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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (27 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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—¿Qué quieres decir con eso?

—Pablito ya se estaba desintegrando —replicó—. Es por eso que cree haber perdido el conocimiento. Pablito miente. Oculta algo.

Pablito comenzó a hablar, dirigiéndose a mí. Mur­muró algunas palabras ininteligibles; luego se dio por vencido y se desplomó en la silla. Néstor también empe­zó a decir algo. Le hice callar. No estaba seguro de ha­ber entendido correctamente.

—¿Se estaba desintegrando el cuerpo de Pablito? —pregunté.

Pasó un largo rato mirándome fijamente, sin decir palabra. Estaba sentado a mi derecha. En silencio, se fue a sentar al banco de enfrente.

—Debes tomar en serio lo que digo —sostuvo—. No hay modo de hacer retroceder la rueda del tiempo hasta antes de ese salto. El Nagual decía que es un honor y una satisfacción ser un guerrero, y que la fortuna del guerrero consiste en hacer lo que debe hacer. Te he co­municado impecablemente lo que presencié. Pablito se estaba desintegrando. Cuando corrieron hacia el borde del abismo, sólo tú eras sólido. Pablito era como una nube. Él cree que estuvo a punto de caer de bruces, y tú crees que lo sostuviste por el brazo para ayudarle a llegar al borde. Ambos se equivocan, y yo no dudo que hu­biese sido mejor para los dos que no lo recogieses.

Me sentía más confundido que nunca. Le creía since­ro en sus afirmaciones, pero recordaba tan sólo haber cogido a Pablito por el brazo.

—¿Qué hubiera sucedido de no intervenir yo? —in­quirí.

—No puedo contestar a eso —replicó Néstor—. Pero sé que cada uno de ustedes perjudicó la luminosidad del otro. En el momento en que le rodeaste el brazo, Pablito cobró cierta solidez, pero tú desperdiciaste tu precioso poder por nada.

—¿Qué hiciste tú una vez que hubimos saltado? —pregunté a Néstor tras un largo silencio.

—Tan pronto como hubieron desaparecido —dijo— quedé con los nervios tan destrozados que no podía res­pirar, y también me desmayé; no sé cuánto tiempo per­manecí inconsciente. Creo que fue tan sólo un instante. Al recobrar el sentido miré a mi alrededor en busca de Genaro y del Nagual; se habían ido. Corrí de un lado para otro por aquella cima, llamándoles hasta enron­quecer.

Entonces comprendí que estaba solo. Fui hasta el borde del precipicio en busca del signo con que la tierra indica que un guerrero no va a regresar, pero ya era de­masiado tarde. En ese momento, tomé conciencia de que Genaro y el Nagual habían partido para siempre. No me había dado cuenta antes de que, tras haberse despedido de ustedes, mientras corrían hacia el vacío, se habían vuelto hacia mí y me habían dicho adiós con la mano.

—Encontrarme solo a esa hora, en aquel lugar desér­tico, era más de lo que podía soportar. De un solo golpe había perdido a todos los amigos que tenía en el mundo. Me senté y lloré. Y según iba sintiendo más y más páni­co iban aumentando en volumen mis chillidos. Grité el nombre de Genaro con toda voz. Para entonces todo estaba negro como boca de lobo. No alcanzaba a distin­guir un solo accidente conocido. Sabía que como guerrero no tenía derecho alguno a ceder a mi aflicción. Para serenarme, comencé a aullar como un coyote, a la ma­nera en que el Nagual me había enseñado a hacerlo. Al cabo de un rato de aullar me sentí mucho mejor; tanto, que olvidé mi tristeza. Olvidé la existencia del mundo. Cuanto más aullaba, más fácil me resultaba percibir el calor y la protección de la tierra.

