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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (25 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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—Con el Nagual como abuelo me sentía bastante des­dichado. Pero para entonces Genaro ya había seducido mi avaricia, diciéndome que proporcionaba al Nagual una mezcla de plantas especial que lo hacía ser fuerte como un toro. Cada día acostumbraba llevarle un peque­ño montón de hojas maceradas. Aseveraba que su amigo no era nada sin el brebaje, y, para demostrármelo, pasó dos días sin dárselo. Sin las hojas el Nagual parecía ser un viejo común y corriente. Genaro me convenció de que a mí también me era posible utilizar su pócima para que las mujeres me amasen. Ello despertó todo mi interés, sobre todo cuando me dijo que podíamos ser socios si le ayudaba a preparar la fórmula y dársela a su amigo. Un día me mostró unos dólares y me contó que había vendi­do su primer lote a un norteamericano. Eso me terminó de atraer y me convertí en socio suyo.

—Mi socio Genaro y yo teníamos grandes planes. Él sostenía que yo debía tener mi propio taller, porque con el dinero que íbamos a hacer con su fórmula podría comprar lo que quisiera. Compré un local y mi socio pagó por él. De modo que me entusiasmé. Sabía que ha­blaba en serio y comencé a trabajar en la preparación de su mezcla de hojas.

A esa altura, yo tenía la seguridad de que don Gena­ro había empleado plantas psicotrópicas en su receta. Razoné que debía de haber dado a Pablito su producto para garantizarse su sumisión.

—¿Te dio plantas de poder, Pablito? —pregunté.

—Desde luego —replicó—. Me dio su preparado. Tragué toneladas de él.

Describió y realizó la imitación del modo en que don Juan se sentaba junto a la puerta de la casa de don Ge­naro, profundamente aletargado, y volvía a la vida tan pronto como la pócima tocaba sus labios. Pablito me dijo que, a la vista de tal transformación, se vio obligado a probarla.

—¿Qué había en esa fórmula? —pregunté.

—Hojas verdes —respondió—. Todas las hojas verdes que podía recoger. Así de demonio era Genaro. Solía ha­blar de su fórmula y me hacía reír hasta que me elevaba como una cometa. ¡Dios, cómo disfruté en aquellos días!

Reí para aplacar los nervios. Pablito sacudió la cabe­za de uno a otro lado y se aclaró la garganta dos o tres veces. Parecía estar haciendo un esfuerzo por no llorar.

—Como ya te he dicho, Maestro —prosiguió—, me impulsaba la codicia. Secretamente planeaba deshacer­me de mi socio tan pronto como aprendiera a preparar la fórmula por mí mismo. Genaro no ha de haber igno­rado nunca mis designios; poco antes de partir, me abrazó y me dijo que era hora de cumplir mi deseo; era hora de deshacerme de mi socio, porque ya había apren­dido a hacer la poción.

Pablito se puso de pie. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—El hijo del diablo de Genaro —dijo con dulzura—. El maldito demonio. Le quise realmente, y, si no fuese tan cobarde, estaría preparando su brebaje.

No quise escribir más. Para disipar mi tristeza, re­cordé a Pablito que debíamos ir a buscar a Néstor.

Estaba recogiendo mis notas para partir cuando la puerta de entrada se abrió de un fuerte golpe. Pablito y yo dimos un salto instintivamente y nos volvimos a mi­rar. Néstor estaba de pie en el vano. Corrí hacia él. Nos encontramos en medio de la habitación delantera. Se abalanzó sobre mí y me aferró por los hombros. Me pa­reció más alto y fuerte que en nuestra anterior reunión. Su cuerpo, largo y delgado, había adquirido una elegan­cia casi felina. Por una u otra razón, la persona que te­nía frente a mí, que me miraba fijamente, no era el Néstor que había conocido. Le recordaba como un hom­bre tímido, al que avergonzaba sonreír a causa de sus dientes torcidos, un hombre que había sido confiado a Pablito para que éste cuidase de él. El Néstor que esta­ba viendo era una mezcla de don Juan y don Genaro. Era nervudo y ágil como don Genaro, pero tenía el po­der de fascinación de don Juan. Quise complacerme en mi perplejidad, pero todo lo que logré hacer fue echar a reír como él. Me dio unas palmaditas en la espalda. Se quitó el sombrero. Recién entonces me percaté de que Pablito no lo llevaba. Y también advertí que Néstor era mucho más moreno y más recio. A su lado, Pablito se veía casi frágil. Ambos llevaban tejanos, chaquetas gruesas y zapatos con suela de crepé.

