El segundo anillo de poder (33 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: El segundo anillo de poder
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Mi siguiente impresión fue la de que algo me entraba en la nariz. Todo estaba muy oscuro y me encontraba tumbado boca arriba. Me senté. Descubrí que la Gorda me hacía cosquillas con una ramita en las fosas nasales.

No me sentía agotado; ni siquiera ligeramente can­sado. Me puse de pie de un salto; sólo entonces advertí que no estábamos en la casa. Nos encontrábamos en una colina rocosa y árida. Di un paso y estuve a punto de caer. Había tropezado con un cuerpo. Era Josefina. Al tocarla, reparé que se hallaba muy caliente. Parecía tener fiebre. Traté de hacerla sentar, pero estaba desmayada. Rosa estaba a su lado. Por contraste, estaba fría como el hielo. Coloqué a la una sobre la otra y las mecí. Ese movimiento les hizo recobrar el conocimiento.

La Gorda había dado con Lidia y la estaba haciendo andar. A los pocos minutos, todos estábamos de pie, a un kilómetro aproximadamente al este de la casa.

Años antes, don Juan me había hecho vivir una ex­periencia similar, aunque con la ayuda de una planta psicotrópica. Aparentemente, yo había volado para ate­rrizar a cierta distancia de su casa. Aquella vez había buscado una explicación racional del suceso. No había lu­gar para tal cosa, y al no aceptar que había volado, tuve que recurrir a una de las dos salidas posibles: don Juan me había transportado hasta aquel lugar mientras me hallaba inconsciente, bajo los efectos de los alcaloides del vegetal, o bien, como resultado de la droga, había creído aquello que don Juan me ordenaba creer: esto es, que volaba.

Ahora no me quedaba otro recurso que disponer mi ánimo para aceptar, en sentido literal, que había vola­do. No obstante, deseaba permitirme algunas dudas: co­mencé a considerar la posibilidad de que las cuatro mu­chachas me hubiesen llevado hasta aquella colina. Rompí a reír, incapaz de reprimir un oscuro deleite. Una recaída en mi vieja enfermedad. La razón que ha­bía mantenido temporalmente bloqueada, volvía a ense­ñorearse de mí. La defendía. Tal vez fuese más apropia­do decir, a la luz de las cosas extravagantes que había presenciado, o de las cuales había participado desde mi llegada, que mi razón se defendía por sí sola, en inde­pendencia del todo más complejo que parecía ser el «yo» que no conocía. Me encontraba casi en situación de ob­servador atento, ante la lucha de mi razón por dar con fundamentos lógicos adecuados a los hechos; por otra parte, una porción mucho mayor de mi persona carecía por completo del menor interés por explicarse nada.

La Gorda hizo poner en fila a las tres jóvenes. Luego me atrajo a su lado. Todas ellas cruzaron los brazos tras la espalda. Hube de imitarlas. Me estiró los brazos ha­cia atrás todo lo que fue posible, para que me cogiera cada antebrazo con la mano del lado opuesto fuerte­mente y muy cerca de los codos. Ello produjo una gran presión muscular en las articulaciones de mis hombros. Me obligó a echar el torso hacia adelante, inclinándo­me. Entonces remedó el peculiar reclamo de un ave. Era una señal. Lidia echó a andar. En la oscuridad, sus movimientos me recordaron los de una patinadora. Ca­minaba veloz y silenciosamente y en pocos minutos de­sapareció de mi vista.

La Gorda repitió la llamada por dos veces: Rosa y Josefina se marcharon tal como lo había hecho Lidia. Me dijo que no me apartase de ella. Reprodujo el sonido una vez más y ambos nos pusimos en camino.

Me sorprendía la suavidad de mi propia marcha. Todo mi equilibrio estaba centrado en mis piernas. El llevar los brazos detrás, en vez de estorbar mis movi­mientos, me ayudaba a conservar una curiosa estabili­dad. Pero lo que más me asombraba era el silencio de mis pasos.