—Deben haber pasado horas. De pronto sentí un gol­pe en mi interior, detrás de la garganta, y el sonido de una campana en los oídos. Recordé lo que el Nagual ha­bía dicho a Eligio y a Benigno antes de que saltaran. Que esa sensación en la garganta se presentaba en el instante inmediatamente anterior a aquel en que uno se dispone a cambiar de velocidad, y que el sonido de la campana era el vehículo del que era posible valerse para lograr cualquier cosa que uno deseara. Lo que yo deseaba era ser un coyote. Me miré los brazos, apoyados en el suelo frente a mí. Habían cambiado de aspecto y semejaban los de un coyote. Vi piel de coyote en ellos y en mi pecho. ¡Era un coyote! Ello me hizo tan feliz que lloré como debe llorar un coyote. Sentía mis dientes de coyote, mi hocico largo y puntiagudo y mi lengua. De al­gún modo, sabía que había muerto; pero no me importa­ba. No me importaba haberme convertido en un coyote, ni estar muerto, ni estar vivo. Anduve como un coyote, en cuatro patas, hasta el borde del precipicio, y me arrojé a él. No me quedaba otra cosa por hacer.

—Sentí que caía y que mi cuerpo de coyote daba vuel­tas en el aire. Entonces volví a ser yo, girando rápida­mente en el espacio. Pero antes de llegar al fondo cobré tal ligereza que dejé de caer para empezar a flotar. El aire me pasaba de lado a lado. ¡Era tan liviano! Creí que por fin la muerte me penetraba. Algo agitaba mi interior y me desintegraba como arena seca. El lugar en que me hallaba era pacífico y perfecto. Por alguna razón sabía que estaba allí y, sin embargo, no estaba. Yo era nada. Eso es todo lo que puedo decir sobre ello. Luego, brusca­mente, lo mismo que me había reducido a arena seca volvió a reunirme. Retorné a la vida y me encontré sen­tado en la cabaña de un viejo brujo mazateca. Me dijo que se llamaba Porfirio. Aseguró que estaba contento de verme y comenzó a enseñarme ciertas cosas referidas a plantas de las que Genaro nunca me había hablado. Me llevó al lugar en que se hacían las plantas y me mostró el molde de las plantas, especialmente las marcas de los moldes. Me explicó que si buscaba esas marcas en las plantas podría determinar para qué servían, aun cuando se tratase de una especie que nunca hubiese visto. Una vez seguro de que había aprendido a diferenciar las mar­cas, me despidió; pero me invitó a volver a verle. En ese momento sentí un violento tirón y me desintegré, como antes. Me dividí en un millón de trozos.

—Luego fui nuevamente atraído hacia mí mismo y volví a ver a Porfirio. Después de todo, me había invita­do. Sabía que podía ir a donde quisiera, pero escogí la cabaña de Porfirio porque era amable conmigo y me en­señaba. Además, no quería correr el riesgo de encontrar­me con cosas horrorosas. Esa vez Porfirio me llevó a ver el molde de los animales. Allí vi mi propio nagual ani­mal. Nos reconocimos a primera vista. Porfirio quedó en­cantado con nuestra amistad. También vi el nagual de Pablito y el tuyo, pero no quisieron hablar conmigo. Pa­recían tristes. No insistí en trabar conversación. No co­nocía las consecuencias del salto de ustedes. Yo me supo­nía muerto, pero mi nagual me dijo que no lo estaba; y que ustedes dos también vivían. Le pregunté por Eligio, y mi nagual aseveró que se había marchado para siem­pre. Recordé que al presenciar el salto de Eligio y Benig­no había oído al Nagual dar instrucciones a Benigno en el sentido de no buscar visiones estrafalarias ni mundos fuera del propio. El Nagual le aconsejó aprender tan sólo acerca de su mundo porque al hacerlo así hallaría la úni­ca forma de poder adecuada a él. El Nagual le indicó específicamente la conveniencia de permitir que sus trozos volasen lo más lejos posible, con la finalidad de restau­rar su fuerza. Lo mismo hice yo. Pasé del tonal al nagual y viceversa once veces. Cada una de ellas, no obstante, era recibido por Porfirio, quien se encargaba de seguir ins­truyéndome. En cuanto mis fuerzas disminuían, me resta­blecía en el nagual; hasta que, en una ocasión, las reco­bré hasta el punto de volver a hallarme sobre la tierra.