La presencia de Néstor en la casa disipó instantá­neamente lo opresivo del ambiente. Le propuse reunir­nos en la cocina.

—Llegas en buen momento —dijo Pablito a Néstor con una enorme sonrisa cuando nos sentamos—. El Maestro y yo estábamos aquí sollozando, recordando a los demonios toltecas.

—¿Es cierto que llorabas, Maestro? —preguntó Nés­tor con una sonrisa maliciosa.

—No te quepa duda —replicó Pablito.

Un suave crujido en la puerta delantera hizo callar a Pablito y a Néstor. Se pusieron de pie y yo hice lo mismo. Miramos a la puerta. Estaba siendo abierta con sumo cuidado. Pensé que tal vez la Gorda hubiese regresado y abriera la puerta poco a poco para no molestarnos. Cuando finalmente se abrió lo suficiente para dejar paso a una persona, entró Benigno, como si lo hiciese furtiva­mente en una habitación a oscuras. Tenía los ojos cerra­dos y andaba de puntillas. Me hizo pensar en un niño que tratase de entrar sin ser visto en un cine, por la puerta de salida, para asistir a una función, sin atrever­se a hacer ruido y sin distinguir nada en la oscuridad.

Todos contemplábamos a Benigno en silencio. Abrió un ojo sólo lo necesario para echar una mirada fugaz y orientarse y se dirigió, siempre en puntillas, a la cocina. Pablito y Néstor se sentaron y me indicaron que hiciese lo mismo. Entonces Benigno se deslizó por el banco has­ta llegar a mi lado. Me dio un leve cabezazo en el hom­bro, tan sólo un suave golpecito, para que me corriese y le hiciese lugar en el banco. Se sentó cómodamente, con los ojos aún cerrados.

Vestía tejanos, como Pablito y Néstor. Su rostro había engordado desde nuestro anterior encuentro, años atrás, y su pelo se veía diferente, aunque yo no supiera expli­car por qué. Tenía una tez más clara que la que yo recor­daba, dientes muy pequeños, pómulos altos, nariz breve y orejas grandes. Siempre me había dado la impresión de ser un niño cuyos rasgos no hubieran madurado.

Pablito y Néstor, que habían callado en el momento de la entrada de Benigno, siguieron conversando mien­tras éste se sentaba, como si nada hubiese ocurrido.

—Claro, lloraba conmigo —dijo Pablito.

—Él no es un llorón como tú —le replicó Néstor.

Entonces se volvió hacia mí y me abrazó.

—Me alegra muchísimo que estés vivo —dijo—. Acabamos de hablar con la Gorda y nos dijo que eras el Nagual, pero no nos explicó cómo te las arreglaste para salvar tu vida. ¿Cómo fue, Maestro?

Entonces se me presentó una curiosa elección. Hubiera podido seguir por el camino de lo racional, como siem­pre, y decir sin mentir que no tenía la más vaga idea. También podía haber dicho que mi doble me había libra­do de aquellas mujeres. Estaba estimando el probable efecto de cada una de las alternativas cuando Benigno me distrajo. Abrió ligeramente un ojo y me miró y sofocó una risilla y ocultó la cabeza entre los brazos.

—Benigno, ¿no quieres hablar conmigo? —pregunté.

Negó con la cabeza.

Me sentía cohibido con él allí a mi lado, y opté por preguntar qué problema había conmigo.

—¿Qué hace? —pregunté a Néstor en voz alta.

Néstor frotó la cabeza de Benigno y lo sacudió. Benigno abrió los ojos y los volvió a cerrar.

