El secreto de los Medici (16 page)

Read El secreto de los Medici Online

Authors: Michael White

BOOK: El secreto de los Medici
3.2Mb size Format: txt, pdf, ePub

Rose se encogió de hombros.

—¿Qué tiene de especial un puñado de viejos huesos?

Jeff sonrió.

—Sí, ya sé lo que quieres decir. A nosotros nos parece una idiotez, pero hace mil años la gente otorgaba una gran importancia a este tipo de cosas.

—No entiendo cómo podían saber que eran los huesos de san Marcos, de todos modos.

—Bueno, en realidad no lo sabían, pero querían creer que lo eran. Además, no había manera de demostrar que no lo fuesen, ¿no?

Ella volvió a encogerse de hombros.

—La mayoría de las reliquias eran falsas. De hecho, los huesos de los santos y de otros hombres santos se vendían como rosquillas. En Bizancio solían celebrarse subastas; algo así como el eBay del primer milenio.

Rose amagó una sonrisa. Jeff suspiró.

—Vamos. Creo que tenemos que hablar.

Siguiendo al gentío, doblaron a la derecha al salir de la basílica y penetraron en el laberinto de calles que quedan al norte de San Marcos, paseando por delante de las boutiques y de las tiendas de recuerdos y baratijas producidas en serie en cristal de Murano. Desde allí regresaron en dirección a la Riva degli Schiavoni, la ribera que da a la laguna, cerca del Palacio Ducal. Llegaron hasta el agua y se sentaron en el alto muro, con el canal chapoteando bajo sus pies, y se quedaron mirando las góndolas que cabeceaban al vaivén de la marea.

—Bueno —dijo Jeff en voz baja—. ¿Me vas a contar de qué va todo esto?

—¿El qué?

—Rose, por favor.

Ella levantó la vista de pronto.

—Esa mujer.

Jeff parecía confundido.

—Tu novia, Edie.

—¿Mi qué? Oh, así que es eso.

—Oh, papá, por favor, no insultes mi inteligencia. Lo sé todo sobre tú y ella. Lo he sabido desde hace mucho tiempo.

Jeff sacudió la cabeza y sonrió.

—¡No me trates con condescendencia! —exclamó Rose muy enfadada.

—Rose, para. Para, en serio. Lo has entendido todo mal. —La asió por un hombro y ella se volvió hacia él con el rostro desencajado de furia.

—No me digas.

—Sí, te lo digo. Edie y yo somos amigos. Es lo que siempre hemos sido.

—Eso no es lo que me han contado.

—¿Quién? Oh, ya veo…

—Me lo ha contado todo.

—Sea lo que sea lo que te ha contado tu madre, simplemente no es verdad.

—Me contó que tú destrozaste el matrimonio, que te liaste con Edie.

Jeff no sabía qué decir. Se limitó a mirar a su hija y de repente ella supo con total certeza que habían estado contándole cuentos chinos.

—Oh, papá —dijo, y extendió los brazos hacia él. Jeff la estrechó y por un instante se transportó a los tiempos en que Rose era pequeña y lloraba sobre su hombro después de una caída con la bici o de que el perro del vecino la asustase. Se apartó y miró su rostro, sus enormes ojos húmedos y sus labios carnosos. Se sentía increíblemente furibundo, furioso con la bruja embustera de su esposa, su ex esposa. Esa mujer carecía totalmente de escrúpulos. Le había mentido y engañado durante su matrimonio y ahora… Pero debía reprimir el resquemor, al menos de momento. Rodeó los hombros de Rose con el brazo y se quedaron en silencio unos instantes, observando los
vaporetti
.

—¿Por qué mentiría mamá así? —preguntó Rose.

Era una pregunta imposible de responder. Jeff miró a su hija e hizo un esfuerzo consciente por escoger las palabras con sumo cuidado.

