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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (23 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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Pablito salió de la casa.

—Todos ellos son así —dijo la Gorda—, los tres.

Pablito regresó sin tardanza, cargando a hombros una silla de aspecto insólito. La silla estaba trabajada de modo que se adaptase perfectamente al contorno de su espalda; al traerla, con el asiento hacia abajo, daba la impresión de ser una mochila.

—¿Puedo dejarla en el suelo? —me preguntó.

—Desde luego —repliqué, corriendo el banco para hacer espacio.

Rió, con exagerada soltura.

—¿No eres el Nagual? —me preguntó; y agregó, tras mirar a la Gorda—: ¿O tienes que esperar órdenes?

—Soy el Nagual —dije, en tono burlón para compla­cerlo.

Intuí que estaba a punto de iniciar una riña con la Gorda; ella debió presentir lo mismo, porque se excusó y salió por la puerta trasera.

Pablito puso su silla en el piso y, lentamente, dio una vuelta a mi alrededor, como si estuviese inspeccio­nando mi cuerpo. Luego cogió su silla, estrecha y de res­paldo bajo, con una mano, la situó en el sentido opuesto a aquél en que se hallaba y se sentó, dejando que sus brazos, cruzados, descansaran sobre el respaldo, lo cual le proporcionaba la mayor comodidad al ponerse a horcajadas. Me senté frente a él. Su talante había variado por completo al instante de irse la Gorda.

—Debo pedirte que me perdones por actuar del modo en que lo hice —dijo sonriendo—. Pero tenía que deshacerme de esa bruja.

—¿Tan mala es, Pablito?

—No tengas la menor duda —replicó.

Para cambiar de tema, le dije que se le veía muy ele­gante y próspero.

—También a ti se te ve muy bien, Maestro —dijo.

—¿Qué es ese disparate de llamarme Maestro? —pre­gunté en tono de broma.

—Las cosas ya no son como antes —replicó—. Esta­mos en un nuevo reino, y el Testigo dice que ahora tú eres un maestro; y el Testigo no puede equivocarse. Pero él mismo te contará toda la historia. Estará aquí dentro de poco, y se alegrará de volver a verte. Supongo que ya ha de haber percibido que estabas aquí. Mientras nos dirigía­mos hacia aquí, todos teníamos la convicción de que esta­bas en camino, pero ninguno supo que ya habías llegado.

Le hice saber entonces que había ido con la única fi­nalidad de verle a él y a Néstor, que eran las únicas per­sonas en el mundo con las cuales podía hablar acerca de nuestro último encuentro con don Juan y don Genaro, y que necesitaba por sobre todo aclarar las incertidum­bres que esa reunión final había suscitado en mí.

—Estamos unidos —dijo—. Haré todo lo que pueda por ti. Lo sabes. Pero debo advertirte que no soy tan fuerte como tú querrías. Tal vez fuese mejor que no con­versáramos. No obstante, si no conversamos nunca en­tenderemos nada.

De modo cuidadoso y lento, formulé mi interrogato­rio. Expliqué que había un solo punto en el centro de la cuestión que intrigaba mi razón.

—Dime, Pablito —pregunté—, ¿saltamos realmente, con nuestros cuerpos, al abismo?

—No lo se —respondió—. Francamente, no lo sé.

—Pero estuviste allí conmigo.

—Ese es el asunto. ¿Estuve realmente allí?

Su enigmática réplica me fastidió. Tuve la sensación de que, si lo sacudía o lo apretaba, algo de él se libera­ría. Me resultaba evidente que ocultaba algo de gran valor. Afirmé enérgicamente que me guardaba secretos cuando había una absoluta confianza entre nosotros.

Pablito sacudió la cabeza como si, en silencio, se opu­siese a mi acusación.

Le pedí que me narrara toda su experiencia, comen­zando por el período anterior a nuestro salto, cuando don Juan y don Genaro nos prepararon para la embesti­da definitiva.

