El secreto de los Medici (17 page)

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Authors: Michael White

BOOK: El secreto de los Medici
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—¿Me dejas la foto, Jeff? —preguntó Roberto.

Jeff la sacó de su bolsillo y la depositó encima de la mesa boca abajo. Roberto colocó el bolígrafo a escasos centímetros de la superficie de la foto, encendió la luz y allí, manuscritas en una letra diminuta en el centro de la fotografía, pudieron leer dos frases:

msporani.com.it

Nosotrostres

Por el camino de vuelta al
palazzo
de Roberto, pasaron a recoger a Rose. No querían arriesgarse: alguien había intentado matarlos. Era evidente que Mario Sporani había sido asesinado, quizá por la misma persona. Rose estuvo encantada de quedarse viendo la tele en el salón mientras los tres adultos se reunían en la biblioteca.

Edie y Jeff se pusieron uno a cada lado de Roberto, que se sentó delante de su Mac y tecleó el nombre de la página web que apareció escrito en el dorso de la fotografía. Un instante después le pidieron introducir una contraseña. Tecleó «Nosotrostres» y aparecieron dos carpetas, etiquetadas simplemente como «1» y «2». Al hacer clic sobre la «1» se abrió un archivo titulado «notas» y, al abrir este archivo, apareció una página de texto en italiano. Roberto fue traduciendo conforme leía:

NOTAS:

COSIMO DE’ MEDICI: He descubierto poca cosa a partir del diario. Sé que Cosimo viajó hacia el este en 1410. Destino: Grecia, o tal vez Macedonia. Sé que allí encontró algo de muchísima importancia. Qué era exactamente, sigue siendo un misterio.

CONTESSINA DE’ MEDICI: La mujer de Cosimo. Visitó San Michele poco después de la muerte de su marido, creo que para hablar con los discípulos del padre Mauro y encargarles que dibujaran un mapa.

GIORDANO BRUNO: El gran místico y ocultista pasó una temporada en Venecia y en Padua en el año 1592. Había estado viajando por toda Europa y debió de llegar a sus oídos algo importante sobre Cosimo de’ Medici y su círculo. Creo que formó un grupo en Venecia para ocultar esta información, el «Secreto Medici». El grupo de Bruno tenía conexión, de alguna manera, con los primeros rosacruces, un grupo dedicado a las ciencias ocultas de sobra conocido en la Europa de aquel entonces. Estoy casi totalmente seguro de que Bruno alteró la pista dejada por Contessina e introdujo una segunda. Se halla en los archivos de la ciudad y ofrece una lectura esclarecedora.

LA CAPILLA MEDICI: El nexo de unión. Creo que hay algo allí, pero no sé qué es. Los secretos de Venecia conducen a los secretos de Florencia, los cuales a su vez conducen a los secretos de ¿qué lugar? ¿Macedonia? Se trata de algo sumamente importante, lo suficiente como para matar por ello.

—Tenías razón, Jeff, nos llevaba una buena ventaja —dijo Edie—. Sabía algo sobre el secreto que las pistas están protegiendo.

—Lo cual tiene sentido. Encontrar el diario Medici en la cripta hace cuarenta y tantos años representó el acontecimiento alrededor del cual pasó a girar toda la vida de Sporani. Era evidente que, fuera lo que fuese lo que encontró allí, se trataba de algo muy importante; ¿por qué si no iba alguien a enviar a un par de matones para amenazarle con matar a su familia?

—Entonces, ¿tú crees que llevaba todos estos años tratando de desentrañar este misterio?

—¿Por qué no?

—Yo creo que Sporani estaba siguiendo un rastro parecido al que seguimos nosotros —comentó Roberto—. Él no tenía la pista que aparece en la tablilla hallada en Florencia; de hecho, ni siquiera tenía conocimiento de su existencia, pero de alguna manera sabía algo sobre el mapa de Mauro.

—¿Cómo podía saberlo?

Roberto se encogió de hombros.

—Como bien has dicho, Jeff, el descubrimiento de Sporani en la cripta, el diario de Cosimo, constituyó un acontecimiento fundamental en la vida de este hombre. Evidentemente, hizo sus pesquisas y siguió un rastro que le convenció de que la mujer de Cosimo vino a Venecia y fue a ver a los discípulos de Mauro en 1464. De ello debió de inferir que Contessina introdujo una pista en San Michele para mantener oculto lo que él denomina el «Secreto Medici».

Jeff asintió.

—Sí, pero espera un momento. Cosimo murió en 1464, y la pista hace referencia al Puente Rialto, acabado de construir en 1591.

—Por tanto —replicó Edie—, o nos hemos equivocado completamente con la pista o la versión que leímos en la biblioteca de San Michele no es la original.

—No creo que hayamos entendido mal la pista —dijo Roberto—. Es sólo que las cosas no son tan sencillas como parecían en un primer momento. Es perfectamente posible que Contessina viniese a visitar a los discípulos de Mauro y puede que dejase una pista, pero años después Giordano Bruno supo de un misterio que había envuelto a Cosimo de’ Medici. Formó un grupo para proteger lo que quiera que pudiese ser ese secreto. Por alguna razón, asumió la tarea de sustituir la pista dejada por Contessina y, de acuerdo con Sporani, la pista de Bruno lleva hasta otra, creada deliberadamente por él también.

