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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (21 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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—¿Exactamente, dónde está ese ojo, Gorda?

Cerró los ojos y movió la mano de un lado para otro frente a sus ojos, cubriendo su cara.

—Unas veces el ojo es muy pequeño y otras es enor­me —continuó—. Cuando es pequeño tu
soñar
es claro. Si es grande, tu
soñar
es como un vuelo por sobre las montañas, en el cual realmente no se ve mucho. Yo aún no he
soñado
bastante, pero el Nagual me dijo que ese ojo es mi carta de triunfo. Algún día, cuando pierda defi­nitivamente la forma, no veré más el ojo; el ojo se convertirá en lo mismo que yo, en nada, y, sin embargo, es­tará allí, como los aliados. El Nagual decía que todo debe ser examinado a la luz de nuestra forma humana. Cuando no tenemos forma, nada tiene forma; no obstante, todo está presente. Yo no lograba entender lo que quería decir, pero ahora sé que tenía toda la razón. Los aliados son tan sólo una presencia, y ese era el ojo. Pero por el momento ese ojo lo es todo para mí. A decir verdad, con­tando con ese ojo, nada más me hace falta para mi
so­ñar
, inclusive en vigilia. Todavía no he conseguido esto último. Tal vez yo sea como tú, un poco terca y perezosa.

—¿Cómo realizaste el vuelo que vi esta noche?

El Nagual me enseñó a valerme de mi cuerpo para generar luces, porque, de todos modos, somos luz; de modo que produje chispas y destellos, y ellos, a su vez, atrajeron a las líneas del mundo. Una vez que he
visto
una, me es fácil colgarme de ella.

—¿Cómo lo haces?

—Me aferro a ella.

Hizo un gesto con las manos. Las puso en garra y luego las juntó, a la altura de las muñecas, formando con ellas una suerte de cuenco, con los dedos curvados hacia arriba.

—Debes aferrarte a la línea como un jaguar —prosi­guió—, y no separar jamás las muñecas. Si lo haces, caes y te partes el cuello.

Calló, y ello me obligó a mirarla, en espera de más revelaciones.

—No me crees, ¿verdad? —preguntó.

Sin darme tiempo a responder; se agachó y volvió a emprender su exhibición de chispas. Yo estaba sereno y sosegado y podía dedicar toda mi atención a sus actos. En el momento en que abrió los dedos de golpe, todas las fibras de su cuerpo dieron la impresión de tensarse a la vez. Esa tensión parecía concentrarse en las puntas de sus dedos y proyectarse en forma de rayos de luz. La hu­medad de las yemas era realmente un vehículo adecua­do para el tipo de energía que emanaba de su cuerpo.

—¿Cómo lo has hecho, Gorda? —pregunté maravi­llado de verdad.

—Francamente, no lo sé —dijo—. Me limito a hacer­lo. Lo he hecho infinidad de veces y, sin embargo, sigo ignorando cómo. Cuando cojo uno de esos rayos me siento atraída por algo. En realidad, no hago más que dejarme llevar por las líneas. Cuando quiero regresar, percibo que la línea no me quiere soltar y me pongo fre­nética. El Nagual decía que ese era el peor de mis ras­gos. Me asusto a tal punto que uno de estos días me voy a lastimar. Pero también supongo que uno de estos días llegaré a tener aún menos forma y entonces no me asus­taré. Aunque por lo que recuerdo, hasta el día de hoy no he tenido problema alguno.

—Entonces, cuéntame, Gorda, cómo haces para de­jarte llevar por las líneas.

—Volvemos a lo mismo. No lo sé. El Nagual me lo advirtió respecto de ti. Quieres saber cosas que no se pueden saber.

Me esforcé por aclararle que lo que me interesaba eran los procedimientos. En realidad, había renunciado a dar con una explicación de los mismos, porque sus aclaraciones no me decían nada. La descripción de los pasos a seguir era algo completamente diferente.

