El secreto de los Medici (19 page)

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Authors: Michael White

BOOK: El secreto de los Medici
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—De acuerdo, Roberto. Soy todo oídos.

—Había dos lugares en los que se llevaban a cabo las ejecuciones —explicó Roberto—. La Calle Santi, no lejos de aquí, cerca de la Accademia, y la Calle della Morte, que queda al este del Palacio Ducal, justo al salir del Campo de la Bragora.

—¿Puedo interrumpir? —dijo Jeff—. Cuando estaba buscando a Rose, lo único que había en mi mente consciente era encontrarla. Pero recuerdo haber visto fugazmente la parte superior de la Antigua Aduana asomando entre la niebla: dos figuras de Atlas sosteniendo un globo dorado.

—¿Qué tiene eso que ver con lo nuestro? —preguntó Edie.

—Hay quien dice que las figuras de Atlas eran dos gemelos. El verso del poema de Bruno, «los gemelos, los padres fundadores», debe de referirse a Cástor y Pólux, los mellizos de la mitología griega, vástagos de Leda y del dios Júpiter.

—¿Por qué? ¿Qué tiene eso que ver con Venecia, por amor de Dios? —Edie parecía exasperada.

—Mucho, de hecho. Los primeros pobladores de la laguna fueron refugiados salidos de Roma que huían de los bárbaros invasores. Consigo trajeron muchos ritos religiosos arcaicos, entre los que estaba la tradicional adoración a Júpiter y a sus hijos, Cástor y Pólux. Hubo un culto a los gemelos centrado en torno a un par de islas en las que se crearon algunos de los más antiguos asentamientos de Venecia, en el siglo IV o V. Por toda la ciudad hay imágenes de gemelos, incluidos los dos Atlas.

—O sea, ¿tú crees que el verso se refiere a la Calle Santi? Está a tiro de piedra de la Antigua Aduana —dijo Roberto.

—No, no es eso. Yo creo que se refiere al otro sitio, a la Calle della Morte. Se me vino todo a la mente cuando iba en la lancha. Hace años visité una iglesia de la zona. Se llama San Giovanni y está en el Campo de la Bragora; y «Bragora» deriva de la palabra «b’agral», que significa «dos hombres».

—Brillante. —Roberto sacudió la cabeza—. ¡O totalmente disparatado!

Jeff iba por su segundo café cuando Edie apareció en la sala del desayuno.

—¿Has dormido bien? —preguntó ella.

—Sorprendentemente bien. ¿Tú?

Edie sofocó un bostezo.

—Casi no he pegado ojo.

—Toma, esto te espabilará. —Le sirvió una taza de café cargado—. Escucha, Edie —empezó a decir Jeff, pero se detuvo cuando Roberto entró en la habitación precedido de Vincent, que llevaba una bandeja con dos jarras altas de plata y una taza con su platillo—. Estaba a punto de decirle a Edie que después de lo de anoche creo que debería quedarme hoy en casa con Rose.

—Por supuesto.

—No estoy de acuerdo —dijo Edie—. Creo que vosotros dos deberíais seguir esa pista y que yo debería quedarme con Rose.

—Pero…

—No hay pero que valga, Jeff. Ya lo he hablado con ella.

—¿Ah, sí?

—No pongas esa cara de sorpresa. Ella y yo éramos amigas antes, acuérdate. Me gustaría restablecer el equilibrio entre nosotras.

Jeff levantó las cejas y se encogió de hombros.

—Por mí, estupendo.

La temperatura había caído en picado durante la noche y el campo estaba frío y desierto. Unos cuantos árboles sin podar bordeaban uno de los lados de la plaza y alguna que otra paloma, lejos de las hambrientas bandadas de San Marcos, se paseaba con sus andares de pato por los adoquines irregulares. Jeff y Roberto se detuvieron en el centro del campo, envueltos hasta las orejas en sus gruesos abrigos de invierno y en sus bufandas.