—Supongo… En fin, supongo que mamá no podía enfrentarse a su sentimiento de culpa. Todos somos humanos, Rose. Tu madre y yo estábamos sometidos a mucha presión. Fue doloroso para nosotros y doloroso para ti. Quizá sólo creyó que era lo más fácil que podía hacer. En realidad, no lo sé… —sus palabras fueron apagándose.

—¿Por qué tuvisteis que separaros mamá y tú?

Jeff respiró hondo.

—Tienes que comprender que cuesta mucho aceptar la infidelidad. Ninguna relación vuelve a ser lo que era después de algo así. —La miró fijamente, muy serio—. ¿Va todo bien? En casa, me refiero.

—¿Con mamá? Sí, claro. Pero bueno, no es como en los viejos tiempos.

—No. Lo siento, cariño.

Volvieron a guardar silencio. Entonces Rose dijo:

—¿La echas de menos?

—Echo de menos cosas de los viejos tiempos. Como tú.

—No le tengo mucho cariño a Caspian.

—¿Ah, no?

—Trata de decirme lo que tengo que hacer. Se cree mi padre.

Jeff miró intensamente el agua.

—Bueno, ahora es una especie de padrastro, y estoy seguro de que se preocupa por ti.

—Lo pasábamos bien, ¿verdad, papá? A mí me gustaba muchísimo venir a pasar los puentes y las vacaciones… tú, mamá y yo. Veníais los dos a recogerme al colegio y nos íbamos directamente al aeropuerto. Esos días yo nunca podía concentrarme en los deberes. Cuando llegábamos aquí, cogíamos un taxi marítimo desde el Marco Polo; esa primera visión de San Marcos cuando íbamos cruzando la laguna era siempre emocionante. —No le miraba, siguió con la vista fija en el agua. Finalmente, dijo—: ¿Te acuerdas del escondrijo?

—Por supuesto que sí.

Cuando Rose tenía cinco años, Imogen y él habían remodelado el interior del apartamento de San Marcos. Los obreros habían añadido una habitacioncita «secreta» especialmente para Rose. Escondida en una punta del apartamento, sólo podía llegarse a ella a través de una puerta camuflada en el dormitorio más pequeño. A ella le encantaba.

—Ahí sigue aún —añadió Jeff—. La conservaré siempre.

De repente, Rose rompió a llorar y echó los brazos alrededor del cuello de su padre. Él la dejó llorar y le acarició dulcemente el pelo.

Pasados unos instantes, Rose se apartó, avergonzada, con lágrimas rodándole aún por la cara. Él puso un dedo debajo de su barbilla y le dio un beso en la frente. A continuación, le limpió las lágrimas con el dorso de la mano.

Ella se obligó a sonreír.

—Sé exactamente lo que necesitamos en este momento —dijo Jeff, y tiró de Rose para levantarla del suelo.

—¿Qué?

—Un fabuloso
gelato
de tres pisos cubierto de ralladura de chocolate con todos los extras. Y conozco el sitio perfecto donde conseguirlo.

Acababan de salir de la heladería cuando sonó el móvil de Jeff.

—Hola, Edie —dijo al reconocer el número en la pantalla.

—Jeff. —Por la voz, se la notaba alterada—. Tienes que venir aquí lo antes posible.

—He salido con Rose, Edie, ¿no te acuerdas?

—Lo sé.

—En cualquier caso, ¿dónde estás?

—En la habitación de hotel de Mario Sporani. Por favor, ven ya mismo… solo.

Miró a Rose y ella le dijo «Está bien» moviendo los labios.

—De acuerdo —dijo él con cansancio hacia el micro del teléfono—. Estaré allí en quince minutos.

Jeff dejó a Rose en el apartamento y corrió al hotel de Sporani. El Becher, en Campo San Fantin, era un hotel de categoría mediana, con aspectos mejorables, y claustrofóbico. La puerta de la entrada estaba entornada. En la recepción había seis policías uniformados: uno hablaba con el recepcionista mientras tomaba profusas notas en una libretita de piel; otros dos examinaban documentos apilados en unos estantes, en la pared del fondo, detrás del escritorio; un cuarto aguardaba delante de la puerta del ascensor y los otros dos se paseaban al pie de una estrecha escalera. Jeff se acercó a uno de los agentes de las escaleras.