Cuando llegamos a la carretera comenzamos a an­dar normalmente. Nos cruzamos con dos hombres que iban en dirección opuesta. La Gorda los saludó y ellos respondieron. Al llegar a la casa encontramos a las her­manitas junto a la puerta: no se atrevían a entrar. La Gorda les hizo saber que, si bien yo no era capaz de con­trolar a los aliados, podía llamarlos u ordenarles partir y que ya no nos molestarían. Las muchachas le creye­ron, cosa que a mí no me era posible hacer en ese caso.

Entramos. Silenciosas y eficientes, se desnudaron, se echaron agua fría en todo el cuerpo y se pusieron ropa limpia. Hice lo mismo. Me vestí con las prendas que solía dejar en la casa de don Juan, que la Gorda me entregó en una caja.

Todos estábamos alegres. Le pedí a la Gorda que me explicara lo que habíamos hecho.

—Más tarde hablaremos de eso —dijo en tono firme.

Recordé entonces que los paquetes que había llevado para ellas seguían en el coche. Pensé que el momento en que la Gorda estuviese preparando algo de comer sería el adecuado para distribuirlos. Fui a buscarlos. Lidia me preguntó si ya los había asignado, según su sugerencia. Le respondí que prefería que ellas mismas escogieran el que les gustase. Se negó. Sostuvo que no le cabía la me­nor duda de que había algo especial para Pablito y Nés­tor y un montón de chucherías para ellas, que yo arroja­ba sobre la mesa para que se pelearan por ellas.

—Además, no has traído nada para Benigno —dijo, acercándose a mí y observándome con disimulada serie­dad—. No puedes herir los sentimientos de los Genaros dándoles dos regalos para tres.

Rieron. Me sentí turbado. Tenía toda la razón en sus afirmaciones.

—Eres descuidado; es por eso que nunca me gustas­te —prosiguió Lidia, trocando la sonrisa por el ceño—. Nunca me saludaste con cariño ni con respeto. Cada vez que nos encontrábamos, te limitabas a fingir que te ha­cía feliz verme.

Hizo una parodia de mi saludo, de una efusividad evidentemente artificial; un saludo que debía haber em­pleado con ella incontables veces en el pasado.

—¿Por qué nunca me preguntaste qué hacía aquí?

Dejé de escribir para considerar el punto. Nunca se me había ocurrido preguntarle nada. Le dije que no te­nía justificación.

La Gorda intercedió, alegando que la razón por la cual jamás había dirigido más de dos palabras a Lidia ni a Rosa era que estaba acostumbrado a hablar única­mente con mujeres de las que estuviese enamorado, en uno u otro sentido. Agregó que el Nagual le había dicho que debían responderme en caso de que yo les pregun­tara algo directamente, pero que en tanto no lo hiciera no tenían por qué decirme nada.

Rosa aseveró que yo no le gustaba porque estaba siempre riendo y tratando de ser divertido. Josefina añadió que, puesto que nunca antes me había visto, yo le desagradaba por que sí, sin ningún motivo especial.

—Quiero que sepas que no te acepto como Nagual —me dijo Lidia—. Eres demasiado estúpido. No sabes nada. Yo sé más que tú. ¿Cómo podría respetarte?

Afirmó que, por lo que a ella tocaba, le daba igual que yo regresara al lugar del cual había salido o me arrojase a un lado.

Rosa y Josefina no dijeron palabra. A juzgar por la expresión seria y concentrada de sus rostros, sin embar­go, parecían estar de acuerdo con su hermana.

—¿Cómo puede guiarnos este hombre? —preguntó Lidia a la Gorda—. No es un verdadero Nagual. Es un hombre. Nos va a convertir en idiotas semejantes a él.

Según hablaba, la expresión vil en el gesto de Rosa y Josefina se me iba haciendo más evidente.

Intervino la Gorda para explicarles lo que había «vis­to» esa tarde acerca de mí. Terminó diciendo que, así como me había recomendado cuidarme de sus redes, similar consejo les daba a ellas: cuidarse de caer en las mías.