—Aunque éste fue ciertamente un lugar de ejecuciones, posee también un lado más amable —dijo Roberto—. Vivaldi fue bautizado en esa iglesia de ahí, la de San Giovanni. —Señaló una fachada que había evolucionado evidentemente a lo largo de una sucesión de confusas renovaciones y ampliaciones—. Y allí se encuentra el edificio más interesante del campo, el Palazzo Gritti Badoer o, como lo conocemos hoy en día, el hotel La Residenza.

—Que tiene cinco ventanas encima de un balcón —observó Jeff, y repitió la segunda parte de la pista de Bruno—: «Cinco ventanas por encima de un balcón. El punto que toca el cielo; una semiesfera por encima y una semiesfera por debajo». ¿Y esto estaba aquí en la década de 1590?

—Con toda seguridad. Es del siglo XIV. Se puede saber por la forma de las ventanas y por el diseño de la galería. Así pues, tu idea no era tan disparatada al fin y al cabo.

Jeff estaba mirando hacia el tejado.

—No lo dudé ni por un instante. Pero no hay ningún «punto que toca el cielo», ¿no?

—Por desgracia, no —replicó Roberto.

Cruzaron el campo en dirección al
palazzo
. En la pared de un estrecho callejón pudieron ver un letrero que decía:
«calle della Morte».

La entrada del hotel daba directamente a un vestíbulo donde había mucho eco. A la izquierda había una gran zona de recepción con escayolas profusamente decoradas en la parte superior de las paredes; cuadros del siglo XVII de colores oscuros e inquietantes y figuras atormentadas; grupitos de sillas y mesas antiguas. Al fondo de la sala había una cuadrilla de obreros organizando focos y colgando adornos. Uno de los hombres estaba encaramado en precario equilibrio en lo alto de una escalera de madera. Tenía los brazos extendidos hacia el alto techo, tratando de sujetar una ristra de lucecitas blancas.

Un señor de mediana edad vestido de uniforme verde oscuro de recepcionista apareció ante ellos. Llevaba el pelo teñido de un negro azabache y usaba quevedos.

—¿Puedo ayudarles? —preguntó.

—Buenos días —saludó Jeff—. ¿Están montando una función?

—Así es, caballero. Esta noche, de hecho. ¿En qué puedo…?

—Sólo pasábamos por aquí. Mi amigo, Roberto Armatovani, me comentaba lo bonita que es la fachada del edificio y que nunca había estado dentro.

—¿
Signor
Armatovani? —La espalda del recepcionista se enderezó—. Por supuesto. Les pido disculpas por todo este desorden, la decoración debía haber estado lista hace horas. ¿Desean un café?

—Es muy amable, pero no, gracias —respondió Roberto—. ¿Puedo preguntarle por la naturaleza de la función?

—Ciertamente,
signor
. Es para una velada de gala de carnaval, organizada por la Sociedad Vivaldi. Es una función privada, pero estoy seguro de que podría hablar con el presidente.

—Es muy amable de su parte, ¿señor?

—Gianfrancesco… Francesco.

—Francesco… Conozco bien al presidente, Giovanni Tafani. Pediré a alguien de mi servicio que le llame por teléfono.

El recepcionista hizo una ligera reverencia y ellos dieron media vuelta para salir. En el exterior se quedaron los dos quietos, mirando hacia arriba, al bello estucado rococó de encima de la entrada principal.

—Tú realmente conoces a todo el mundo en Venecia, ¿verdad? —se admiró Jeff.

—No critiques, es de lo más útil.

—¿Y ahora qué?

—Bueno, es evidente que tenemos que subir al tejado de alguna manera y tengo bastantes esperanzas de que el encantador presidente de la Sociedad Vivaldi nos ayudará.

Cuando Jeff, Edie y Roberto llegaron al Palazzo Gritti Bradoer, el lugar estaba rebosante ya de invitados a la fiesta ataviados con sus mejores galas y todos enmascarados. Un conjunto de cuerda se encontraba en la mitad de la interpretación del vigoroso
Cuarteto de cuerda n.º 9
de Schubert y los camareros, de librea, se deslizaban por toda la sala con sus bandejas cargadas de copas de champán.