—¿Cómo aprendiste a librar tu cuerpo a las líneas del mundo? —pregunté.

—Lo aprendí en el
soñar
—dijo—, pero, sinceramen­te, no sé cómo. Para una mujer guerrero, todo nace en el
soñar
. El Nagual me dijo, tal como a ti, que lo primero que debía buscar en mis sueños eran mis manos. Pasé años tratando de encontrarlas. Cada noche solía orde­narme a mí misma hallar mis manos, pero era inútil. Jamás di con nada en mis sueños. El Nagual era despiadado conmigo. Aseveraba que debía hallarlas o perecer. De modo que le mentí, contándole que había encon­trado mis manos en sueños. El Nagual no dijo una palabra, pero Genaro arrojó el sombrero al piso y bailó sobre él. Me dio unas palmaditas en la cabeza y afirmó que yo era realmente un gran guerrero. Cuanto más me alababa, peor me sentía. Estaba a punto de comunicar la verdad al Nagual cuando el loco de Genaro me dio la espalda y soltó el pedo más largo y sonoro que yo haya oído. Ciertamente, me hizo retroceder. Era como un viento caliente, viciado, repugnante y maloliente, exac­tamente como yo. El Nagual se ahogaba de risa.

—Corrí hacia la casa y me escondí allí. Por entonces era muy gorda. Comía mucho y tenía muchos gases. De modo que decidí no comer durante un tiempo. Lidia y Josefina me ayudaron. Ayuné durante veintitrés días, y entonces, una noche, encontré mis manos en sueños. Eran viejas, y feas, y verdes, pero eran mías. Ese fue el comienzo. El resto fue fácil.

—¿Y qué fue el resto, Gorda?

—Lo siguiente que el Nagual me encomendó fue buscar casas o edificios en mis sueños y observarlos, tratando de retener la imagen. Decía que el arte del so­ñador consiste en conservar la imagen de su sueño. Por­que eso es lo que hacemos, de un modo u otro, durante toda nuestra vida.

—¿Qué quería decir con eso?

—Nuestro arte como personas corrientes consiste en saber cómo retener la imagen de lo que vemos. El Na­gual decía que lo hacemos, pero sin saber cómo. Nos li­mitamos a hacerlo; mejor dicho, nuestros cuerpos lo ha­cen. Al
soñar
debemos hacer lo mismo, con la diferencia de que en el
soñar
hace falta aprender cómo hacerlo. Tenemos que luchar por no mirar, sino sólo dar un vis­tazo, y, no obstante, conservar la imagen.

—El Nagual me encargó que buscara en mis sueños un refuerzo para mi ombligo. Tardé muchísimo porque no comprendía el significado de sus palabras. Decía que, en el
soñar
, prestamos atención con el ombligo, por consiguiente, debemos protegerlo bien. Necesita­mos cierto calorcillo, o la sensación de que algo nos presiona el ombligo para retener las imágenes en nues­tros sueños.

—Hallé en mis sueños un guijarro que encajaba per­fectamente en mi ombligo, y el Nagual me obligó a bus­carlo día tras día, por charcas y cañones, hasta dar con él. Le hice un cinturón y aún lo llevo conmigo día y no­che. Al hacerlo así, me resulta más fácil conservar imá­genes en mis sueños.

—Luego el Nagual me asignó la tarea de dirigirme a lugares específicos en mi
soñar
. Lo estaba haciendo re­almente bien, pero fue por entonces que perdí la forma y comencé a ver el ojo frente a mí. El Nagual afirmó que el ojo lo había cambiado todo, y me dio instrucciones para que empezara a valerme del ojo para ponerme en movimiento. Dijo que no tenía tiempo de llegar a mi do­ble en el
soñar
, pero que el ojo era aún mejor. Me sentí defraudada. Ahora me tiene sin cuidado. He utilizado ese ojo lo mejor que me fue posible. Le permito llevarme al
soñar
. Cierro los párpados y quedo dormida como si nada, inclusive a la luz del día y en cualquier parte. El ojo me atrae y entro en otro mundo. La mayor parte del tiempo no hago más que deambular por él. El Nagual nos dijo, a mí y a las hermanitas, que durante el perío­do menstrual el
soñar
se convierte en poder. Hay algo en ello que me desequilibra. Me vuelvo más osada. Y, tal como el Nagual nos enseñara, se abre una grieta ante nosotras en esos días. Tú no eres mujer, así que esto no debe tener mucho sentido para ti, pero dos días antes de la regla una mujer puede abrir esa grieta y pa­sar por ella a otro mundo.

