El secreto de los Assassini (22 page)

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Authors: Mario Escobar Golderos

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BOOK: El secreto de los Assassini
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—No entiendo por qué sucede esto —preguntó Lincoln—. ¿Acaso no han convivido durante cientos de años?

—No se puede negar que hubo una convivencia pacífica de seis siglos, pero con un final nada feliz para uno de los protagonistas, nosotros los armenios —dijo Andrass.

—Pero los armenios quieren independizarse, es normal que el Gobierno de Estambul no esté de acuerdo. En mi país, los Estados Unidos, varios estados quisieron independizarse de la Unión y sufrimos una guerra civil para impedirlo —argumentó Lincoln.

—Pero nuestra lucha es distinta. Los armenios hemos contribuido al progreso cultural, económico y político del Imperio otomano. Es más, los consejeros de los más grandes sultanes otomanos siempre han sido armenios. El Imperio otomano ha ido perdiendo fuerza y paulatinamente se ha inclinado hacia Asia. Las autoridades otomanas han reforzado sus relaciones con Oriente y ahora los cristianos sobramos.

—Es normal —replicó Hércules.

—Sí, pero eso también ha llevado a una paulatina turquización, intentando reunir bajo un solo territorio un amplio cinturón imperial de pueblos de origen turco y de otras etnias. Pero los armenios estábamos ahí para recordarles que nosotros éramos los antiguos pobladores de Asia Menor.

—Vivimos en una época de nacionalismos. Pero no veo por qué no pueden integrarse en el Estado. En mí país hay personas de cientos de pueblos distintos y todos conviven en paz —comentó Lincoln.

—Y la gente de su raza, ¿también ellos viven felices en su país? —contraatacó Andrass.

—El pueblo negro empieza a tener oportunidades. Partíamos de una gran desigualdad, pero poco a poco recuperamos nuestros derechos —contestó Lincoln con el ceño fruncido.

—Los armenios estamos muy alejados de los turcos, mientras ellos siguen con sus costumbres ancestrales, nosotros leemos sobre nuevas ideas progresistas que provienen de Europa. Los turcos solo nos han traído pesados tributos, desigualdad, saqueos constantes, y somos considerados ciudadanos de segunda categoría en nuestra propia tierra —dijo Andrass.

—Entiendo su postura —dijo Alicia.

—Naturalmente. Mi pueblo también fue oprimido por los otomanos durante siglos. Cada pueblo tiene derecho a elegir su destino —dijo Nikos Kazantzakis.

—Por eso surgieron rebeliones en mí país y las revueltas comenzaron a ser sofocadas con masacres. Turquía es un conglomerado de muchos pueblos: kurdos, circasianos, cherkezes, y hasta judíos sefarditas. Desde el sultán Abdul Hamid II, pasando por el Triunvirato Ittihad: Se está produciendo un genocidio lento que dura más de treinta años —dijo Andrass.

—Creo que exagera —dijo Hércules.

—¿Que exagero? Primero con Abdul Hamid II y más tarde con su hermano Murat V lo habían dispuesto todo para expulsar o exterminar a los armenios. La nueva constitución de Midhat Pashá pudo haber terminado con las arbitrariedades de los califas, pero la ascensión al poder de Hamid significó la llegada del autoritarismo extremo, del absolutismo ultrajante en el cual el poder se concentra en una sola persona. La constitución turca otorgaba prerrogativas claras para todas las minorías étnicas del imperio, pero fue derogada y Midhat Pashá fue enviado hacia el exilio —se lamentó Andrass.

—Lo ve, todos los turcos no son malos —dijo Lincoln.

—Eso ya lo sé. Tengo amigos turcos. Pero el Gobierno nos considera a todos espías rusos.

—Bueno, a decir verdad, actúan contra ellos —dijo Lincoln.