—Es así, ya lo conoces… —me dijo Néstor—. Es extremadamente tímido. Tarde o temprano abrirá los ojos. No le hagas caso. Si se aburre, se quedará dormido.

Benigno hizo un movimiento afirmativo con la cabe­za, siempre con los ojos cerrados.

—Bueno, ¿cómo fue que te zafaste? —insistió Néstor.

—¿No nos lo quieres decir? —preguntó Pablito.

Expliqué que mi doble había salido de mi coronilla por tres veces. Les hice un relato de lo sucedido.

No se mostraron en absoluto sorprendidos y tomaron mi narración como una cuestión de rutina. Pablito quedó encantado al considerar la posibilidad de que doña Sole­dad no lograra recuperarse y, a la larga, muriera. Quiso saber si también había golpeado a Lidia. Néstor le orde­nó, mediante un gesto perentorio, que callara. Pablito dócilmente se interrumpió en mitad de la frase.

—Lo siento, Maestro —dijo Néstor—, pero no fue tu doble.

—¡Pero si todo el mundo dijo que había sido mi doble!

—Sé a ciencia cierta que has interpretado mal a la Gorda, porque cuando Benigno y yo nos dirigíamos a la casa de Genaro, ella nos alcanzó y nos informó que tú y Pablito estabais aquí. Al referirse a ti, te llamó Na­gual. ¿Sabes por qué?

Reí y le respondí que creía que ello era debido a su idea de que yo había recibido la mayor parte de la lumi­nosidad del Nagual.

—¡Uno de nosotros es un imbécil! —dijo Benigno con voz tronante, sin abrir los ojos.

El sonido de su voz era tan extraño que me aparté de él de un salto. Su declaración, completamente ines­perada, sumada a mi reacción ante ella, hizo reír a to­dos. Benigno abrió un ojo, me observó un instante y lue­go enterró la cabeza entre los brazos.

—¿Sabes por qué llamábamos el Nagual a Juan Ma­tus? —me preguntó Néstor.

Le confesé que siempre había pensado que era un modo delicado de llamarle brujo.

La carcajada de Benigno fue tan estrepitosa que su sonido apagó las voces de todos los demás. Parecía estar divirtiéndose inmensamente. Apoyó la cabeza en mi hombro cual si se tratase de un objeto cuyo peso le re­sultara ya insoportable.

—Le llamábamos el Nagual —prosiguió Néstor— ­porque estaba escindido en dos partes. Dicho en otros términos, toda vez que lo necesitaba, le era posible salir por un camino con el que nosotros no contábamos; algo surgía de él, algo que no era un doble sino una sombra ho­rrenda, amenazante, de aspecto semejante al suyo, pero del doble de su tamaño. Llamamos Nagual a esa sombra y todo aquel que la tiene es, por supuesto, el Nagual.

—El Nagual nos dijo que, si lo deseábamos, todos po­díamos disponer de esa sombra que surge de la cabeza, pero lo más probable es que ninguno de nosotros lo desee. Genaro no lo quería, de modo que supongo que nosotros tampoco lo queremos. Por lo que parece, eres tú quien carga con ello.

Se desternillaron de risa. Benigno me rodeó los hom­bros con el brazo y rió hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas.

—¿Por qué dices que cargo con ello? —pregunté a Néstor.

—Consume mucha energía —dijo—, demasiado tra­bajo. No sé cómo puedes mantenerte en pie.

—El Nagual y Genaro te dividieron en el bosquecillo de eucaliptus. Te llevaron allí porque los eucaliptos son tus árboles. Yo estaba allí, y presencié el momento en que te abrieron y sacaron tu nagual. Lo hicieron tirándo­te de las orejas hasta que tu luminosidad estuvo separa­da en dos y dejaste de ser un huevo, para convertirte en dos largos trozos de luminosidad. Luego te volvieron a unir, pero cualquier brujo que
vea
puede decir que hay un enorme agujero en el centro.

—¿Cuál es la ventaja de haber sido dividido?

