Read El secreto de los Medici Online
Authors: Michael White
—Sigue en quirófano —dijo ella, mientras Jeff se desplomaba en la silla contigua.
—¿Qué han dicho los médicos?
—Nada.
—Dino ha muerto.
—¿Dino?
—El hombre que nos salvó la vida. Era un vagabundo, un mendigo. Le conocía desde hacía siglos.
—Lo siento —dijo Edie en voz baja, y cogió la mano de Jeff.
Una camilla apareció de pronto por la puerta. Dos enfermeros con mono verde hacían lo posible por tranquilizar a un hombre que no paraba de agitarse, tratando de arrancarse los tubos de los brazos y de quitarse una mascarilla de oxígeno. Jeff se pasó la mano por el pelo, respiró hondo y clavó la mirada en el suelo, sintiéndose totalmente desdichado.
Se oyó un carraspeo y alzó la vista.
—
Signor
Martin,
signorina
Granger. —Aldo Candotti les miraba fijamente con las manos entrelazadas en la espalda—. Necesito hablar con ustedes.
Los escoltó por el pasillo hasta una sala desnuda, provista de una mesa y unas cuantas sillas incómodas, con las paredes pintadas de blanco roto, un tubo fluorescente en el alto techo y el suelo de cemento. Con un ademán, Candotti indicó a Edie y a Jeff que tomaran asiento.
—Comprenderán que tengo que hacer mi trabajo y que necesito que me respondan a un puñado de preguntas de lo más desconcertantes.
Signor
Martin,
signora
Granger, la última vez que nos vimos, en la habitación del malogrado Mario Sporani, les dije que me preocupaban ustedes dos porque a su alrededor no paraba de morirse la gente. Ahora nos encontramos con otro cadáver entre las manos.
Edie suspiró.
—Subprefecto, ¿no le parece que queríamos ayudarle? Estábamos en una fiesta en el Gritti Badoer. Tomamos unas copas y salimos juntos hacia las once de la noche. Cuando nos íbamos, un hombre armado con una pistola y vestido con traje de carnaval nos persiguió. Roberto resultó herido de bala.
—Sí, sí, he hablado con los agentes que recogieron al
signor
Martin. Un asesino chiflado les estuvo persiguiendo por media Venecia, entonces, les salvó un valiente mendigo que, ¿resulta que era amigo suyo?
—He hecho una declaración pormenorizada —dijo Jeff.
—¿Y no tiene ninguna pista sobre la identidad del pistolero?
Jeff le sostuvo la mirada a Candotti.
—No tengo absolutamente ni idea.
Candotti resopló.
—Subprefecto —dijo Edie—, créame cuando le digo que me siento como si en los últimos días alguien me hubiese metido por la fuerza en una especie de pesadilla. Hasta la semana pasada yo llevaba una plácida vida en Florencia, desempeñando mi trabajo. El problema más grave que tenía consistía en asegurarme de que mi espectrómetro de infrarrojos no dejase de funcionar y de que mis valoraciones fuesen precisas. Desde entonces, han matado a mi tío y mi vida ha corrido peligro en más de una ocasión.
Candotti se volvió hacia Jeff.
—¿Y usted,
signor
Martin? ¿También llevaba usted una vida que podamos considerar un modelo de normalidad?
Jeff se encogió de hombros.
—Nadie me disparaba con una pistola, si se refiere a eso.
Candotti se puso en pie de repente con la cara crispada de ira y frustración.
—¡Santo Dios! —exclamó—. Me entran ganas de meterles a los dos en un calabozo hasta que encuentren algo más interesante que contarme.
—Lo siento —dijo Jeff—. Quisiera poder ayudarle.
Candotti respiró hondo y se levantó.
—Muy bien. No puedo sonsacárselo por la fuerza, aunque hay momentos en que desearía que así fuera, pero siento que debo recordarles a los dos que son ustedes huéspedes de nuestro país. Su posición es, digamos, delicada. Están callándose información pertinente a esta investigación, y yo quiero esa información. Puede que esta noche no les haya ofrecido una zanahoria, pero créanme que la próxima vez acudiré a ustedes con una vara muy, muy larga.
Cuando Candotti salió dando un portazo, Jeff y Edie regresaron al caos de la sección de accidentes y urgencias sin intercambiar apenas una palabra, cada cual perdido en sus reflexiones. Transcurrió lentamente una hora hasta que un joven doctor con una bata inmaculada se les acercó a grandes pasos con un sujetapapeles en la mano.
—Ustedes son los amigos del
signor
Armatovani, ¿verdad? —Se sentó enfrente de ellos—. Ha tenido mucha suerte. Una bala le ha destrozado el húmero izquierdo y se le ha quedado alojada en el hombro. Nos ha llevado su tiempo extraerla y ha causado daños bastante graves en los nervios. La segunda bala le atravesó de parte a parte. Por pura chiripa, no le tocó la columna vertebral ni ningún órgano vital. Produjo algunos daños en los tejidos internos, pero se los hemos remendado. Esperamos que se recupere por completo.
—¿Podemos verle? —preguntó Edie.