Extendió el brazo izquierdo y siguió con la mano el contorno de una línea invisible que, al parecer, corría verticalmente ante ella.

—Durante ese tiempo una mujer, si lo desea, puede alejarse de las imágenes del mundo —continuó la Gor­da—. Esa es la grieta entre los mundos y, como decía el Nagual, está precisamente enfrente e todas nosotras. La razón por la cual el Nagual juraba que las mu­jeres son mejores brujas que los hombres es que siem­pre tienen la grieta delante, en tanto que un hombre debe hacerla. Te diré que
soñando
durante mis mens­truaciones aprendí a volar con las líneas del mundo. Aprendí a echar chispas con el cuerpo para atraer las lí­neas, y luego aprendí a asirme a ellas. Y eso es todo lo que he aprendido hasta ahora en el
soñar
.

Reí y le comenté que yo nada tenía que mostrar al cabo de años de «soñar».

—Has aprendido a convocar a los aliados en el
soñar
—dijo, con gran seguridad.

Le conté que don Juan me había enseñado a hacer aquellos sonidos. No pareció creerme.

—Entonces los aliados deben venir a ti en busca de su luminosidad —dijo, la luminosidad que él dejó en ti. Él me dijo que todo brujo tenía una cantidad limitada de luminosidad para regalar. De modo que la repartía entre sus hijos de acuerdo con órdenes recibidas de al­guna parte, allí fuera, en esa inmensidad. En tu caso te ha legado incluso su propia llamada.

Hizo chascas la lengua y me guiñó un ojo.

—Si no me crees —prosiguió—, ¿por qué no haces el sonido que el Nagual te enseñó y compruebas si los aliados vienen a ti?

No me sentía dispuesto a hacerlo. No porque creyese que mi sonido fuera a atraer nada, sino porque no que­ría complacerla.

Aguardó un momento, y, cuando estuvo convencida de que yo no lo iba a intentar, se puso la mano sobre la boca e imitó mi sonido intermitente a la perfección. Lo hizo durante cinco o seis minutos, deteniéndose tan sólo para respirar.

—¿Ves lo que quiero decir? —preguntó sonriendo—. A los aliados no les importa un rábano mi llamada, por muy parecido que sea a la tuya. Ahora prueba tú.

Probé. A los pocos segundos se hizo oír la respuesta. La Gorda se puso de pie de un salto. Tuve la clara im­presión de que se hallaba más sorprendida que yo. Se precipitó a hacerme callar, apagó la lámpara y recogió mis notas.

Estaba a punto de abrir la puerta, pero se detuvo re­pentinamente; un sonido aterrador no llegó de fuera. Me pareció un gruñido. Era tan horrendo y amenazador que nos hizo dar un salto atrás para alejarnos de la puerta. Mi temor físico era tan intenso que habría hui­do, de haber tenido adónde ir.

Algo pesado estaba apoyado en la puerta; la hacía crujir. Miré a la Gorda. Daba la impresión de estar aún más asustada que yo. Seguía con el brazo extendido como si fuese a abrir la puerta. Tenía la boca abierta. Parecía haber quedado paralizada en medio de un mo­vimiento.

La puerta podía saltar en cualquier momento. Nada la golpeaba, pero estaba sometida a una terrible pre­sión, como el resto de la casa.