Tras la manifestación inicial de animosidad hacia mi persona, realizada por Lidia, auténtica y bien funda­mentada, me causó estupor ver con cuanta facilidad se sometía a las observaciones de la Gorda. Me sonrió. Es más, fue a sentarse a mi lado.

—Tú eres como nosotros, ¿no? —preguntó como aturdida.

No sabía qué decir. Temía cometer un error garrafal.

Era evidente que Lidia acaudillaba a las hermani­tas. En el momento en que me sonrió, las otras dos pa­recieron adoptar la misma postura hacia mí.

La Gorda le dijo que no se preocuparan por mi bolí­grafo y mi libreta y mis preguntas; que, a cambio, yo no me podría nervioso cuando ellas se dedicasen a hacer lo que más les gustaba: abandonarse a sí mismas.

Las tres fueron a sentarse cerca de mí. La Gorda fue hasta la mesa, cogió los paquetes y los llevó al coche. Pedí a Lidia que me disculpara por mis torpezas pasadas, y a todas ellas que me contasen cómo habían llega­do a ser aprendices de don Juan. Para que no se sintie­ran incómodas yo les conté cómo había conocido a don Juan. Sus relatos no difirieron en nada de los de doña Soledad.

Lidia comentó que todas habían tenido la posibili­dad de marcharse del mundo de don Juan, pero habían elegido quedarse. Por lo que hacía a ella, en particular, siendo la primera de las aprendices, había tenido sobra­das ocasiones para irse. Una vez el Nagual y Genaro la hubieron curado, el primero le había señalado la puer­ta, aclarándole que, de no utilizarla en ese preciso mo­mento, se cerraría para no volver a abrirse nunca.

—Mi destino quedó sellado en el instante en que se cerró —me dijo Lidia—. A ti te sucedió algo semejante. El Nagual no me ocultó que, tras ponerte un parche, te fue dada la oportunidad de marchar, pero tú no lo hi­ciste.

Esa decisión constituía mi recuerdo más vívido. Les conté que don Juan me había engañado, diciéndome que una bruja andaba tras él y me daba a escoger entre irme para no volver y quedarme a ayudarle en la guerra con­tra su atacante. Resultó que su pretendido agresor no era sino uno de sus cómplices. Al enfrentarle, creyendo hacerlo en nombre de don Juan, le ponía en mi contra; se convirtió en lo que él llamaba mi «digno adversario».

Pregunté a Lidia si ellas también habían tenido un digno adversario.

—No somos tan tontas como tú —dijo—. Nunca ne­cesitamos que nadie nos espoleara.

—Pablito sí es así de estúpido —dijo Rosa—. Sole­dad es su enemigo. No sé, sin embargo, hasta qué punto ella vale la pena. Pero, como reza el dicho, a falta de pan, buenas son tortas.

Rieron y dieron golpes sobre la mesa.

Inquirí si alguna de ellas conocía a la bruja que don Juan me había opuesto, la Catalina.

Negaron con la cabeza.

—Yo la conozco —dijo la Gorda desde junto al fo­gón—. Pertenece al ciclo del Nagual, pero en apariencia no tiene más de treinta años.

—¿Qué es un ciclo, Gorda? —pregunté.

Se acercó a la mesa, puso un pie sobre el banco y apoyó la barbilla en la mano, descansando sobre el bra­zo y la rodilla.

—Los brujos como el Nagual y Genaro tienen dos ci­clos —explicó—. Durante el primero son humanos, como nosotros. Nos encontramos en nuestro primer ci­clo. A cada uno nos ha sido asignada una tarea; el lle­varla a cabo nos hará perder la forma humana. Eligio, los cinco aquí presentes y los Genaros pertenecemos a un mismo ciclo.

—El segundo ciclo es aquel en que el brujo ya no es humano: tal el caso del Nagual y de Genaro. Vinieron a educarnos y hecho eso, partieron. Nosotros somos para ellos su segundo ciclo.