—Sigue inconsciente y le mantendremos en ese estado al menos ocho horas más para facilitar el proceso de curación. Si yo fuera ustedes, me iría a casa a descansar un poco. El horario de visitas empieza a mediodía. Estoy seguro de que su amigo estará encantado de verles mañana por la tarde.
Fuera, el
campo
estaba escalofriantemente silencioso. Una vez más, la niebla había llegado de la laguna, envolviéndolo todo en un velo semejante a una tupida telaraña. Jeff miró su reloj: eran las 2.15.
—Vamos, mi casa no queda lejos.
En este barrio había pocas farolas. Edie se estremeció y Jeff le rodeó los hombros con un brazo, estrechándola contra su cuerpo.
Dejaron la vía pública principal para seguir por una calleja estrecha que terminaba en un cruce. Jeff no dejaba de echar vistazos hacia atrás y en derredor. Delante de ellos distinguieron el tenue resplandor de un estrecho canal y una pasarela; a cada lado del puentecillo había cuerdas con ropa tendida. Un sonido de arañazos a su izquierda les hizo dar un respingo a los dos. Un chucho esquelético emergió de entre las sombras cubiertas de niebla, les dedicó una mirada de desprecio y echó a correr.
—¡Mierda! —exhaló Jeff con intensidad, y se rió.
A los pocos minutos llegaron al Palacio Ducal. Por allí se paseaban sin rumbo fijo unos cuantos juerguistas nocturnos y un grupito de lugareños achispados discutían escandalosamente debajo de la Torre dell’ Orologio. Jeff y Edie continuaron por la callejuela del lado norte de San Marcos y llegaron a un angosto pasadizo que daba a la entrada del apartamento.
Cuando Jeff hubo abierto la puerta del apartamento, Edie se tiró en uno de los sofás y bostezó. Jeff se dedicó a coger unas tazas para café y a activar la máquina del
espresso
.
—¿Sabes qué? He estado pensando… —dijo Edie—, ¿cómo es posible que Bruno, que murió en 1600, nos haya dirigido a una pista sobre Vivaldi, que nació más de un siglo después?
—Precisamente, Watson —dijo Jeff. Por alguna razón, concentrarse en el misterioso rastro de pistas resultaba una distracción agradable después de los horrores de la velada—. Sólo cabe la posibilidad de que Vivaldi, o alguien relacionado con él, supiera de la pista dejada por Bruno y la cambiase, del mismo modo que Bruno cambió la pista dejada por Contessina de’ Medici en San Michele.
—Pero ¿por qué?
—A lo mejor era miembro de
I Seguicamme.
—Supongo que es posible —replicó Jeff—. Roberto dijo que el grupo se deshizo… ¿cuándo fue exactamente? ¿A finales del siglo XVIII?
—¿Y cuándo murió Vivaldi?
—No estoy del todo seguro, ¿en la década de 1740, o de 1750?
—Y pasó la mayor parte de su vida aquí en Venecia, ¿no es así? —inquirió Edie.
—Así pues, ¿estás sugiriendo que hubo una especie de linaje, que
I Seguicamme
fue un grupo que protegió el Secreto Medici al que se refería Mario Sporani? ¿Que cada generación de integrantes sintió que tenía que mejorar las pistas o hacerlas aún más difíciles de descifrar?
—Tal vez. Pero tanto si Vivaldi tuvo que ver con
I Seguicamme
como si no, alguien relacionado con él debió de resolver la pista de Bruno.
Jeff se acercó con los cafés y dejó una taza en una mesita baja junto al sofá. Edie estaba tumbada a lo largo, con la cabeza apoyada en un almohadón, mirando el techo.
—Gracias —murmuró.
Con una taza en la mano, Jeff se dirigió a las enormes ventanas y se quedó mirando la
piazza
casi desierta. Las fachadas decoradas de las teterías y de las caras bombonerías estaban apagadas. El
campanile
parecía una especie de cohete imposible convertido en piedra. Repasando los acontecimientos de la noche, Jeff sintió de pronto un espasmo de angustia en la boca del estómago. Habían estado todos tan cerca, tan, tan cerca… y Dino, pobre Dino.
Miró a Edie. Se había quedado dormida en el sofá sin probar el café. Sonrió para sí. No había vuelto a verla de ese modo desde los tiempos de la universidad, cuando ella se quedaba frita habitualmente en el sofá de algún amigo, incluso mientras la fiesta seguía a su alrededor. Fue a por una colcha del dormitorio, se la puso encima y la besó dulcemente en la frente.
¿Qué estaba pasando? Qué difícil se hacía entender nada de todo aquello. Primero pareció que Contessina era el centro de interés, luego Bruno y ahora Vivaldi. Era como un catálogo de figuras excelsas, un desfile de distinguidos personajes históricos. Y no parecía haber entre ellos ninguna conexión, salvo esta nebulosa referencia a una sociedad secreta,
I Seguicamme,
«Los Seguidores». ¿Sería ése el tenue vínculo que relacionaba a una dama principal archimillonaria con un hereje medio loco y con el compositor de
Las cuatro estaciones
?