—¿Por qué haría Bruno una cosa semejante? ¿Por qué cambiar la pista? —preguntó Edie.

—Típico de él. Giordano Bruno era un egomaníaco. Se consideraba una especie de profeta y se imaginaba a sí mismo como el fundador de una nueva religión. Estaba planeando organizar una cuando lo apresaron en Venecia. No me sorprende en absoluto que interfiriera, seguramente le encantaba pensar que lo había hecho mejor que un Medici.

—Entonces, ¿qué es exactamente lo que nos está diciendo Sporani? —preguntó Jeff.

—Está ahí, en el apartado dedicado a Bruno. Si Sporani sabía lo de la pista de San Michele, tendría el mismo poema que nosotros. Dice que Giordano Bruno lo alteró e introdujo un segundo verso. Claramente, la pista de San Michele era la de Bruno, por la época de la que estamos hablando. Como sabemos, el Rialto se terminó en 1591, no mucho antes de que Bruno viniese a Venecia. Sabemos que es así porque lo arrestaron aquí en mayo de 1592 y fue procesado por la Inquisición.

—Así pues, cuando fuimos al puente estábamos descortezando el árbol equivocado —intervino Jeff—. La pista se encuentra en los archivos de la ciudad.

—«Se halla escondido ahí junto a las líneas, / Más allá del agua, detrás de la mano del arquitecto» —citó Edie—. Debe de referirse a los dibujos del arquitecto. ¡Qué ingenioso!

—Y la placa de la pared del puente era una pista falsa —dijo Jeff, y miró la hora en su reloj—. ¿Estarán los archivos abiertos aún?

—No los necesitamos —dijo Roberto—. Creo que Mario Sporani era nuestro ángel de la guarda e hizo las labores de investigación.

Regresó a la pantalla inicial y abrió la carpeta titulada «2». Aparecieron dos documentos más; eran unas páginas escaneadas de un pergamino cubierto de letra menuda y prieta. Debajo de ellas pudieron ver una versión mecanografiada en italiano y en inglés. El primer documento empezaba así:

Viernes, 2 de mayo del año de Nuestro Señor de 1592

Palazzo Mocenigo, Campo San Samuele

Soy Giordano Bruno, a quien algunos se refieren como «el nolano». Esto es para mis hermanos de
I Seguicamme,
y ésta es mi historia.

Me hallo ahora en la casa del noble Giovanni Mocenigo, un hombre en extremo odioso. A sabiendas de que era un error, Mocenigo me convenció para regresar a Italia. La Inquisición de Roma me acosa desde hace muchos años. Mocenigo, mi mecenas de estirpe aristocrática, me prometió protección, pero sé que están reuniéndose las fuerzas contrarias a mí para darme muerte, y que mis días de libertad están contados. Temo que no saldré de Venecia con vida. Mocenigo deseaba aprender las Artes Ocultas, de las que yo soy un Maestro (como he demostrado en mis muchas y aclamadas obras). Pero ahora este hombre, que resulta carecer de entendimiento para las Artes Herméticas y es un impostor, me tiene atrapado aquí, en su
palazzo
, y todas las fronteras de esta ciudad están vigiladas. Mis enemigos están esperando que intente escapar.

Así, pues, éste es un mensaje al futuro, un mensaje de esperanza.

Hace veinte años cayó en mis manos un documento en extremo enigmático. Los detalles sobre cómo me hice con él no harán mucho bien a mi reputación, pero he de confesarlo todo. Gané el tesoro en una partida de naipes en la trasera de una taberna de Verona. Mi contrincante había perdido todo su dinero e insistía en que el pergamino que me ofrecía era una auténtica antigüedad, y que lo había escrito de su puño y letra nada más y nada menos que Contessina de’ Medici, la mujer del gran gobernante florentino Cosimo el Viejo. En un primer momento, creí que el pergamino carecía totalmente de valor. Casi se lo tiré a la cara, pero cuando lo leí con un poco más de atención me intrigó al punto de aceptar el obsequio.

Después, llegué a estudiar el documento con mucho detalle. Tratábase de un fragmento de una carta personal que aludía a la existencia de un fabuloso tesoro. Al final del fragmento había un acertijo compuesto en dos frases. Al principio, la pista apenas tenía sentido, pero poco a poco logré desentrañar parte de su significado. Y esta revelación me trajo a Venecia; más específicamente, me trajo al hogar de los monjes de San Michele, la Isla de los Muertos. Allí encontré un mapa que los monjes de la isla veneraban y, nuevamente, después de mucho esfuerzo y de aplicar toda mi erudición, hallé otra pista, un poema que me condujo hasta la fase siguiente.

Pero todos mis esfuerzos fueron en vano. El documento, aunque auténtico, sólo conducía a un callejón sin salida. La pista de la carta, así como las otras que desenterré en San Michele, me conducían a una tumba situada en el centro exacto de la isla. Allí, con ayuda de mi fiel sirviente Albertus, desenterré un cofre de piel de grandes dimensiones. En su interior había sólo una cosa, una placa metálica sobre la que habían grabado las palabras: Todos los hombres son traicioneros.