—Tienes un oído que lo oye todo y un ojo que lo
ve
todo y siempre te será posible sacar un kilómetro de ventaja en caso de necesidad. A esa división obedece también el que nos hayan dicho que tú eras el Maestro.

—Intentaron también dividir a Pablito, pero aparen­temente fracasaron. Es demasiado consentido y siempre se ha gratificado como un cerdo. Es por ello que tiene tantas arrugas.

—Entonces, ¿qué es un doble?

—Un doble es el otro, el cuerpo que se obtiene me­diante el
soñar
. Tiene exactamente el mismo aspecto que uno.

—¿Tienen todos un doble?

Néstor me miró con la sorpresa reflejada en sus ojos.

—¡Eh, Pablito, háblale de dobles al Maestro! —dijo riendo.

Pablito pasó al otro lado de la mesa y sacudió a Be­nigno.

—Háblale tú, Benigno —dijo—. Mejor aún, mués­traselo.

Benigno se puso de pie, abrió los ojos tanto como pudo y miró al techo; luego se bajó los pantalones y me mostró el pene.

Los Genaros estallaron en risotadas.

—¿Tu pregunta fue hecha en serio, Maestro? —me preguntó Néstor, inquieto.

Le aseguré que había expresado con absoluta auten­ticidad mi deseo de conocer todo lo relativo a su saber. Me lancé entonces a una larga aclaración acerca de cómo don Juan me había mantenido apartado de su mundo por motivos que no alcanzaba a desentrañar, impidiéndome una relación más estrecha con ellos.

—Piensen en esto —dije—: hasta hace tres días ig­noré que esas cuatro muchachas fuesen aprendices del Nagual, y que Benigno lo fuera de Genaro.

Benigno abrió los ojos.

—Y tú piensa en esto —dijo—: hasta hoy ignoré que fueses tan estúpido.

Volvió a cerrar los ojos y los tres echaron a reír como locos. No me quedó más remedio que sumarme a ellos.

—Te estábamos tomando el pelo, Maestro —dijo Néstor a modo de disculpa—. Creíamos que tú nos lo es­tabas tomando a nosotros, con tu insistencia en el tema. El Nagual nos dijo que
veías
. Si es así, te darás cuenta de que somos un grupo ridículo. Carecemos del cuerpo del
soñar
. No tenemos doble.

Del modo más grave y formal, Néstor me hizo saber que algo se interponía entre ellos y su deseo de tener un doble. Entendí que lo que me quería decir era que, desde la partida de don Juan y don Genaro, se había creado una barrera. Él pensaba que probablemente fuese pro­ducto del fracaso de Pablito en su tarea. Pablito agregó que, desde que el Nagual y Genaro se habían ido, algo les perseguía; incluso Benigno, que por entonces vivía en el punto más meridional de México, había tenido que re­gresar. Sólo al estar los tres juntos se sentían seguros.

—¿Y de qué crees que se trate? —pregunté a Néstor.

—Hay algo allí fuera, en esa inmensidad, que nos atrae —replicó—. Pablito considera que la culpa es suya, por ponerse a malas con las mujeres.

Pablito se volvió hacia mí. Había un brillo intenso en sus ojos.

—Me han echado una maldición, Maestro —dijo—. Sé que soy la causa de todas nuestras dificultades. Qui­se desaparecer de estos alrededores tras mi pelea corn Lidia, y a los pocos meses me fui a Veracruz. Allí me en­contré realmente feliz, junto a una muchacha con la que pretendía casarme. Conseguí trabajo y todo me iba bien, hasta que un día llegué a casa y me encontré con esos cuatro monstruos hombrunos que, como animales de presa, me habían seguido el rastro por el olfato. Es­taban en mi casa, atormentando a mi mujer. La bruja de Rosa puso la mano sobre el vientre de mi mujer y la hizo cagar en la cama; como lo oyes. Su jefe, Cien Nal­gas, me dijo que habían cruzado el continente buscán­dome. Me cogió por el cinturón y me arrancó de allí. Me empujó hasta la estación de autobuses para traerme aquí. Yo estaba enloquecido porque no podía enfrentar­me con Cien Nalgas.

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