—¿Qué está pasando?

—¿Usted es…?

—Jeff Martin. Unos amigos me han llamado al móvil para que me reuniera aquí con ellos.

—Me temo que no se permite pasar a nadie más allá de este punto, señor.

Jeff estaba a punto de protestar cuando oyó una voz que bramaba desde el rellano del primer piso.

—Déjenle pasar.

Jeff subió las escaleras de dos en dos. Aldo Candotti le esperaba delante de la puerta de la habitación 6, que se abría a un estrecho pasillo oscuro que comunicaba con la habitación a continuación.

—¿Qué ha pasado? —preguntó a Candotti.

—Tenía la esperanza de que usted y sus amigos pudieran iluminarme al respecto,
signor
Martin —respondió el oficial, y puso la palma de la mano en la espalda de Jeff para guiarle suavemente al interior.

Una luz mortecina se filtraba por la angosta ventana, que daba a un patio trasero dominado por un muro de escayola gris manchado del agua procedente de un canalón roto. La habitación estaba atestada de gente. Cerca de la ventana estaban Edie y Roberto hablando con dos hombres uniformados. Junto a la estrecha cama había una camilla de hospital, y encima de ella había un cuerpo tendido cubierto con una sábana. Jeff pudo ver una mata de pelo blanco y largo asomando por la sábana. Entonces, reparó en un trozo de cuerda deshilachada que colgaba de un enorme gancho, en lo alto de la pared, por encima de la puerta del cuarto de baño. En el suelo, cerca de la cama, había una silla patas arriba.

Jeff notó que se le revolvían las tripas. Retrocedió para evitar que un enfermero le aplastara los dedos de los pies con la camilla. El hombre dobló con cuidado la pronunciada esquina del pasillito que comunicaba con el rellano y rápidamente se perdió de vista.

Edie se acercó hasta donde estaba Jeff, le cogió de la mano y le llevó al otro lado de la habitación. Jeff acertó a verse fugazmente en el espejo de un tocador barato arrimado a la pared. Estaba palidísimo. Por todo el suelo había prendas y papeles tirados, habían volcado la maleta de Sporani y habían vaciado el contenido de los armarios. Había un jabón en el suelo, al pie de la cama, y por la alfombra de recargados dibujos se veían los cristales de una botella de brandy hecha añicos. Todo el lugar apestaba.

—Creen que Sporani llevaba al menos veinticuatro horas muerto —dijo Edie en voz baja—. Roberto y yo vinimos a verle. El recepcionista nos dijo que no habían visto rastro de él desde ayer a primera hora y nos trajo aquí. Al no haber respuesta, utilizó la llave del hotel. Llamamos a la policía inmediatamente.

Roberto miró intensamente a Candotti.

—Subprefecto, ¿tiene usted alguna idea sobre quién ha podido hacer esto?

Candotti hizo una seña a los dos agentes para que los dejaran solos. Cuando hubieron salido, empezó a pasearse por el reducido espacio que quedaba entre la cama y la pared con las manos entrelazadas detrás de la espalda.


Signor
Armatovani, Roberto —comenzó—. Estoy empezando a preocuparme por usted y por sus amigos aquí presentes. Parece que la muerte les está acechando. Los colegas de Florencia me han contado que tal vez la doctora Granger haya sido testigo de un asesinato en la Capilla Medici.

—Yo no soy ningún testigo… —empezó a decir Edie, pero Candotti levantó la mano.

—Por favor, yo no estoy acusando a nadie. Simplemente comento que allá donde va usted, se produce alguna muerte.

—La víctima del asesinato de Florencia era mi tío.

—Soy plenamente consciente de ello.

—Entonces, ¿adónde quiere llegar exactamente? —dijo Roberto en un tono de voz inusitadamente duro.