Vivaldi; tenía que centrarse en Vivaldi. Contessina de’ Medici les había conducido hasta Giordano Bruno y Bruno les había conducido a Vivaldi. Vivaldi era la nueva clave, y la pista que él, o que alguien relacionado con él había dejado, les conduciría hasta la siguiente pieza del rompecabezas. Pero él no sabía nada de Vivaldi.
Dio un sorbo a su café y en ese momento se le vino a la mente una idea mucho mejor.
—Por supuesto —dijo en voz alta—. Por supuesto.
Venecia, mayo de 1410
Estaba flotando. Todo era perfecto; no sentía dolor. Todo temor había desaparecido. Pero, más que nada, experimentaba una abrumadora sensación de alivio. La presión se había desvanecido y, con ella, todas las expectativas depositadas en él. Nadie podía tocarle aquí, en este paraíso. Nadie podía insistir en que luchase. Pero tampoco había nada por lo que luchar, porque nada tenía importancia. Podía vivir así eternamente, flotando sin más. Era como ser un bebé recién nacido otra vez.
Entonces apareció un rostro. ¿Era su madre? Estaba de pie, mirándole desde arriba. Le llamaba por su nombre. Notó su suave mano en la mejilla, acariciándole la cara, apartándole delicadamente el pelo de los ojos. «Cosimo», oyó que decía. Pero entonces su voz se tornó casi inaudible y de nuevo estaba flotando, flotando en el cálido mar de dicha que tan rápidamente había llegado a apreciar.
Tommasini y Niccoli se encontraban sentados dentro de una pequeña embarcación en el punto de encuentro, San Silvestro, en el Gran Canal, en el límite del barrio de San Polo. La noche era serena. A lo lejos divisaban las luces de las enormes casas de orillas del canal.
Niccolò Niccoli fue el primero en ver a la mujer. Envuelta en una larga toquilla gris que le cubría la cabeza, llevaba un farolillo que apenas daba luz.
—Sois Niccolò Niccoli —dijo con total naturalidad.
Él asintió en silencio.
—Tengo un mensaje urgente.
—¿De quién?
—No puedo revelarlo. El mensaje es éste: Vuestro amigo Cosimo tiene lo que buscáis, pero está herido. Está en buenas manos. Un barco os aguarda. —Y miró al otro hombre de la embarcación.
—¿Cosimo está herido? —preguntó Niccoli.
—No de gravedad.
Niccoli sintió que el alivio le recorría todo el cuerpo.
—¿Quién eres?
—Soy Caterina Galbaoi. Debéis dejar que os lleve ante la persona que me envió. No hay tiempo que perder.
Ambrogio se unió a ellos en el camino.
—Niccolò, esto podría ser una trampa —dijo, sin quitarle el ojo de encima a la mujer.
—No es ninguna trampa —replicó ella, serenamente—. Esta noche se ha derramado sangre. Al amanecer vuestro amigo Cosimo será buscado por asesinato. Todos seréis arrestados y juzgados como cómplices. El dux es un hombre acosado, y es astuto. No tendréis esperanzas de sobrevivir, y todo lo que el maestro Valiani ha hecho por vosotros habrá sido inútil.
—¿Valiani?
—El maestro Valiani es mi tío.
En un abrir y cerrar de ojos, Niccoli desenvainó la espada y puso la punta de la hoja en la garganta de la mujer.
—Demuéstralo —dijo entre dientes.
La mujer respiró hondo y sacó la mano de debajo de la toquilla. Llevaba una sortija de plata rematada con un granate rectangular de gran tamaño.
Envainando la espada, Niccoli le hizo una profunda reverencia.
—Por favor, aceptad mis más humildes disculpas,
signora.
La barca se acercó a la isla de Giudecca, al otro lado del ancho canal, al sur de las islas principales de la República. Los dos hombres remaban mientras Caterina los guiaba por una vía fluvial que bajaba hacia el sur desde el Gran Canal y desembocaba en las aguas abiertas de la laguna. El agua estaba quieta como una balsa de aceite y negra como la pez, pero aquí fuera, lejos del recinto de la ciudad enferma, el aire parecía más fresco.
Al otro lado de la muralla que rodeaba la isla se erigían algunos de los palacios más suntuosos de Venecia, cada cual enclavado en una finca exuberante, hogar de muchas de las familias más aristocráticas de Italia. La mayoría de los venecianos rara vez veían a los miembros de esas familias. Con las primeras noticias sobre la peste habían desaparecido por completo, creyendo que aquí estarían a salvo.
Estaba muy oscuro pero, al pasar por delante de un promontorio, unas luces destellaron justo delante de ellos y poco a poco surgió de la penumbra el mástil de un navío. Cuando estuvieron más cerca, empezaron a distinguir la forma del casco. Se trataba de una carabela de unas cincuenta toneladas. Tenía dos velas triangulares desplegadas, laxas en aquella opresiva quietud.
Detrás de ellos se acercaba un birreme grande que se propulsaba por el agua gracias a un nutrido equipo de remeros. En popa iban dos arqueros sujetando el arco a la altura de los ojos. Vestían la librea de la Armada veneciana con el blasón de san Marcos, el león en oro sobre rojo.