El relato de Pablito fue desordenado e inconsistente. Todo lo que recordaba acerca de los últimos momentos, previos a nuestro arrojarnos al abismo, era que, una vez que don Juan y don Genaro se hubieron despedido de nosotros para perderse en la oscuridad, le faltaron fuer­zas, estuvo a punto de caer de bruces, yo le sostuve por el brazo y le llevé hasta el borde de la sima y allí per­dió el conocimiento.

—¿Y qué sucedió luego, Pablito?

—No lo sé.

—¿Tuviste sueños, o visiones? ¿Qué viste?

—Por lo que sé, no tuve visiones o, si las tuve, no les presté atención. Mi falta de impecabilidad me impide recordarlas.

—¿Y entonces qué ocurrió?

—Desperté en la que había sido casa de Genaro. No sé cómo llegué allí.

Permaneció inmóvil, en tanto yo hurgaba frenética­mente en mi mente en busca de una pregunta, un co­mentario, una observación crítica o cualquier cosa que agregara cierta amplitud a sus declaraciones. En reali­dad, nada en el relato de Pablito servía para confirmar lo que me había sucedido. Me sentía decepcionado. Casi enfadado con él. En mí se mezclaban la piedad por Pa­blito y por mí mismo y una profundísima desilusión.

—Lamento resultarte un chasco —dijo Pablito.

Mi inmediata reacción ante sus palabras consistió en disimular mis sentimientos; le aseguré que no me sentía defraudado.

—Soy un brujo —dijo riendo—; un brujo no muy lúcido, pero sí lo bastante como para interpretar los men­sajes de mi propio cuerpo. Y ahora me dice que estás enfadado conmigo.

—¡No estoy enfadado, Pablito! —exclamé.

—Eso es lo que indica tu razón, pero no tu cuerpo —dijo—. Tu cuerpo está enojado conmigo, pero tu razón no halla motivo alguno para ello; de modo que te hallas en medio de un fuego cruzado. Lo menos que puedo ha­cer por ti es aclararlo. Tu cuerpo está enfadado porque sabe que yo no soy impecable y que sólo un guerrero im­pecable puede prestarte ayuda. Está enfadado además porque siente que me estoy desperdiciando. Lo com­prendió todo en el momento en que traspuse esa puerta.

No sabía qué decir. El recuerdo de algunos hechos me invadió como un torrente y entendí muchas de las cosas que habían tenido lugar. Posiblemente él tuviese razón al sostener que mi cuerpo ya lo sabía. En alguna medida, su franqueza al colocarme frente a mis propios sentimientos había embotado el filo de mi frustración. Empecé a preguntarme si Pablito no estaría jugando conmigo. Le dije que el ser tan directo y atrevido no era fácilmente conciliable con la imagen de debilidad que había dado de sí mismo.

—Mi debilidad consiste en que estoy hecho para el anhelo —dijo, casi en un susurro. Soy así hasta el punto en que suspiro por la vida que hacía cuando era un hombre ordinario. ¿Lo puedes creer?

—¡No hablas en serio, Pablito! —exclamé.

—Sí —replicó—. Ansío el gran privilegio de andar por la faz de la tierra como un hombre corriente, sin esta tremenda carga.

Encontré su declaración sencillamente ridícula, y me encontré repitiendo una y otra vez que no era posi­ble que hablase en serio. Pablito me miró y suspiró. Fui presa de una repentina aprensión. A juzgar por las apa­riencias, se hallaba al borde de las lágrimas. La apren­sión dio paso a una mutua comprensión. Ninguno de los dos podía ayudar al otro.

La Gorda volvió a la cocina en ese momento. Pablito pareció experimentar una repentina revitalización. Se puso de pie de un salto y pisó el suelo con todas sus fuerzas.

—¿Qué demonios quieres? —aulló con voz nerviosa y estridente—. ¿Por qué fisgoneas?

La Gorda se dirigió a mí, como si él no hubiese existido. Me informó cortésmente que iba a la casa de Soledad.

