El segundo anillo de poder (19 page)

Read El segundo anillo de poder Online

Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: El segundo anillo de poder
3.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Hazlo nuevamente —dijo la Gorda—. Toma cierto tiempo hacer chispas.

Le dije que había expelido toda mi orina. En sus ojos lucía una mirada de la más profunda angustia.

En ese momento vi a la enorme forma rectangular moverse hacia nosotros. Por una u otra razón, no me re­sultaba amenazante, aunque la Gorda estuviese a pun­to de desmayarse.

De pronto desató el chal y, de un brinco, se situó so­bre una roca a mis espaldas, aferrándose a mí desde detrás y colocando la barbilla sobre mi cabeza. Práctica­mente, se había encaramado a mis espaldas. En el ins­tante en que adoptamos esa posición, la forma cesó en su marcha. Siguió jadeando, a unos ocho metros de no­sotros.

Yo experimentaba una enorme tensión, aparente­mente concentrada en el tronco. Pasado un rato supe, sin ninguna duda, que de seguir en esa postura perde­ríamos toda nuestra energía y caeríamos en poder de lo que fuese que nos acechaba.

Le dije que debíamos echar a correr si queríamos conservar la vida. Ella negó con la cabeza. Parecía ha­ber recobrado su fuerza y su confianza. Dijo entonces que debíamos enterrar la cabeza entre los brazos y echarnos, con los muslos contra el estómago. Recordé que una noche, años atrás, don Juan me había hecho hacer lo mismo, en un campo desierto de México Sep­tentrional, al verme sorprendido por algo igualmente desconocido, y, sin embargo, igualmente real para mis sentidos. En aquella ocasión, don Juan me había dicho que huir era inútil, y que lo único que cabía hacer era permanecer en el lugar, en la posición que la Gorda aca­baba de recomendar.

Estaba a punto de arrodillarme cuando inesperada­mente tuve la sensación de que habíamos cometido un terrible error al dejar la cueva. Debíamos retornar a ella a toda costa.

Pasé el chal de la Gorda por sobre mis hombros y por debajo de mis brazos. Le indiqué que sujetase las puntas encima de mi cabeza, trepase a mis espaldas y se sostuviera en ellas, preparándose para resistir las sacudidas mediante el expediente de aferrar el chal y valerse de él a modo de arreo. Años antes, don Juan me había enseñado que los sucesos extraños, como la forma rectangular que teníamos delante, debían enfrentarse tomando actitudes inesperadas. Me dijo que una vez se había tropezado con un ciervo, y éste le había «habla­do»; él permaneció cabeza abajo durante el encuentro, para asegurar su supervivencia y reducir la tensión de la situación.

Yo me proponía correr, esquivando la forma rectan­gular, y volver a la caverna con la Gorda a hombros.

Me dijo en voz muy baja que regresar a la cueva era imposible. El Nagual le había recomendado no perma­necer allí por nada del mundo. Le expliqué, tras prepa­rar el chal para ella, que mi cuerpo tenía la certeza de que allí estaríamos a salvo. Me respondió que era cier­to, y que daría resultado, pero que en realidad no dispo­níamos de ningún medio para controlar esas fuerzas. Necesitábamos un recipiente especial, alguna especie de calabaza, del tipo de aquellas que yo había visto pen­der de los cinturones de don Juan y de don Genaro.

Se quitó los zapatos, trepó a mi espalda y se afirmó allí. La sujeté por las pantorrillas. Cuando aferró las puntas del chal, sentí la tensión en las axilas. Aguardé hasta que hubo hallado su equilibrio. Andar en la oscuri­dad con una carga de sesenta kilos era una hazaña con­siderable. La marcha resultaba muy lenta. Conté veintitrés pasos y me vi obligado a dejarla en el suelo. El dolor en los hombros era insoportable. Le dije que, si bien era muy delgada, me estaba quebrando las clavículas.

