El secreto de los Medici (14 page)

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Authors: Michael White

BOOK: El secreto de los Medici
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—La mano del arquitecto —dijo Edie.

—Fascinante. Nunca antes había reparado en ella y he debido de pasar miles de veces por debajo de este puente.

—Pero no entiendo de qué nos sirve —dijo Jeff—. Está empotrada en piedra maciza. Difícilmente vamos a ponernos a rascar el Rialto para sacarla, ¿no?

—No —suspiró Roberto.

—¿Y ahora qué? —preguntó Edie, sofocando un bostezo.

—Esta noche no podemos hacer nada más. Sugiero que nos vayamos todos a descansar un poco. Creo que vamos a necesitar echar mano del pensamiento lateral para resolver este acertijo. —Roberto se volvió a Jeff—. Os llevaré a tu casa.

Capítulo 11

The Times, junio de 2003

Poco queda hoy de la sala 16 del sótano de Sotheby’s, a treinta metros por debajo de sus oficinas londinenses. Se cree que el incendio que ayer devoró varias colecciones de documentos de valor prácticamente incalculable —algunos datados en los siglos XIV y XVI— se inició por un fallo eléctrico del sistema informatizado de seguridad. Un portavoz de Sotheby’s ha declarado: «La pérdida es trágica. Muchos de los documentos almacenados allí eran insustituibles. La sala 16 constituía una cámara en la que reteníamos documentos escogidos para subastas futuras, y desde ahí se microfilmaban los documentos y se guardaban en una base de datos».

Se cree que las aseguradoras deberán hacer frente a una reclamación por parte de Sotheby’s calculada en varios millones de libras. Al parecer, la mayor pérdida es una colección única de manuscritos renacentistas escritos por un destacado miembro de una corriente humanista relacionada con los Medici de Florencia. Las informaciones indican que en el momento del incendio expertos de Sotheby’s habían estado autenticando la autoría de estos papeles. Expertos independientes han calculado el valor sólo de dicha colección en una cantidad que supera los cinco millones de libras.

Capítulo 12

Londres, junio de 2003

Quedaba poco para las siete de la tarde y Sean Clifton estaba pensando en la reunión que había mantenido un rato antes con el agente inmobiliario, durante la cual había cerrado las negociaciones sobre la casa de ocho dormitorios que había elegido cerca de Sevenoaks. Al salir de la estación de metro de Highgate, reflexionó con deleite acerca del hecho de que ya no tendría que hacer ese trayecto muchas más veces. Pronto estaría diciendo adiós a su destartalado pisito alquilado, a la vuelta de la esquina de High Street.

La hora punta había pasado, volvía la calma y la mayoría de los establecimientos echaban el cierre. Las farolas se habían encendido y había empezado a llover, los limpiaparabrisas se movían al ritmo de la urbe; pero Sean Clifton apenas era consciente de nada de lo que pasaba a su alrededor. En su imaginación era ya el señor de la mansión, dando sorbos a su gin-tonic en su elegante salón con vistas a los jardines de césped perfectamente cuidado.

Dobló la esquina de High Street y entró en una calle más tranquila mientras la lluvia arreciaba. Apretó el paso y cruzó con la cabeza gacha y el cuello del abrigo subido. Al final de la calle dobló a la derecha. Estaba desierta, salvo por una pareja de jóvenes que iba andando por la otra acera en el mismo sentido que él. Sin detenerse a mirar, bajó de la acera y caminó por la calzada.

Un Lexus plateado arrancó desde el bordillo.

Clifton alcanzó la línea intermedia de la calle y se volvió justo a tiempo de ver fugazmente a los dos hombres del automóvil, las manos enormes del conductor y un sello de caballero en el dedo corazón de su mano derecha.

El coche se abalanzó sobre él y lo lanzó volando por los aires. Clifton aterrizó en el capó y resbaló para caer entre las ruedas. El coche arrancó, aplastándolo. De su boca escapó un leve silbido y murió sobre el asfalto frío y mojado.

Capítulo 13

Londres, en la actualidad

Luc Fournier estaba sentado en un apartamento que en su día había pertenecido a los Rockefeller, quienes casi cien años atrás habían financiado la construcción de este edificio de Bellas Artes que daba a Green Park. Ahora el inmueble al completo formaba parte de su cartera de propiedades, valorada en varios billones de libras.

Poco se sabía del pasado de Fournier; vivía en la sombra, pero disfrutaba de lo mejor que el mundo podía ofrecer. Trasladándose de casa en casa, repartidas por los cinco continentes, y viajando en jet privado, muy rara vez se dejaba ver en público e incluso entonces pocas eran las personas que sabían quién era.

Mientras daba vueltas lentamente a su infusión de menta, se reclinó en una silla George Newton y miró a través de una pared acristalada en dirección a su izquierda inmediata. Ofrecía unas vistas espectaculares: ante sí se extendía Green Park como el tapete de una mesa de billar, y a lo lejos se divisaban el Palacio de Buckingham, The Mall y St James. En la pared que quedaba a su espalda colgaba su De Kooning favorito, una mezcolanza de amarillos, naranjas y turquesas que gustaba a Fournier porque, para él, representaba el mundo al otro lado de la burbuja hermética que había creado para sí.