—¿A quién le importa adónde vas? —chilló—. Pue­des irte al infierno.

Dio una patada en el suelo como un niño malcriado, mientras la Gorda reía.

—Vámonos de esta casa, Maestro —dijo a voz en cuello.

Su súbito paso de la tristeza a la cólera me fascinó. Estaba absorto observándolo. Uno de los rasgos que siempre había admirado en él era su agilidad; aun en el momento en que había pegado contra el piso, sus movi­mientos habían sido gráciles.

De pronto estiró el brazo por encima de la mesa, y estuvo a punto de arrebatarme la libreta de las manos. La cogió con los dedos pulgar e índice de su mano iz­quierda. Tuve que aferrarla con ambas manos, hacien­do uso de toda mi fuerza. Era tan extraordinaria la po­tencia de su tirón, que no le hubiera sido difícil, de proponérselo verdaderamente, quitármela. Lo dejó es­tar y en el momento en que retiraba la mano percibí una imagen fugaz de una prolongación de la misma. Fue tan veloz que podía habérmela explicado como una distorsión visual de mi parte, un producto de la violen­cia con que me había visto obligado a ponerme de pie a medias, arrastrado por su tirón. Pero ya había aprendi­do, que ante aquella gente ni mi actuación ni mi mane­ra de explicarme las cosas podían ser las habituales, de modo que ni siquiera lo intenté.

—¿Qué tienes en la mano, Pablito? —pregunté.

Retrocedió sorprendido y escondió la mano tras de sí. Me dio una mirada inexpresiva y murmuró que que­ría que abandonáramos esa casa porque estaba comen­zando a sentirse mareado.

La Gorda se echó a reír a carcajadas y dijo que Pa­blito era tan buen impostor como Josefina, o quizás me­jor, y que si insistía en saber qué tenía en la mano se desmayaría y Néstor tendría que cuidar de él durante meses.

Pablito empezó a ahogarse. Su rostro se puso casi púrpura. La Gorda le dijo en tono despreocupado que dejase de actuar porque carecía de público; ella se iba y yo no tenía mucha paciencia. Luego se volvió y me dijo con tono autoritario que me quedara allí y no fuese a casa de los Genaros.

—¿Por qué diablos no? —gritó Pablito, y se plantó de un salto ante ella, como si su intención fuese impedirle partir—. ¡Qué descaro! ¡Indicarle al Maestro lo que debe hacer!

—Anoche tuvimos un encuentro con los aliados en tu casa —dijo la Gorda a Pablito, en tono indiferente—. El Nagual y yo nos sentimos aún débiles a causa de ello. Si yo fuera tú, Pablito, me preocuparía por trabajar. Las co­sas han cambiado. Todo ha cambiado desde su llegada.

La Gorda salió por la puerta delantera. Fue en ese instante que tomé conciencia de que también a ella se la veía muy cansada. Sus zapatos parecían demasiado ajustados; o, tal vez, arrastraba un poco los pies debido a su debilidad. En apariencia, era pequeña y frágil.

Pensé que mi aspecto debía ser semejante. Puesto que no había espejos en aquella casa, sentí la necesidad de salir a mirarme en el retrovisor de mi coche. Lo hu­biera hecho, de no habérmelo impedido Pablito. Me pi­dió fervorosamente que no creyera una sola de las pala­bras que ella había pronunciado acerca de su condición de impostor. Le dije que no se preocupara por ello.

—La Gorda no te gusta nada, ¿verdad?

—Es cierto —replicó con una mirada salvaje—. Sa­bes mejor que nadie la clase de monstruos que son esas mujeres. El Nagual nos dijo un día que ibas a venir para caer en su trampa. Nos rogó que estuviésemos alerta y te pusiéramos sobre aviso de sus designios. El Nagual dijo que tenías una de cuatro posibilidades: si nuestro poder era grande, nosotros mismos te traeríamos hasta aquí, te advertiríamos y te salvaríamos; si tu poder era poco, arribaríamos a tiempo de ver tu cadáver; la tercera posibilidad consistía en hallarte convertido en esclavo de la bruja Soledad o esclavo de estas mujeres repugnantes y hombrunas; la cuarta y más remota era que te encon­trásemos sano y salvo. El Nagual nos dijo que, en caso de que sobrevivieras, serías el Nagual y deberíamos con­fiar en ti porque eras el único que nos podía ayudar.

