EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III (15 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III
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Una locura. Y todo en nombre del Orden
… Tarod se vio acosado por una fea idea que le había asaltado últimamente con demasiada frecuencia y que ponía en tela de juicio la justicia de un dios que permitía que cosas tan espantosas se hiciesen en su nombre. Esta enfermedad parecía obra del Caos, realizada directamente por las manos de Yandros. ¿Cómo podía Aeoris observar tan desaforada anarquía sin hacer nada para impedirla? ¿Y cómo podía el Círculo, que reunía a sus emisarios, permitir que la muerte y la destrucción continuasen con tanto desenfreno?

Reprimió estas ideas, haciendo un gran esfuerzo. Fresco en la mente el horror de todo lo que había visto, sería fácil sucumbir a la duda, y esta duda serviría a los fines de Yandros. Pero, de no haber sido por las maquinaciones del Señor del Caos, el mundo estaría todavía en paz; tenía que mantener firme su confianza en los dioses del Orden, aferrarse a su propia resolución y no permitir que la incertidumbre hiciese presa en él. En cuanto encontrase a Cyllan y recobrase su piedra-alma, trataría de poner fin a esa locura…

Estimulado por esta idea, espoleó su montura, satisfecho de sentir debajo de él la espontánea respuesta de los poderosos músculos del animal. El camino estaba tranquilo (nadie viajaba ahora, a menos que fuese indispensable) y así, cuando vio delante de él una delatora nube de polvo que se elevaba contra el telón de fondo de los campos, puso su caballo al trote corto, haciendo visera con la mano para resguardar los ojos de la luz del sol y ver de qué se trataba.

La nube de polvo se fue acercando y al fin Tarod pudo ver las siluetas de varios jinetes. Hubo un brillo de luz sobre metal y presumió que los recién llegados serán milicianos de alguna población próxima.

Sin duda le detendrían, y esto significaría un retraso para él; pero la insignia de Iniciado le mantendría en buena posición, como hasta ahora.

Su previsión resultó acertada y, al cabo de unos minutos, el jefe del grupo le dio el alto. Le rodearon ocho hombres nerviosos, recelosos, inexpertos, algunos poco más que adolescentes.

—Declara tu nombre, señor, y el objeto de tu viaje.

El jefe, indudablemente elegido como tal por ser el mayor en edad, gritó la orden, pero sin verdadera convicción. Tarod cruzó su mirada con la del hombre, ejercitando un poco su fuerza de voluntad, y el jefe vio un forastero de cabellos castaños y ojos grises y sin nada notable en su aspecto; una cara que más tarde no recordaría. Tarod sonrió débilmente y desplegó su capa de modo que la insignia de oro brillase a la luz del sol.

—Asuntos del Círculo —dijo vivamente—. Confío en que esto no me hará sospechoso, capitán.

Halagado por el tratamiento, pero todavía contrariado por su error, el hombre se sonrojó.

—No, señor…, ¡claro que no! Lo siento, señor, pero es que acabamos de recibir la orden, del propio Margrave, ¿sabes?, de dar el alto a todos los desconocidos que transiten por este camino y… bueno, comprobar si son realmente lo que parecen, señor, si es que me entiendes.

—Tu Margrave hace bien en tomar estas precauciones —dijo Tarod—. Y ahora dime, ¿qué noticias hay en Perspectiva? Vengo cabalgando del norte y, en los tres últimos días, no he oído ningún relato que sea digno de confianza.

Uno de los más jóvenes adelantó su caballo y murmuró algo al oído del jefe. Este asintió enfáticamente y, después, miró a Tarod y carraspeó.

—Bueno, señor, circula un rumor…, es decir, una noticia que, si no estoy equivocado, fue confirmada esta mañana…, de que la muchacha, la cómplice del demonio del Caos, ¡ha sido capturada!

Tarod reprimió un irracional rayo de esperanza, diciéndose que seguramente sería otra falsa pista, como todas las anteriores.

—¿Oh, sí? —dijo—. Disculpa mi escepticismo, capitán, pero otros hicieron la misma afirmación antes de ahora, y resultó infundada.

—Es verdad, sí; pero nuestro Margrave ha dicho que esta vez no es mera palabrería. —El miliciano pareció orgulloso—. Se dice que la joven tiene una joya. Una joya incolora.

¿Sería posible…? Tarod dijo en voz alta:

—Ya veo… ¿Y ha sido sometida a juicio?

—No, señor; no hasta ahora, que yo sepa… —El miliciano parecía un poco avergonzado—. He oído decir que el asunto no es de competencia de la justicia local. La muchacha tiene que ser llevada hacia el norte, a la Península de la Estrella; pero el viaje es largo y peligroso. Si alguien dotado de autoridad pudiese encargarse de esto… —Tosió—. Si es que me entiende, señor…

Tarod lo entendió. Antes se había dejado engañar por falsos rumores, pero esta vez parecía que podía haber pruebas reales contra la joven, fuese ésta quien fuere. Tanto si era una pérdida de tiempo como si no, tenía que asegurarse. Asintió con la cabeza.