Pronto cumpliría setenta años. No sentía la edad, y sabía que parecía veinte años más joven gracias a un riguroso régimen de ejercicio físico y alimentación que seguía a conciencia desde que cumplió los treinta años. Había nacido en el seno de una familia adinerada, todo hay que decirlo, pero había sido testigo de cómo esa herencia se multiplicaba por cien y, al mismo tiempo, había hecho grandes contribuciones al mundo. Luc Fournier se percibía a sí mismo como un guerrero, o, mejor aún, como un líder de guerreros: un hombre que hacía que las cosas pasaran.

Dio un sorbo a su té y reflexionó sobre sus muchos logros y sus ocasionales fracasos. Llevaba cuarenta y cinco años dedicado a esta industria. Valiéndose de su inteligencia y de su talento innato, y de lo que se había convertido en un ingente entramado clandestino de contactos, suministraba armas y otro material bélico a toda organización antioccidental que pudiera permitirse sus precios. Un porcentaje de sus ganancias se reservaba para costear su fastuoso tren de vida, pero una parte de cada trato que cerraba se empleaba para financiar su afición rayana en la obsesión: una vasta y cada vez más nutrida colección de artículos antiguos, mayoritariamente datados a comienzos del Renacimiento. Lo hermoso de esta vida era que todos sus aspectos le reportaban alguna recompensa: con el dinero que ganaba podía comprar las cosas que deseaba, y al mismo tiempo podía atacar aquello que más aborrecía: la sociedad occidental actual.

El odio de Luc Fournier hacia el siglo XXI creado por Occidente no había menguado con la edad. Por mucho esfuerzo que invirtiese en aislarse del mundo, cada nuevo McDonald’s que aparecía le provocaba un dolor real, físico. Cada vez que acertaba a captar un fragmento de alguna horrorosa canción pop, se le revolvían las tripas. El edificio que había creado Occidente era, creía él, un cáncer mortal que estaba extendiendo la enfermedad por lo que en su día había sido un cuerpo puro y noble, protagonizando una metástasis de formas nuevas y aún más repulsivas. Uno de sus recuerdos más vívidos y preciados había sido el día en que dos aviones de pasajeros se habían estrellado contra las torres gemelas. Por supuesto, él había estado al corriente de la misión con antelación. Pero la emoción de presenciar la destrucción de aquellos dos monumentos icónicos, símbolo de todo lo que él aborrecía, fue un sentimiento sin parangón hasta la fecha y seguramente por siempre jamás.

Su carrera profesional se había iniciado a comienzos de la década de 1960. Su primer cometido había consistido, en parte, en suministrar munición al Vietcong. En aquel entonces también había flirteado con la venta de información estratégica, pero aquéllos eran tiempos más sencillos. Con las recompensas que había obtenido de los inicios de aquella guerra, había financiado la sustracción del diario de Cosimo de’ Medici de la capilla de Florencia. Pero, a pesar de todos los esfuerzos que había hecho y de la asistencia de un equipo de expertos, se había quedado sin el premio. El idiota que había encontrado el diario en medio de las aguas de la riada había roto el sello y el valioso contenido se había deshecho hasta quedar reducido a polvo.

Las potencias occidentales nunca andaban cortas de enemigos y, como consecuencia, a Fournier nunca le había faltado el trabajo. Había amasado cientos de millones de libras con los rebeldes de la Contra, con los dictadores sudamericanos, con La Habana, con Moscú y, en los últimos tiempos, con los «nuevos» grupos terroristas de Oriente Medio. Entonces, unos años antes, se había enterado de la existencia del mayor tesoro que pudiera codiciar. Uno de sus numerosos contactos le informó sobre un documento de valor incalculable, escrito nada menos que por Niccolò Niccoli, íntimo amigo de Cosimo de’ Medici. Pero revelaciones más extraordinarias estaban aún por llegar, ya que, al parecer, este documento describía las cosas más inimaginables, pistas sobre grandes misterios, sobre secretos extraordinarios. Pronto ese documento fue suyo.

Depositó la taza en la mesa de cristal, cogió un mando a distancia y presionó dos botones. Al poco, una enorme pantalla de plasma se llenó de imágenes del documento de Niccoli. Todas las páginas estaban ajadas y unas cuantas presentaban desgarros, pero el original se encontraba en condiciones increíblemente buenas. Había hecho fotografiar cada página cuidadosamente y guardarlas en un dispositivo informático del cual sólo él tenía la contraseña. Pasó las páginas digitalizadas mientras releía sus pasajes favoritos.

Entonces, transcurridos unos minutos, Fournier avanzó hasta la sección final, la parte que siempre le producía máxima emoción. Había leído tantas veces esa sección que casi se la sabía de memoria. Y ahora, al leerla por la que tal vez fuese la centésima vez, volvió a sentir una extraña sensación de presciencia, casi de
déjà vu
. Pero, como siempre, le fue imposible entender su significado.