—Doña Soledad me dijo que Eligio no había saltado al abismo —acoté.

—Saltó con Benigno —dijo Néstor—. Pregúntaselo; te lo contará con su voz favorita.

Me volví hacia Benigno y le pregunté.

—¡No tengas duda de que saltamos juntos! —replicó con voz de trompeta—. Pero nunca hablo de ello.

—¿Qué te dijo de Eligio doña Soledad? —preguntó Néstor.

Les conté que doña Soledad me había dicho que Eli­gio había sido envuelto por un viento y abandonado el mundo cuando trabajaba en campo abierto.

—Está completamente confundida —dijo Néstor—. Eligio fue llevado por los aliados. Pero él no quería a ninguno de ellos, de modo que le dejaron ir. Eso no tie­ne nada que ver con el salto. La Gorda nos dijo que tu­viste un encuentro con los aliados anoche; no sé qué hi­ciste, pero si hubieras querido atraparlos o seducirlos para que se quedasen contigo, habrías debido girar con ellos. A veces ellos llegan por propia decisión hasta el brujo y le envuelven y le hacen girar. Eligio era el mejor guerrero que había, así que los aliados fueron a él por su cuenta. Si alguno de nosotros quisiera a los aliados, tendríamos que rogarles durante años; aun así, dudo que accedieran a ayudarnos.

—Eligio tuvo que saltar como todo el mundo. Yo pre­sencié su salto. Lo hizo en compañía de Benigno. Buena parte de lo que nos sucede como brujos depende de lo que haga nuestro compañero. Benigno está un poco trastornado porque su compañero no regresó. ¿No es así, Benigno?

—¡No lo dudes! —respondió Benigno con su voz pre­dilecta.

En ese momento sucumbí ante una gran curiosidad que había hecho presa de mí desde la primera vez que había oído hablar a Benigno.

Le pregunté cómo hacía su voz tonante. Se volvió para mirarme. Se sentó tieso y se señaló la boca como si deseara que fijara mis ojos en ella.

—¡No lo sé! —tronó—. ¡Me limito a abrir la boca y esta voz sale de ella!

Contrajo los músculos de la frente, curvó los labios y produjo un profundo sonido. Vi entonces que tenía pode­rosos músculos en las sienes, responsables del singular contorno de su cabeza. No era su peinado lo que había cambiado, sino el conjunto de la porción frontal superior de su cráneo.

—Genaro le legó sus sonidos —me aclaró Néstor—. Espera a que se tire un pedo.

Intuí que Benigno se estaba preparando para de­mostrar sus habilidades.

—Espera, espera, Benigno —dije— no es necesario.

—¡Oh, mierda! —exclamó Benigno decepcionado—. Reservaba el mejor para ti.

Pablito y Néstor rompieron a reír con tal fuerza que hasta Benigno se unió a ellos.

—Cuéntame qué más le sucedió a Eligio —pedí a Néstor cuando se hubieron calmado.

—Cuando Eligio y Benigno saltaron —replicó Nés­tor—, el Nagual me hizo ir a toda prisa hasta el borde del abismo para ver el signo con que la tierra indica que se han arrojado guerreros al vacío. Si se aprecia algo se­mejante a una nube, a una ligera ráfaga, es porque el tiempo del guerrero sobre la tierra aún no ha tocado a su fin. El día en que Eligio y Benigno saltaron sentí una corriente de aire procedente del lado del cual lo había hecho Benigno y comprendí que su tiempo no había ex­pirado. Pero en el lado de Eligio no hubo sino silencio.

—¿Qué crees que le ocurrió a Eligio? ¿Murió?

Los tres me miraron. Estuvieron inmóviles un mo­mento. Néstor se rascó las sienes con ambas manos. Benigno sofocó una risilla y sacudió la cabeza. Intenté ex­plicarme, pero Néstor me detuvo con un gesto.