—Está bien. En vista de lo que me has dicho, retrasaré mis propios asuntos. ¿Dónde está la muchacha?

El jefe de la milicia pareció aliviado.

—En la misma Ciudad de Perspectiva, señor. A unas diez millas de aquí, no más.

—Entonces propongo que vayamos allá sin mayores dilaciones.

—¡Si, señor!

Gritó unas órdenes innecesarias a sus hombres, que ya estaban haciendo dar la vuelta a sus caballos, y la cabalgata emprendió la marcha. Mientras trotaban, Tarod trató de no pensar en lo que encontraría o dejaría de encontrar al llegar a su destino. Si la muchacha capturada no era Cyllan, solamente sufriría otra desilusión. Pero si lo era…, no había considerado cómo podría liberarla; su presunta condición no le bastaría para imponerse a cualquier otra autoridad y llevarse a la muchacha. Si pudiese recobrar la piedra-alma, podría hacer uso de unos poderes que ahora estaban fuera de su alcance…, pero no quería pensar demasiado en esa posibilidad.

Un poco antes de una hora, aparecieron delante de ellos los rojos tejados de Perspectiva, elevándose sobre las seis murallas concéntricas de piedra clara que rodeaban la ciudad. Aquellas murallas habían sido construidas para proteger de las primeras heladas a los huertos de árboles frutales que habían dado fama a Perspectiva, y que daban las tempranas cosechas de verano que eran el orgullo de la ciudad. El grupo cruzó a caballo uno de los anchos arcos de la muralla exterior y siguió un camino empedrado, entre hileras de árboles cuajados de flores blancas. Su aroma era denso en el aire; uno de los milicianos empezó a estornudar violentamente y sólo dejó de hacerlo cuando hubieron cruzado la sexta muralla y entrado en la ciudad propiamente dicha.

Perspectiva era una de las ciudades más antiguas del país y, como tuvo que reconocer Tarod a pesar de su preocupación, una de las más florecientes y bellas.

Esbeltas torres de piedra se alzaban a intervalos, dominando el amasijo de tejados rojos e inclinados. Las calles, pavimentadas, eran anchas y despejadas, y las ornadas casas tenían portales de piedra y balcones; una arquitectura que revelaba un ambiente de agradable y próspero bienestar.

Sin embargo, ese ambiente no se reflejaba en el aire ni en las caras de las personas con quienes se cruzaban Tarod y sus acompañantes al cabalgar hacia el palacio de justicia.

El terror que reinaba en el mundo había afectado a Perspectiva igual que a todos los demás lugares, y su animación normal había decaído rápidamente. Los ciudadanos iban a sus quehaceres imprescindibles con expresiones herméticas y contraídas, y cualquier recién llegado desprovisto del menor talento psíquico habría sentido la tensión palpable que reinaba en la ciudad.

El jefe de los milicianos refrenó su montura cuando las calles se abrieron de pronto a una ancha avenida flanqueada de árboles, y se volvió sobre la silla para decir a Tarod:

—El palacio de justicia está delante de nosotros, señor. ¿Quieres que me adelante y vaya a informar a los ancianos de la ciudad de tu llegada?

Tarod sacudió la cabeza. Se daba cuenta de que su pulso latía demasiado aprisa, y trató de calmarlo.

—No. Huelgan las formalidades.

—Lo que tú digas, señor.

El hombre espoleó su caballo, y todos cabalgaron por la avenida hasta el alto edificio, de sencilla fachada, que se alzaba al final de ella.

Una abigarrada multitud se había reunido en el exterior como esperando algo; abrieron paso a los jinetes y muchos se quedaron boquiabiertos al reconocer la insignia de Iniciado en el hombro de Tarod.

Éste hizo oídos sordos a los apagados murmullos que surgieron a su espalda y se apeó de la silla, entregando las riendas de su caballo a uno de los milicianos más jóvenes.

Mientras subían la escalinata, se abrieron las puertas del palacio de justicia y aparecieron cuatro hombres. Tarod reconoció inmediatamente al viejo individuo de cabellos grises que iba a la cabeza; había conocido al Margrave de Perspectiva en la fiesta de la investidura de Keridil Toln y habían sostenido una desagradable discusión sobre la creciente anarquía en el país. Parecía haber pasado muchísimo tiempo desde aquel encuentro, pero el Margrave era un hombre astuto y probablemente recordaría la cara del Adepto renegado. Tarod se concentró, dejando que un poco de poder fluyese de su interior.., y vio que el Margrave pestañeaba, como momentáneamente desconcertado. Entonces se serenó el semblante del viejo, que tendió una mano a modo de saludo.

—Adepto, me faltan palabras para expresar lo que siento. ¡No había esperado que el Círculo respondiese con tanta rapidez a mi mensaje!

Tarod frunció el entrecejo.

—¿Qué mensaje, señor?

—Entonces, ¿no eres un emisario del Sumo Iniciado?

El Margrave parecía perplejo.

—Nos encontramos con él en el camino, señor —explicó apresuradamente el jefe de milicianos—. Casualmente cabalgaba en esta dirección y… dadas las circunstancias.., pensamos que podía ayudarnos.