Capítulo 14

Florencia, 9 de mayo de 1410

Era la hora tercera después de la puesta de sol cuando los dos hombres y sus sirvientes se encontraron ante la puerta de San Miniato, al este de Florencia. Cosimo llegó a lomos de un caballo castrado de capa gris, acompañado de tres jinetes, sirvientes encapuchados y bien abrigados ante el frío impropio de la estación. Niccolò Niccoli, sentado sobre una yegua blanca, había evitado su acostumbrada toga roja por el bien de la discreción y llevaba un abrigo verde y un anónimo sombrero negro. Hacía seis días de la reunión celebrada en su casa y durante este tiempo Cosimo y él habían organizado en secreto todo lo necesario para el viaje ahora inminente.

—Nos dirigiremos a Fiesole y pernoctaremos allí —dijo Niccoli—. Está a sólo una legua de distancia, pero quisiera cerciorarme de evitar miradas indiscretas.

Con Niccoli a la cabeza, cruzaron la puerta de la ciudad y prosiguieron por el camino por el que rodearían la muralla. Luego siguieron por una pista ancha que discurría en sentido noreste, un camino flanqueado de espesos bosques que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

El camino estaba desierto pero un viaje es siempre peligroso. Ladrones y bandidos vivían en la prosperidad acechando a los inadvertidos habitantes que se quedaban fuera de los muros de la ciudad. Esos hombres no tenían el menor reparo en cortar pescuezos a cambio de unas cuantas monedas, y a menudo despojaban a los cadáveres de sus ropas para sacar unos cuartos más.

Pero ellos formaban un grupo considerablemente grande y con Niccoli tenían a un hombre que no sólo sabía manejarse en la lucha sino que además parecía poseer un sexto sentido para el peligro. Tenía instinto de rastreador y olfato para percibir el más liviano tufillo a las dificultades.

Tardaron sólo una hora en alcanzar Fiesole, una pequeña y antigua población que siglos antes había pasado a pertenecer a Florencia. El frío ahora era más intenso y estaba muy oscuro; había empezado a llover. La ciudad parecía muerta. Al llegar a la puerta, se encontraron con su primera sorpresa. El guarda se negó a abrir la rejilla y no quería comunicarse más que a gritos desde el otro lado de la puerta de roble.

—¿Qué os trae aquí a estas horas? —preguntó a voz en grito.

—Venimos desde Florencia por asuntos de negocios.

—¿Qué asuntos?

—Eso sólo nos concierne a nosotros —replicó Cosimo.

—Esta noche no podéis entrar en la ciudad. Ha llegado la noticia de que la peste está a menos de una hora de camino a caballo desde aquí. Mis órdenes son cerrar la puerta con candado y no permitir que pase nadie.

—Somos prósperos mercaderes procedentes de la ciudad. No representamos peligro alguno.

—Tengo órdenes —bramó la voz, ruda y decidida.

Cosimo se volvió hacia Niccoli.

—¿Y ahora qué?

—Podríamos continuar hasta Borgo San Lorenzo. Llegaríamos antes del alba. Pero esto es un comienzo poco propicio.

—El guardián no va a ceder.

—Estoy de acuerdo.

—¿Qué me dices del viejo anfiteatro? —dijo Cosimo de repente—. Recuerdo que debajo del auditorio hay unas cámaras. No habrá humedad y estaremos seguros.

Unos minutos de marcha después distinguieron la nítida silueta del anfiteatro recortándose contra el cielo de la noche. Rodeando el lado oriental, entraron por la pista llana cerca de donde antiguamente los actores salían a escena. Parecía completamente desierto, y silencioso cual una tumba. Empapados por la lluvia incesante, desmontaron y ataron los caballos. Cosimo llevó al grupo hasta el auditorio semicircular.

Se trataba de una antigua construcción, antaño sagrada, levantada hacía más de mil años, en la época de máximo esplendor de Roma. Hasta aquí habían viajado cómicos y artistas llegados de todos los rincones del Imperio para actuar en él. Emperadores y miembros de la nobleza iniciaban los estallidos de aplausos del público cuando los dioses bendecían la actuación. Cosimo había visitado esta reliquia siendo un niño y había explorado las cámaras profundas y oscuras que se encontraban debajo de las gradas de piedra del auditorio. Aquí era donde los cómicos se cambiaban de disfraz, donde se albergaba a las compañías de circo con sus leones y sus monos artistas. Aquí también dormían los esclavos que se ocupaban de mantener el anfiteatro y de manejar los inmensos mecanismos empleados para mover elaboradas escenografías. Era un laberinto de cámaras y pasadizos, ahora yermos y sin vida, pero con un poco de imaginación todavía podían oírse las voces de un milenio antes, los gritos de alborozo de miles de espectadores reunidos en las gradas de piedra del auditorio y los gemidos de agotamiento de los esclavos. Una pizca más de imaginación, y podía uno percibir el olor de las bestias y el hedor fétido de la sangre.

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