—¿Las preguntas que nos haces son serias? —quiso saber.

Benigno respondió por mí. Cuando no hacía el paya­so, su voz era profunda y melodiosa. Dijo que el Nagual y Genaro nos habían reunido porque cada uno de noso­tros poseía fragmentos de información de los cuales ca­recían los demás.

—Bien; si ese es él caso, te diremos cómo son las co­sas —dijo Néstor sonriendo como si acabara de quitarse un gran peso de encima—. Eligio no murió. Nada de eso.

—¿Dónde está? —pregunté.

Volvieron a mirarme. Tuve la impresión de que esta­ban haciendo verdaderos esfuerzos por no reír. Les dije que lo único que sabía acerca de Eligio era lo que me había contado doña Soledad. Me había dicho que Eligio había ido al otro mundo a reunirse con el Nagual y con Genaro. A mí eso me sonaba a que los tres estaban muertos.

—¿Por qué hablas así, Maestro? —preguntó Néstor en un tono que revelaba profunda preocupación—. Ni siquiera Pablito habla así.

Pensé que Pablito iba a protestar. Estuvo a punto de ponerse de pie, pero pareció cambiar de opinión.

—Sí, es cierto —dijo—. Ni siquiera yo hablo así.

—Bueno, si Eligio no murió, ¿dónde está? —pregunté.

—Soledad ya te lo ha dicho —respondió Néstor sua­vemente—. Eligio fue a reunirse con el Nagual y con Genaro.

Consideré conveniente no hacer más preguntas. No quiero decir con ello que mis indagaciones fuesen agre­sivas, sino que ellos siempre las tomaban como tales. Además, sospechaba que no sabían mucho más que yo.

De pronto, Néstor se puso de pie y empezó a andar de un lado para otro delante de mí. Finalmente, me apartó de la mesa cogiéndome por las axilas. No quería que escribiera. Me preguntó si era cierto que me había desmayado como Pablito en el momento del salto y no recordaba nada. Le dije que había tenido buen número de sueños vívidos o visiones que no podía explicar y les había ido a ver en busca de una aclaración. Me pidieron que les contara todas las visiones que hubiese tenido.

Tras escuchar mi relato, Néstor comentó que eran de un tipo muy extraño y que sólo las dos primeras eran de gran importancia y de esta tierra. Las demás eran vi­siones de mundos ajenos. Explicó que la primera tenía un especial valor porque se trataba de un presagio pro­piamente dicho. Agregó que los brujos consideraban el primero de los sucesos de toda serie como el anteproyec­to del mapa de lo que iba a producirse a continuación.

En aquella visión en particular me encontraba de­lante de un mundo estrafalario. Había una enorme roca ante mis ojos, una roca que había sido partida en dos. A través de un ancho boquete en ella, alcanzaba a ver una llanura fosforescente y sin límites, una especie de valle, bañado en una luz amarillo verdosa. En un lado del va­lle, a la derecha, parcialmente oculto a mi vista por la enorme roca, había una increíble estructura en forma de cúpula. Era oscura, de un gris semejante al de la car­bonilla. Si mi tamaño hubiese sido el mismo que en el mundo de mi vida corriente, su altura habría llegado a quince mil metros y su ancho a muchos kilómetros. Tal enormidad me deslumbró. Sentí vértigo y caí a plomo en un estado de desintegración.

Volví a experimentar el mismo rechazo y fui a dar sobre una superficie sumamente desigual y, sin embar­go, lisa. Era una superficie brillante, interminable, tal como la llanura que había visto antes. Se extendía has­ta donde alcanzaba la vista. No tardé en darme cuenta de que podía mover la cabeza en cualquier dirección que deseara sobre un plano horizontal, pero no hacia mí mismo. No obstante, me era posible inspeccionar los al­rededores rotando la cabeza de izquierda a derecha y vi­ceversa. Pero cuando pretendía volverme para mirar detrás de mí, no conseguía desplazar mi volumen.

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