El Margrave pareció aliviado y estrechó de nuevo la mano de Tarod en una bienvenida más cordial que la primera.

—Entonces fue un accidente muy afortunado —dijo, con evidente alivio—. ¿Te han explicado mis hombres, Adepto, la naturaleza de nuestro problema?

—Me han dicho que habéis aprehendido a una muchacha que creéis que es la cómplice de la criatura del Caos —explicó Tarod—. Me perdonarás que sea franco, pero es la quinta o sexta vez que he tenido que investigar asertos semejantes desde que emprendí mi viaje y, hasta ahora, ninguno de ellos tenía fundamento.

El Margrave sacudió enfáticamente la cabeza.

—Debes creerme, si te digo que ésta no es una falsa alarma. Comprendo tu escepticismo, pues también el histerismo ha hecho presa en Perspectiva y se han formulado muchas acusaciones sin pruebas para mantenerlas. —Miró a Tarod, como desafiándole a discutir lo que diría ahora—. No soy tonto, o al menos no creo serlo. Y tampoco lo es la Hermana-Vidente Jennat Brynd.

—¿Una Hermana de Aeoris? Disculpa, pero no acabo de comprender.

—Fue un grupo de Hermanas el que descubrió la verdadera identidad de la muchacha —dijo el Margrave—. Por lo visto, estuvo viajando con ellas durante algunos días, y la Hermana Jennat empezó a sospechar. Empleó sus facultades para investigar a la muchacha y descubrió la verdad. —Su boca se frunció en una expresión que podía ser de repugnancia o de inquietud—. La muchacha dijo llamarse Themila y algo más, no puedo recordar ahora el nombre del clan; pero cuando las Hermanas descubrieron una joya que llevaba escondida, estuvieron seguras de que habían encontrado a la fugitiva.

Tarod sintió que se le ponía la piel de gallina. Themila. La coincidencia era demasiado grande para pasarla por alto. Él había hablado a Cyllan de Themila Gan Lin, su antigua maestra; era un nombre que ella debía recordar…

Forzando la voz para poder mantenerla tranquila, preguntó:

—¿Y qué ha dicho la muchacha? ¿Ha confesado?

El Margrave sacudió la cabeza.

—No, se ha negado a hablar desde que fue aprehendida. Permanece sentada y mira airadamente a cuantos se le acercan. —Se estremeció delicadamente—. No es una mirada que desease yo ver demasiado a menudo. Si la mitad de lo que se cuenta de ella es verdad, prefiero no pensar en lo que sería capaz de hacer. —Hizo una pausa—. Pero estoy divagando; tendré tiempo más tarde de explicarte el resto, y he olvidado ya la cortesía más elemental. Debes tener la boca seca después de tanto cabalgar, especialmente cuando abunda el polvo en el camino. Permite que al menos te ofrezca una copa de vino.

Era difícil rehusar el ofrecimiento, y si mostraba demasiado interés en ver a la prisionera, el anciano podría sospechar de sus motivos.

Forzó una sonrisa.

—Lo apreciaré mucho, Margrave; gracias.

Seguido a cortés distancia por su pequeño séquito, el Margrave condujo a Tarod a lo largo de los frescos pasillos del palacio de justicia hasta una antesala dispuesta para recibir a invitados importantes.

Tarod tuvo que dominar su inquieta impaciencia cuando el anciano ordenó a un criado que trajese, no solamente vino, sino también comida, y se esforzó en comer unos manjares exquisitos que su estómago no le pedía, mientras el Margrave se extendía contando las circunstancias de la detención de su prisionera. Las Hermanas, dijo, habían intentado dirigirse al norte y llevar a su cautiva a la Península de la Estrella, pero en cuanto tuvo él noticia de ello, insistió en que la empresa era demasiado peligrosa. Era mucho más seguro comunicarlo al Círculo, para que éste pudiese enviar una escolta de confianza; pero el mensaje había sido enviado por medio de una de las nuevas aves correo aquella misma mañana, y de ahí el asombro del Margrave de ver llegar tan pronto a un Adepto a la ciudad. Tarod escuchó cortésmente el torrente de palabras, asintiendo ocasionalmente con la cabeza o murmurando su aprobación, pero en el fondo, se sentía incapaz de aguantar más. Si la muchacha capturada era Cyllan, cosa, se recordó, que aún estaba por ver, el tiempo apremiaba; el ave mensajera entregaría la carta del Margrave en el Castillo al día siguiente a lo más tarde, y Keridil no perdería un momento en actuar en consecuencia.

Tenía que interrumpir la palabrería del Margrave sin manifestar su intención.

De pronto se dio cuenta de que el anciano le había hecho una pregunta que, sumido en sus propios pensamientos, no había comprendido. Levantó rápidamente la cabeza.

—Perdón, ¿qué has dicho?

—Te he preguntado, señor, si has visto alguna vez a esa muchacha. Tengo entendido que estuvo presa algún tiempo en el Castillo de la Península de la Estrella.

—Sí… La vi una o dos veces.

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