—El Nagual y la Catalina son como tú y Lidia. Se en­cuentran en idénticas posiciones. Ella es una bruja asustadiza, como Lidia.

La Gorda regresó a su lugar junto a las hornallas. Las hermanitas se veían inquietas.

—Esa debe ser la mujer que conoce las plantas de poder —dijo Lidia a la Gorda.

Ésta confirmó su suposición. Las interrogué acerca de si el Nagual les había dado alguna vez plantas de poder.

—No, a nosotras no —replicó Lidia—. Las plantas de poder sólo se dan a gente vacía. Como tú y la Gorda.

—¿Te dio a ti plantas de poder el Nagual, Gorda? —pre­gunté en voz bien audible.

La Gorda mostró dos dedos, alzándolos hasta por so­bre su cabeza.

—El Nagual le ofreció su pipa dos veces —dijo Li­dia—. Y en ambos casos perdió la razón.

—¿Qué fue lo que sucedió, Gorda? —quise saber.

—Salí de mis cabales —dijo acercándose a la mesa—. El Nagual nos dio plantas de poder porque nos estaba poniendo un parche en el cuerpo. El mío no tardó en ad­herirse. Contigo la cosa fue más difícil. El Nagual decía que estabas más loco que Josefina y eras tan insoporta­ble como Lidia; tuvo que darte gran cantidad de plantas.

La Gorda explicó que las plantas de poder sólo eran empleadas por los brujos que dominaban enteramente su arte. Eran tan poderosas y su manipulación tan deli­cada que requerían la más impecable de las atenciones por parte del brujo. Llevaba toda una vida ejercitar la atención en el nivel necesario. Agregó que a la gente completa no le hacía falta las plantas de poder, y que ni las hermanitas ni los Genaros las habían tomado nun­ca; no obstante, algún día, cuando hubieran perfeccio­nado su arte como soñadores, se valdrían de ellas para lograr el impuso final y total, un impulso cuya magni­tud no nos era posible concebir.

—¿También nosotros las tomaremos? —pregunté a la Gorda.

—Todos nosotros —respondió—. El Nagual asegu­raba que tú entenderías esto con más facilidad que los demás.

Consideré la cuestión. A decir verdad, el efecto de las plantas psicotrópicas sobre mí había sido espantoso. Parecían penetrar en un vasto depósito que hubiese en mi interior, para extraer de él todo un mundo. Sus ma­yores desventajas consistían en su acción devastadora para mi bienestar físico y la imposibilidad de controlar sus consecuencias. El universo en que me sumergían era indomable y caótico. Perdía el dominio, el poder, por decirlo en los términos de don Juan, de utilizar ese mundo. Pero si alcanzara ese control, las posibilidades que se abrirían ante la mente serían pasmosas.

—Yo también las tomé —dijo de pronto Josefina—. Cuando estaba loca el Nagual me hizo fumar su pipa, para curarme o acabar conmigo. ¡Y me curó!

—Es cierto que el Nagual dio a Josefina su humo —dijo la Gorda desde junto al fogón. Volvió a acercarse a la mesa—. Sabía que ella fingía estar más loca de lo que en realidad estaba. Siempre había estado un poco ida y era muy atrevida y se abandonaba a sí misma más que nadie. Pretendía vivir donde nadie la molesta­ra y pudiera hacer todo lo que le viniera en gana. De modo que el Nagual le dio su humo y la llevó a vivir a un mundo de su gusto durante catorce días; al cabo, se aburrió tanto de estar allí que se curó. Dejó de darse lu­jos. Esa fue su cura.

La Gorda regresó a la cocina. Las hermanitas rieron y se dieron palmaditas en la espalda.

Recordé entonces que, en la casa de doña Soledad, Lidia no sólo había dado a entender que don Juan me había dejado un paquete, sino que me había mostrado un envoltorio muy semejante a la funda en que don Juan guardaba la pipa. Mencioné a Lidia que había afirmado que me lo entregaría cuando la Gorda estuvie­se presente.

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