Al principio di por hecho que se trataba de una suerte de broma elaborada, pero conforme pasaba el tiempo y yo aprendía más (acerca de lo cual no me atrevo a hablar ni siquiera ahora), llegué a entender que aunque yo había fracasado en mis intentos, Contessina de’ Medici había escondido verdaderamente un gran secreto. Sencillamente, yo no había sido lo suficientemente sabio para dar con él. Durante veinte largos años he proseguido mi búsqueda. He aprendido mucho, pero no la verdad central. Tal dolor me produce mi fracaso que a duras penas logro tolerar que otro que no sea yo triunfe en esta búsqueda. Con este fin, esconderé la carta de Contessina de’ Medici. Sólo es posible que descubra la verdad escondida el más determinado de los hombres. Tengo la suficiente humildad para decir que quien logre descubrir la naturaleza del Secreto Medici es un hombre verdaderamente grande. Que sea también honesto y sabio.

El segundo documento era más corto. Decía:

Jueves, 28 de febrero del año de Nuestro Señor de 1593 Venecia

Soy Albertus Jacobi. Mi señor, el gran erudito Giordano Bruno, ha sido trasladado a Roma encadenado y temo que pronto morirá. Mi señor me confió gran cantidad de documentos y papeles, entre los que hay un manuscrito de su obra más reciente. Pero lo más preciado es un documento que él descubrió hará dos décadas, alrededor de la época en que comencé mi asociación con él. Sólo los grandes podrán ver esto, y sólo los grandes desentrañarán sus secretos.

Los gemelos, los padres fundadores.

En la calle donde se deshacen de hombres como yo,

Cinco ventanas por encima de un balcón.

El punto que toca el cielo;

una semiesfera por encima, y una semiesfera por debajo.

Edie, Jeff y Rose se quedaron esa noche en casa de Roberto. Rose se había quedado dormida delante de la televisión. Jeff la despertó suavemente y la acompañó hasta una habitación preparada para ella, en la primera planta. Vincent llevó entonces a Jeff y a Edie a sus habitaciones, por el pasillo, una magnífica galería a la que se accedía por un ancho tramo de escaleras de mármol. Roberto se quedó en la biblioteca a ver qué podía averiguar.

Desde las ventanas de su habitación Edie podía disfrutar de unas vistas fabulosas del Gran Canal. El agua parecía melaza. A su izquierda, el canal dibujaba una curva en dirección al sur. Una góndola alumbrada con farolillos se deslizó silenciosamente entre las sombras. Caía la niebla sobre la escena. Pronto, pensó, Venecia quedaría envuelta en un sudario húmedo, que deformaría la luz y aceleraría el sonido.

A Edie le costaba creer que todavía hubiera gente que viviera rodeada de semejante opulencia. La cama era de las de dosel y cuatro columnas, con sábanas de seda. En la chimenea ardía un fuego de leña y varias alfombras antiguas, colocadas con estudiado descuido, cubrían el suelo de piedra. De las paredes colgaban globos de cristal que arrojaban una suave luz. El techo era alto y estaba cubierto de molduras artesanales y cornisas cóncavas.

Se preparó un baño caliente y se quedó tumbada entre las burbujas durante un buen rato, empapándose de la atmósfera romántica de todo aquello. Cuando se hubo secado, se puso un camisón de seda y un kimono que habían dejado para ella encima de la cama. Sentándose en el suelo delante del fuego, se quedó mirando las llamas y dejó vagar la imaginación. Le habían pasado tantas cosas en los últimos días… y había tenido tan poco tiempo para asimilarlo todo.

Menos de cuatro días antes había estado trabajando en el panteón de la Capilla Medici, realizando el tipo de investigación que tanto le gustaba hacer. Entonces, de golpe, todo había saltado por los aires, fuera de control. Estaba asustada. Habían estado a punto de matarlos. Y, además, estaba lo de aquel pobre hombre, Mario Sporani, y lo de Antonio. Y ¿qué le parecía Roberto? Era brillante y apuesto, rico y encantador. Demasiado bueno para ser verdad, realmente. Pero es que además era amigo de Jeff; Jeff confiaba en él y para ella éste era como un hermano. Poniéndose en pie de un brinco, se apretó el cinturón del kimono y se dirigió a la puerta.

Fuera, en el rellano, estaba todo a oscuras pero se veía un leve resplandor procedente de la biblioteca y podía oír las notas de una sonata de piano. Roberto estaba sentado a una mesa con cobertura de piel, enfrascado en la lectura de un libro enorme de aspecto antiguo. Edie carraspeó ligeramente y Roberto se volvió.

—¿Eres un búho nocturno, como yo? —Su semblante sorprendido se transformó enseguida en una cálida sonrisa.

—Generalmente, no —respondió ella—. ¿Qué lees?

Echó un vistazo por encima de su hombro. Era un volumen encuadernado en piel, con las páginas cubiertas de una elegante letra impresa en una extraña tipografía. El papel estaba reseco y amarillento.

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