Lo más llamativo, de todos modos, era el que la for­ma rectangular hubiese desaparecido de la vista. Nues­tra estrategia había dado resultado. La Gorda propuso cargarme a hombros un trecho. La idea me pareció ridí­cula; mi peso excedía las posibilidades de carga de su li­gero esqueleto. Decidimos andar un rato, atentos a lo que ocurriera.

El silencio que nos rodeaba era mortal. Caminába­mos lentamente, apoyándonos el uno en el otro. No habíamos recorrido sino unos pocos metros cuando volví a oír extraños ruidos de respiración, un siseo suave y prolonga­do, semejante al de un felino. Me apresuré a cargarla a hombros nuevamente y anduvimos otros diez pasos.

Sabía que era necesario mantener la sorpresa como táctica si queríamos salir de ese lugar. Estaba tratando de imaginar una serie de otras actitudes que no fuese cargar con la Gorda, igualmente inesperadas, cuando ella se quitó sus largas vestiduras. En un solo movi­miento, quedó desnuda. Hurgó en el suelo buscando algo. Oí un ruido de quebradura y se puso de pie soste­niendo una rama de un arbusto bajo. Rodeó mis hom­bros y cuello con el chal e hizo una suerte de soporte en forma de red en que poder sentarse, con las piernas en torno de mi pecho, como se lleva a los niños pequeños. Entonces enganchó su vestido en la rama y la elevó por sobre su cabeza. Comenzó a agitar la rama, dando a la tela un extraño movimiento. A ese efecto agregó un sil­bido, semejante al chillido peculiar de la lechuza noc­turna.

Después de recorrer unos noventa metros, oímos sonidos similares procedentes de detrás de nosotros y de nuestros costados. Inició el reclamo de otra ave, un gri­to agudo parecido al del pavo real. A los pocos minutos, llamadas idénticas que provenían de todo el alrededor le hacían eco.

Años atrás, yo había presenciado un fenómeno simi­lar de respuesta a voces de pájaros, estando con don Juan. Había pensado entonces que los sonidos los pro­ducía el propio don Juan, oculto en la oscuridad próxi­ma, o algún asociado suyo muy cercano, como don Ge­naro, que le estuviese ayudando a crear en mí un temor insuperable, un miedo capaz de obligarme a echar a co­rrer en la oscuridad sin siquiera tropezar. Don Juan ha­bía denominado a la particular acción de correr en la oscuridad «marcha de poder».

Pregunté a la Gorda si conocía el modo de empren­der la marcha de poder. Dijo que sí. Le expuse que íba­mos a intentarla, aun cuando yo no me sentía completa­mente seguro de lograrlo. Me respondió que no era el momento ni el lugar para ello y señalo un punto delante de nosotros. Mi corazón, que hasta entonces había lati­do con prisa, comenzó a batir salvajemente en mi pecho. Exactamente enfrente, a unos tres metros, en medio del sendero, se encontraba uno de los aliados de don Gena­ro, el extraño hombre incandescente, de largo rostro y cráneo calvo. Quedé congelado en el lugar. Oí el chillido de la Gorda como si viniese de muy lejos. Golpeaba mis costados frenéticamente con sus puños. Su modo de ac­tuar me impidió concentrarme en el hombre. Me hizo volver la cabeza, primero hacia la izquierda, luego ha­cia la derecha. A mi izquierda, casi en contacto con mi pierna, percibí la negra masa de un felino de feroces ojos amarillos. A mi derecha, un enorme coyote fosfores­cente. Detrás de nosotros, casi pegada a la espalda de la Gorda, estaba la forma oscura y rectangular.

