keridil nunca se había dejado influir por el puro dogmatismo, y pudo ver que el ofrecimiento de su adversario no daba lugar a engaños. Pero antes de que pudiese hablar, la Matriarca silbó y dijo:

—El demonio tiene lengua de plata. Te aconsejo que no le hagas caso, Keridil. Debe morir. Con esto está dicho todo.

Sashka sonrió y Fenar Alacar asintió vigorosamente con la cabeza.

—Mátale.

Keridil miró a la joven de cabellos castaños que estaba a su lado y vio en sus ojos una luz maligna que contenía un claro mensaje.

—Merece más que la muerte —dijo ella—. Pero la muerte es un principio.

Y Keridil, aunque deseaba de todo corazón permanecer en la ignorancia, empezó a comprender…

Tarod les observaba a todos, paseando de uno a otro su mirada inquieta. Tenía que ejercer un gran dominio sobre sí mismo para guardar silencio pero sabía que, si hablaba ahora, podía echar a perder su última y arriesgada oportunidad. El odio que sentía Keridil por él era intenso, pero la razón luchaba por encontrar un punto de apoyo contra los prejuicios del Sumo Iniciado. Y Tarod apostaba por la renuencia del que fuese su amigo a ser forzado a tomar una decisión que sería irrevocable.

Animada por el silencio de Keridil, Sashka dijo súbitamente:

—Amor mío, si…

Pero no siguió adelante, porque, para desconcierto suyo, Keridil la miró rápidamente, con ojos recelosos y enojados.

—No —dijo, y levantó ambas manos para detener las protestas de sus compañeros—. No. Si Tarod quiere apelar al árbitro supremo, no denegaré su petición. —Les miró sucesivamente, con ojos fríos y desafiadores—. No tengo autoridad para denegarla. ¿Qué poder temporal puede negar a un hombre… —y se humedeció los labios con la lengua—, a cualquier hombre, sea cual fuere su naturaleza, el derecho a apelar directamente a los dioses que nos gobiernan a todos? —Dirigió a Tarod una mirada recelosa y afligida—. Irónicamente, parece que tú y yo estamos de acuerdo al menos en una cosa: que es mejor evitar los sufrimientos inútiles. Acepto tu petición.

—Keridil… —silbó Sashka.

Y la Matriarca enrojeció de rabia impotente.

—¡No sabes lo que dices, Keridil! Ese demonio te ha engañado antes de ahora y veo claramente que va a engañarte de nuevo. No puedes hacer eso. ¡Lo prohíbo!

El Sumo Iniciado se volvió hacia ella. Algo se convirtió en cenizas dentro de él, y su amargura, que todavía no empezaba a comprender, trajo consigo la cólera y un sentimiento de injusticia personal.

—No puedes prohibirlo, señora. —Su tono era frío, triste—. Es decir, a menos que quieras acercarte a la lámpara votiva y levantar con tus manos la tapa del cofre… ¿O querrás hacerlo tú, Alto Margrave…? No; ya me lo imaginaba. Esta responsabilidad es solamente mía, y si tengo que aceptarla, como la acepto, no admito interferencias. —Sonrió débilmente, pero sin humor—. Además, creer que cualquier engaño que intentase Tarod podría prevalecer sobre el poder de Aeoris sería una blasfemia.

Ilyaya se quedó boquiabierta y el Alto Margrave palideció. Sashka se acercó a Keridil y alargó una mano como para tocarle el brazo, pero se contuvo. Keridil se enfrentó a Tarod una vez más.

—Te doy esta única oportunidad, Tarod. No por ti, sino porque he visto lo que ocurre en la Tierra y quiero que termine. Espero… —Vaciló y sacudió la cabeza—. No importa. Adelante.

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