—Haré cualquier cosa por ti, Pablito. Lo sabes.

—No sólo por mí. No estoy solo. El Testigo y Benigno están conmigo. Estamos juntos y tú debes ayudarnos a los tres.

—Desde luego, Pablito. Ni siquiera hace falta decirlo.

—La gente de por aquí nunca nos ha molestado. Sólo tenemos problemas con esos monstruos horribles. No sabemos qué hacer con ellas. El Nagual nos ordenó per­manecer junto a ellas, seas cuales fuesen las circuns­tancias. Me encomendó una misión personal, pero fra­casé en el cometido. Antes era muy feliz. Lo recuerdas. Ahora me parece imposible arreglar mi vida.

—¿Qué sucedió, Pablito?

—Esas brujas me echaron de mi casa. Tomaron po­sesión y me arrojaron como a un trasto viejo. Ahora vivo en casa de Genaro, con Néstor y Benigno. Hasta tene­mos que prepararnos las comidas. El Nagual sabía que eso podía suceder y encargó a la Gorda la tarea de me­diar entre nosotros y esas tres perras. Pero la Gorda si­gue respondiendo al nombre con el cual el Nagual solía llamarla: Cien Nalgas. Ese fue su mote durante años y años, porque llevaba las básculas a cien kilos.

Pablito sofocó una risilla al recordar a la Gorda.

—Era la bestia más gorda y maloliente del mundo —prosiguió—. Hoy su tamaño real se halla reducido a la mitad, pero sigue siendo la misma mujer gorda y mentalmente lenta que otrora. Pero ahora estás aquí, Maestro, y nuestras preocupaciones se han desvaneci­do. Ahora somos cuatro contra cuatro.

Quise interponer un comentario, pero me detuvo.

—Déjame terminar lo que debo decirte antes de que esa bruja vuelva para echarme de aquí —dijo, en tanto miraba la puerta nerviosamente—. Sé que te han dicho que ustedes cinco son lo mismo porque tú eres el hijo del Nagual. ¡Eso es una mentira! También eres como noso­tros los Genaros, porque también Genaro ayudó a cons­truir tu luminosidad. También eres uno de nosotros. ¿Comprendes lo que quiero decir? De modo que no debes creer lo que te digan. También nos perteneces. Las bru­jas no saben que el Nagual nos lo contó todo. Creen que son las únicas que saben. Costó dos toltecas hacernos como somos. Somos hijos de ambos. Esas brujas…

—Espera, espera, Pablito —dije, tapándole la boca.

Calló, aparentemente asustado por lo súbito de mi movimiento.

—¿Qué me quieres dar a entender con eso de que costó dos toltecas hacernos?

—El Nagual nos hizo saber que éramos toltecas. To­dos nosotros somos toltecas. Según él, un tolteca es un receptor y conservador de misterios. El Nagual y Genaro son toltecas. Nos dieron su luminosidad y sus misterios. Recibimos sus misterios y ahora los conservamos.

Su empleo de la palabra «tolteca» me desconcertó. Yo estaba familiarizado únicamente con su significado antropológico. En ese contexto, refiere siempre a la cul­tura de un pueblo de lengua nahuatl del centro y sur de México, ya extinguido en tiempos de la Conquista.

—¿Por qué nos llamaba toltecas? —pregunté, sin sa­ber qué otra cosa decir.

—Porque eso es lo que somos. En vez de decir qué éra­mos brujos o hechiceros, él decía que éramos toltecas.

—Si ese es el caso, ¿por qué tú llamas brujas a las hermanitas?

—Oh… es que las odio. Eso no tiene nada que ver con lo que somos.

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