El hombre nos dio la espalda y echó a andar por el sendero. Yo también me puse en marcha. La Gorda se­guía aullando y gimoteando. La forma rectangular se hallaba a punto de atraparla por la espalda. Oía sus movimientos, y sus sonoros tumbos. El ruido que produ­cía al andar reverberaba en las rocas del lugar. El frío de su aliento alcanzaba mi cuello. Sabía que la Gorda estaba al borde de la locura. Y también yo. El felino y el coyote me rozaron las piernas. Escuchaba claramente su siseo y su gruñido, cada vez más fuertes. Experimen­té, en ese momento, la necesidad irracional de reprodu­cir cierto sonido que me había enseñado don Juan. Los aliados me respondieron. Seguí haciéndolo frenética­mente, y ellos respondiéndome. La tensión disminuía poco a poco y, antes de que llegásemos al camino, yo for­maba parte de una escena sumamente extravagante. La Gorda seguía a mis espalda, enancada en mí, agitan­do con alegría su vestido en lo alto, como si nada hubie­se ocurrido, adaptando el ritmo de sus movimientos al sonido que yo producía, en tanto cuatro criaturas del otro mundo respondían, a la vez que marchaban a mi paso, rodeándonos por los cuatro lados.

Así llegamos al camino. Pero yo no quería partir. Tenía la impresión de que faltaba algo. Me quedé in­móvil, con la Gorda a hombros, y emití un sonido espe­cial, intermitente, aprendido de don Juan. Él había di­cho que era la llamada de las polillas. Para realizarlo, había que valerse del borde interno de la mano izquier­da y los labios.

Tan pronto como lo efectué, todo pareció entrar en el más pacífico de los descansos. Los cuatro entes me res­pondieron y, en cuanto lo hicieron, comprendí cuáles eran los que marcharían conmigo.

Entonces me dirigí al coche, bajé a la Gorda de mi es­palda, depositándola en el asiento del conductor y empu­jándola hacia el lado opuesto al del volante. Partimos en absoluto silencio. Algo me había afectado en cierto mo­mento y mis pensamientos no funcionaban como tales.

La Gorda propuso que, en vez de ir a su casa, fuése­mos a la de don Genaro. Dijo que Benigno, Néstor y Pa­blito vivían allí, pero estaban fuera. Su propuesta me atrajo.

Una vez en la casa, la Gorda encendió una lámpara. El lugar no había cambiado en absoluto desde la última vez en que yo había visitado a don Genaro. Nos sentamos en el suelo. Alcancé un banco y puse sobre él mi libreta de notas. No estaba cansado y deseaba escribir, pero era incapaz de hacerlo. No podía apuntar nada.

—¿Qué te dijo el Nagual de los aliados? —pregunté.

Aparentemente, mi pregunta la cogió con la guardia baja. No sabía cómo responder.

—No puedo pensar —dijo por último.

Era como si nunca antes hubiese experimentado esa situación. Se paseaba de aquí para allí, delante de mí. Pequeñas gotas de transpiración se habían formado en la punta de su nariz y en su labio superior.

De repente, me aferró por la mano y prácticamente me arrastró hasta fuera de la casa. Me condujo hasta un barranco cercano, y allí vomitó.

Sentí el estómago descompuesto. Dijo que el poder de los aliados había sido demasiado grande y que debía tra­tar de devolver. La miré, esperando una explicación más clara. Me cogió la cabeza y me metió un dedo en la gar­ganta, con la precisión de una enfermera que se ocupa de un niño; y consiguió que vomitara. Explicó que los se­res humanos poseían, en torno al estómago, un delicado halo, muy sensible a las fuerzas externas. A veces, cuan­do el forcejeo era demasiado violento, como en el caso del contacto con los aliados, o incluso, en el caso de encuentros con gente fuerte, el halo era agitado, cambiaba de color o se desvanecía por completo. En circunstancias tales, lo único que se podía hacer era, sencillamente, vomitar.

Me sentía mejor, pero no enteramente recuperado. Me dominaba una impresión de cansancio, de pesadez en los ojos. Regresamos a la casa. Al llegar a la puerta, la Gorda husmeó el aire como un perro y declaró que sa­bía cuáles eran mis aliados. Su aseveración, que de ordi­nario no hubiese tenido otro significado que aquél de su alusión, o aquel que yo quisiese atribuirle, tuvo la espe­cial cualidad de un mecanismo catártico. Puso mi capa­cidad pensante en marcha a velocidad explosiva. De pronto, recobraron su ser mis procesos mentales habi­tuales. Me vi brincando como si las ideas tuviesen fuerza propia.