Jeff había estado preocupado con la idea de dejar a Rose en casa, pero ella le había prometido que no saldría del
palazzo
bajo ninguna circunstancia. Y Roberto le había convencido de que Vincent era un guardaespaldas de primera.

Roberto llevaba un clásico traje de etiqueta Savile Row heredado de su padre. Su máscara representaba un águila de plumas negras y pico corto. Jeff, que era más alto y más ancho, había alquilado un esmoquin más moderno del sastre habitual de Roberto, en la Via XXII Marzo, y había elegido una elegante y sencilla máscara plateada. Con ayuda de Rose, Edie se había probado por lo menos doce vestidos en algunas de las boutiques más exclusivas de Venecia, decantándose finalmente por un vestido tubo en seda verde oscuro y una elaborada máscara dorada.

Un portero de gala les dio la bienvenida, les preguntó el nombre y los condujo inmediatamente ante el anfitrión de la velada, que se encontraba junto a un pequeño grupo de invitados cerca de los músicos. Giovanni Tafani era un hombre alto, de hombros anchos, de cincuenta y tantos años de edad, que llevaba una minúscula máscara dorada que de poco le servía a la hora de ocultar su rostro. Estrechó la mano de Roberto.

—Cuánto me alegro de que haya podido venir, maestro —dijo.

—Éstos son mis amigos: Jeff Martin, eminente historiador procedente de Inglaterra, y Edie Granger, afamada paleontóloga.

Tafani dedicó a Jeff una leve reverencia y a continuación tomó la mano de Edie y rozó su dorso con los labios.


Enchanté.
—Enderezándose, añadió—. Déjenme presentarles a algunos de mis colegas.

Casi había transcurrido una hora entera cuando al fin Jeff y Edie vieron la oportunidad de escabullirse, dejando a Roberto de guardia tal como habían planeado. Tras abandonar la zona de la recepción, enfilaron por un corto pasillo que los llevó a un patio. Al otro lado había un salón comedor grande y vacío, a oscuras. Rodearon la sala y salieron sin que nadie los viera a un vestíbulo. Delante de ellos vieron un tramo de escaleras.

Edie encabezó la marcha, pero le costaba andar embutida en aquel vestido ajustado.

—Al cuerno —dijo pasados unos minutos. Se quitó los zapatos y se levantó el vestido a la altura de la cadera.

—¡Pero bueno! —bromeó Jeff.

—Métete en lo tuyo.

Llegaron al piso superior sin cruzarse con una sola alma. Estaba todo extrañamente tranquilo. El bullicio de la fiesta se había desvanecido por completo. En lo alto de las escaleras había un pasillo con tres puertas a cada lado que presumiblemente daban a sendas habitaciones. Al fondo pudieron ver una salida de emergencia.

La puerta no estaba cerrada con llave, y daba a unas sencillas escaleras grises. Una barandilla metálica bajaba dibujando una espiral por las cuatro plantas del hotel hasta el sótano. El leve eco de unas voces y un estrépito metálico les informó de que se encontraban directamente encima de la cocina. Alzando la vista, vieron que las escaleras trazaban un último medio giro para terminar en una puerta que se abría al tejado.

El frío los atenazó de inmediato. Jeff se quitó la chaqueta y se la echó a Edie sobre los hombros.

—No lo hemos planeado muy bien que digamos, ¿verdad? —dijo Edie mientras avanzaban con cuidado por una estrecha pasarela entre dos elevaciones.

Más adelante, el camino se abría a un cuadrado de unos diez metros de lado. En el centro había una vieja veleta que medía aproximadamente cinco metros de alto, era de bronce y estaba descolorida por el paso del tiempo. Un poste central sujetaba la veleta propiamente dicha: una flecha montada sobre un disco. A media altura, el poste tenía una semiesfera metálica del tamaño de una sartén wok grande, más o menos. Jeff se puso de puntillas para estudiar la semiesfera. Estaba también deslustrada y cubierta de óxido verde y vetas negras.