La Gorda me dijo que me apresurase a abrazarla por detrás, cerrando las manos en torno a su talle, encima del ombligo. Hizo entonces un extraño movimiento con las manos. Fue como si sacudiese una toalla, sostenién­dola al nivel de los ojos. Lo repitió cuatro veces. Luego realizó otra curiosa acción. Llevó las manos al centro del pecho y las colocó, con las palmas hacia arriba una por encima de la otra, sin tocarse. Los codos, separados del cuerpo y alineados. Cerró los puños como si de pron­to asiera dos barras invisibles y poco a poco, las fue gi­rando, hasta quedar con las palmas hacia abajo. Luego con gran esfuerzo realizó un hermoso movimiento, un acto en el cual parecía comprometer cada músculo de su cuerpo. Algo así como el abrir una pesada puerta corre­diza, que ofreciese gran resistencia. Todo su cuerpo vi­braba por el esfuerzo. Movía los brazos lenta, muy len­tamente, al igual que si abriese una puerta muy, muy pesada, hasta haberlos extendido por completo.

Tuve la clara impresión de que tan pronto como ter­minó de abrir esa puerta, por ella se precipitó un viento. Un viento que nos atrajo de modo de hacernos atrave­sar, literalmente, la pared. Tal vez fuese mejor decir que las paredes nos atravesaron, o, quizás, que los tres, la Gorda, la casa y yo, traspusimos la puerta que ella había abierto. De pronto me encontré en campo abierto. Veía las formas oscuras de las montañas y los árboles que nos rodeaban. Ya no ceñía el talle de la Gorda. Un ruido procedente de la altura me obligó a alzar los ojos: la distinguí suspendida en el aire, a unos tres metros por encima de mí, como el negro contorno de una come­ta gigante. Experimenté una tremenda comezón en el ombligo y la Gorda cayó a plomo, a la mayor velocidad; pero, en vez de estrellarse, se detuvo suavemente.

En el momento en que la Gorda aterrizó, la picazón del ombligo se convirtió en un dolor nervioso horrible­mente agotador. Algo así como si su contacto con la tie­rra me arrancase el interior. El dolor me hizo gritar a todo pulmón.

Para entonces la Gorda se hallaba de pie a mi lado, desesperadamente falta de aliento. Yo estaba sentado. Nos encontrábamos de nuevo en la habitación de la que habíamos salido, en casa de don Genaro.

La Gorda parecía incapaz de recobrar el ritmo nor­mal de respiración. Estaba cubierta de sudor.

—Tenemos que salir de aquí —murmuró.

Recorrimos en el coche un breve trayecto, hasta la casa de las hermanitas. No encontramos a ninguna de ellas. La Gorda encendió una lámpara y me hizo pasar directamente a la cocina trasera, al aire libre. Allí se desnudó y me pidió que la bañase como a un caballo, arrojándole agua al cuerpo. Cogí un pequeño cubo lleno de agua y comencé a derramarlo con delicadeza sobre ella, pero lo que pretendía era que la empapara.

Explicó que un contacto con los aliados, como el que habíamos tenido, producía una transpiración suma­mente dañina, que debía eliminarse de inmediato. Me hizo quitar las ropas y luego me bañó con agua helada. Entonces me tendió un trozo de paño limpio y nos fui­mos secando en el camino de entrada a la casa. Se sentó en la gran cama de la habitación delantera, tras colgar la lámpara sobre ella, en el soporte del muro. Tenía las rodillas levantadas y ello me permitía contemplarla en detalle. Abracé su cuerpo desnudo, y fue entonces cuan­do comprendí lo que había querido decir doña Soledad al sostener que la Gorda era la mujer del Nagual. No te­nía formas, como don Juan. Me resultaba imposible considerarla como mujer.

Comencé a vestirme. Me lo impidió. Dijo que antes de poder volver a ponerme la ropa, debía asolearse. Me dio una manta para que me la echara sobre los hombros, y cogió otra para ella.

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