Lo primero que se me ocurrió fue que los aliados eran entidades reales, tal como había supuesto sin osar admitirlo, ni tan siquiera para mí mismo. Los había vis­to y percibido y me había comunicado con ellos. Estaba eufórico. Abracé a la Gorda y me lancé a explicarle el punto capital de mi dilema intelectual. Había visto a los aliados sin la ayuda de don Juan ni de don Genaro, y ese hecho tenía la mayor importancia del mundo para mí. Conté a la Gorda que en cierta ocasión había in­formado a don Juan haber visto a uno de los aliados; él se había echado a reír y me había dicho que no me diese tanta importancia y no hiciese caso de lo que ha­bía visto.

Nunca había querido creer que estuviese teniendo alucinaciones, pero también me negaba a aceptar que existiesen los aliados. Mi formación racionalista era in­flexible. No era capaz de dar el salto. Esta vez, sin em­bargo, todo era diferente, y la idea de que hubiese sobre esta tierra seres realmente pertenecientes al otro mun­do, sin ser ajenos al nuestro, rebasaba mis posibilidades de comprensión. Concedí a la Gorda, bromeando, que habría dado cualquier cosa por estar loco. Ello hubiese liberado cierta parte de mí de la aplastante responsabi­lidad de renovar mi concepción del mundo. Lo más iró­nico era que difícilmente nadie tuviese tanta voluntad como yo de rehacer su concepción del mundo, en un ni­vel puramente intelectual. Pero eso no bastaba. Nunca había bastado. Y ese había sido durante toda mi vida el obstáculo insuperable, la grieta mortal. Había tenido la esperanza de juguetear con el mundo de don Juan, pero sin terminar de convencerme; por esa razón, no pasaba de ser un cuasi-brujo. Ninguno de mis esfuerzos había pasado de corresponder a una fatua ilusión de defender­me con lo intelectual, como si me encontrase en una academia, donde todo puede hacerse entre las ocho de la mañana y las cinco de la tarde, hora en la cual uno, debidamente cansado, se va a casa. Don Juan solía ha­cer mofa de ello; decía: tras arreglar el mundo de un modo muy bello y luminoso, el académico se va a casa, a las cinco en punto, para olvidar su arreglo.

Mientras la Gorda preparaba algo de comer, trabajé febrilmente en mis notas. Me sentí mucho más sereno después de cenar. La Gorda estaba del mejor de los áni­mos. Hizo payasadas, tal como hacía don Genaro, imi­tando mis gestos al escribir.

—¿Qué sabes de los aliados, Gorda? —pregunté.

—Tan sólo lo que el Nagual me dijo —replicó—. Que los aliados eran las fuerzas a las cuales los brujos aprenden a controlar. Él tenía dos en su calabaza, al igual que Genaro.

—¿Cómo se las arreglaban para mantenerlos dentro de sus calabazas?

—Nadie lo sabe. Todo lo que el Nagual sabía era que, antes de someter al aliado, era necesario dar con una calabaza pequeña, perfecta y con cuello.

—¿Y dónde se puede hallar esa clase de calabaza?

—En cualquier parte. El Nagual me aseguró que, en caso de sobrevivir al ataque de los aliados, debíamos lanzarnos a la búsqueda de la calabaza perfecta, que debe ser del tamaño del pulgar de la mano izquierda. Ese era el tamaño de la calabaza del Nagual.

—¿Has visto tú su calabaza?

—No. Nunca. El Nagual decía que una calabaza de esa clase no está en el mundo de los hombres. Es como un pequeño lío que se puede ver pendiendo de sus cin­turones. Pero si se la observa deliberadamente, no se ve nada.

Other books

Red Sole Clues by Liliana Hart
The Tailgate by Elin Hilderbrand
Midsummer Eve at Rookery End by Elizabeth Hanbury
A Girl of the Paper Sky by Randy Mixter
Unbreakable by C. C. Hunter
World of Water by James Lovegrove
Airborn by Kenneth Oppel