Caminó lentamente alrededor de la veleta. Al otro lado reparó en una marca hecha en el metal.

—La semiesfera tiene unas letras —dijo, y con un pañuelo de papel que sacó del bolsillo trató de limpiar parte de las manchas, pero estaban profundamente incrustadas. Con mucho cuidado, se subió en equilibrio encima de uno de los soportes de la base de la veleta para poder verlo mejor.

—¿Ves algo? —preguntó Edie.

—Distingo una uve grande, un hueco, otra uve más pequeña y luego… No. Espera un momento. —Intentó rascar la superficie con una uña—. Una «i».

—Vivaldi —canturreó Edie mientras Jeff bajaba.

—Tiene sentido. Al fin y al cabo, la mansión perteneció al buen hombre. Pero ¿por qué?

Edie se encogió de hombros.

—Y sólo hay una semiesfera. Si ésta es la de arriba, ¿dónde está la de abajo?

La luna apareció en el cielo, al norte, como una rodaja parcialmente tapada por unas nubes deshilachadas.

—A no ser que… —dijo Jeff de repente, y se irguió—. Tiene que ser eso.

—¿Qué? —preguntó Edie, pero Jeff estaba ya camino de la puerta—. ¿Adónde…?

—Sígueme.

Sostuvo la puerta abierta para que Edie pasara.

—Estas escaleras bajan directamente al sótano —dijo Jeff—. Creo que deberíamos echarle un vistazo.

A medida que iban acercándose a la planta baja, los sonidos de la cocina fueron en aumento. Alguien decía a voces los platos que habían pedido los invitados de la recepción. A hurtadillas, bajaron el último tramo de las escaleras y llegaron a una serie de oscuros almacenes. A un lado, una puerta de dos hojas se abría a un ancho pasillo que acababa en un espigón de madera utilizado para la descarga de suministros del hotel.

Jeff empujó rápidamente a Edie a un hueco cuando uno de los empleados de la cocina apareció en la puerta de uno de los almacenes más grandes con un queso entero en las manos.

—Por aquí abajo tiene que haber otra semiesfera en alguna parte —dijo Jeff cuando el hombre hubo desaparecido.

—Si la hay, tiene que estar directamente debajo de la veleta. ¿Dónde sería?

Jeff miró detenidamente por el pasillo en dirección a las puertas que daban al malecón, y de nuevo hacia el lado contrario.

—Por ahí, a la derecha.

La última puerta, justo al otro lado del pasillo, estaba cerrada sin llave. La abrieron sigilosamente y Edie encontró un vetusto interruptor de luz de gruesa baquelita. Era una sala grande, húmeda y maloliente. En la pared del fondo un ventanuco estrecho y mugriento a media altura daba a un muro húmedo y cubierto de musgo. La luz se filtraba desde el
campo
por encima de sus cabezas. A la izquierda unas hileras de estantes metálicos contenían una colección de cajas y cajones; a la derecha había rimeros de cajas de menor tamaño, cada una con la imagen de un rollo de papel y con el nombre de la marca Dolce Vita en letras rojas, blancas y verdes.

Edie se sentó sobre un montón de cajones, apoyó las manos en las rodillas y echó un vistazo a la habitación. Jeff emitió un suspiro.

—Tiene que estar en alguna parte.

Cogió un par de cajas alineadas cerca del ventanuco trasero y, amontonándolas en el centro del sucio suelo de cemento, se subió encima para alcanzar una gran tapa de plástico rectangular que había en el techo. Sujetándola con las manos por dos de sus lados, se la pasó a Edie, quien la depositó en uno de los estantes metálicos. En el techo, a un lado del aplique de la luz, asomando entre el yeso, se veía la parte inferior de una semiesfera de metal.

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