—No dispongo de personal para interrogarles a usted y a sus amigos —dijo Candotti—, y no tengo pruebas que impliquen a ninguno de ustedes en ninguna de las repentinas muertes que ocupan actualmente la totalidad de mis días. Roberto, le conozco desde hace muchos años y conocí a su padre muy bien, pero por favor no abuse de nuestra relación. Si existe algún vínculo entre la muerte del profesor Mackenzie, la de su conductor Antonio Chatonni y la de Mario Sporani, la encontraré. Y creo que sería mejor para todos que usted, o sus amigos —lanzó una rápida mirada a Edie y Jeff—, decidieran hacerme antes una visita. Saben dónde encontrarme. —Dio media vuelta y salió de la habitación.

Unos segundos después, regresaron los dos agentes uniformados y los acompañaron fuera de la habitación hasta las escaleras.

Roberto se sentó entre Jeff y Edie a una mesa de madera en el fondo del bar Fenice, un local de vinos pequeño, tranquilo y vacío cerca del Becher. Deslizó por la mesa una copa de tinto en dirección a Edie y uno de los dos Pinot Grigio en dirección a Jeff.

—Sinceramente, no me parece aconsejable contarle nada a Candotti —empezó.

—No, por Dios —dijo Edie en voz queda—. Puede ser un viejo amigo de tu familia, Roberto, pero a mí me da escalofríos.

—Sospecho que Sporani sabía muchísimo más sobre todo este asunto de lo que me dejó entrever. —Jeff dio un sorbo a su vino.

—Y el estado en que estaba la habitación… —dijo Roberto—. ¿Por qué iba a poner la habitación patas arriba antes de colgarse? El equipo de medicina forense de Candotti seguramente encontrará algunas pistas útiles, pero no nos van a contar nada a nosotros, eso por descontado. No obstante, disfrutamos de una pequeña ventaja respecto de la policía. —Roberto extrajo una cosa de su bolsillo y la dejó sobre la mesa—. Antes de que llegasen los chicos de Candotti liberé esto.

Era una instantánea Polaroid. Tomada en la habitación del hotel, se veía a Sporani sosteniendo en la mano izquierda un rectángulo de cartulina blanca de aproximadamente el tamaño de una fotografía. A su derecha se veía un extraño objeto similar a un bolígrafo con el que Sporani señalaba hacia la cartulina.

Edie juntó las palmas de las manos.

—¿Cómo has…?

—Cuando saliste con el recepcionista y llamaste a Jeff, estuve un par de minutos a solas. Me puse los guantes y eché un vistazo por la habitación. Esto estaba en un bolsillo de la chaqueta de Sporani. Quienquiera que le matase, no reparó en ello.

—¿Qué es eso que tiene en la mano derecha? —preguntó Jeff cogiendo la foto.

—¿Ves lo que pone al lado?

—¿Penna Ultra Violetto? Es un juguete de niños. Recuerdo que Rose tuvo algo parecido hace años. Pero ¿qué…?

—Nos está diciendo que usemos luz ultravioleta. Esos bolis de juguete sirven para que se vea la tinta invisible, ¿no? —dijo Edie.

Roberto apuró su copa y se levantó.

—Vuelvo en cinco minutos.

En realidad tardó veinte minutos en volver. Entró en el bar dando grandes pasos y estampó un objeto de color morado y rosa chillón encima de la mesa.

—¡He tenido que recorrer cuatro jugueterías hasta encontrar la dichosa cosa esta!

Parecía un bolígrafo gordo para niños de diez años, pero cuando Edie lo cogió y giró la base del boli, una mancha de luz morada apareció sobre la superficie de la mesa.

—Qué chulo —dijo.

Other books

Wishful Thinking by Lynette Sofras
The Condition of Muzak by Michael Moorcock
Ruin Falls by Jenny Milchman
The Ground Rules by Roya Carmen
Blessed Are Those Who Weep by Kristi Belcamino
Casca 18: The Cursed by Barry Sadler
Outcast by Gary D. Svee
Blame it on Texas by Amie Louellen