—Qué otra alternativa queda. Nos han sacado a la fuerza del ejército. Desde la guerra ruso-turca las tensiones en la convivencia entre las distintas etnias del imperio no han hecho más que crecer. Una de ellas fue la inmigración de circasianos y tártaros a la región de Anatolia. Estos y los kurdos se encontraban amparados por leyes totalitarias como la llamada Haffir o Derecho de Protección, en la cual se otorgaba permiso al pillaje hacia los cristianos —dijo Adrass.

—¿Qué dice? —preguntó, sorprendido, Lincoln.

—Lo que oye, fue uno de los permisos más reaccionarios que otorgaba el absolutismo Hamidiyé, aquel por el cual «cualquier musulmán tenía permiso de probar su sable en el cuello de un cristiano».

—Pero eso es bárbaro —dijo Lincoln.

—Es que el problema de los armenios también es una cuestión religiosa, desde que Rusia atacó las ciudades de Batum, Ardahán y Kars, a los armenios nos han culpado de traición por haber ayudado al avance de las tropas del zar. Como escarmiento, el sultán Hamid alentaba a que kurdos, circasianos y tártaros formasen escuadrillas de la muerte, que él mismo denominaba
«Hamidiyé»,
que se encargaban de saquear los hogares armenios, hasta dar muerte en caso de resistencia.

—No sabía nada sobre las crueldades de los Gobiernos de Estambul hacia los armenios —dijo Alicia.

—Los rusos, en cambio, prometían que si se anexionaban a su imperio las ciudades ocupadas, protegerían a la población armenia. Por eso el 3 de marzo de 1878 se firmó el Tratado de San Stefano, en el cual el Imperio otomano, a través del artículo dieciséis, proponía a los rusos que dejaran los territorios ocupados a cambio de la implantación de mejoras en las provincias habitadas por armenios. ¿Lo comprenden? Los turcos se comprometieron internacionalmente a tratarnos con dignidad, pero no han cumplido su palabra.

—Es cierto, no lo han hecho —dijo Roland, que hasta ese momento había permanecido callado. Sus ojos reflejaban la ira y la furia de todo su pueblo.

—Fue la primera vez que la diplomacia mundial tomaba cartas en el tema armenio, pero unos meses más tarde se firmó en el Congreso de Berlín un texto ambiguo sin especificaciones de las mejoras reales para la población. El sultán Hamid entendió que los armenios aprovecharían la reforma administrativa del territorio del imperio para conseguir la autonomía como lo había hecho Bulgaria años antes —dijo Andrass.

—¿Y no lo hubieran hecho si hubieran podido? —preguntó Hércules.

—Naturalmente que lo hubiésemos intentado. Estábamos en nuestro derecho, pero en ese momento tan solo pedíamos la autonomía.

—Seguramente las cosas se calmarán cuando la guerra acabe —dijo Lincoln.

—El despertar nacional es imparable. Hay varios partidos políticos armenios en el exterior, pero con intensa actividad dentro del Imperio otomano. Está el Partido Armenagán, la Federación Revolucionaria Armenia, el Partido Hunchakian y el Partido Ramgavar. Nosotros pertenecemos a la Federación Revolucionaria Armenia —dijo Andrass.

—¿La zona por la que tenemos que atravesar es peligrosa? —preguntó Alicia.

—Hay rebeliones en varias ciudades y pueblos como Zeitún y Sassoun. Los armenios nos hemos levantado en respuesta a los ataques que los kurdos realizan por mandato del sultán —dijo Andrass.

—Es cierto, mi padre me contaba que el sultán no podía soportar que los armenios tuvieran contactos con el mundo exterior y con el protestantismo a través de los misioneros evangélicos que habitaban toda la Anatolia en busca de nuevos adeptos. Por eso, a mediados de 1895 el Sultán Rojo
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ordenó que masacrasen armenios en toda la región de Anatolia, especialmente aquellos vinculados a los partidos políticos y misiones religiosas cristianas —dijo Roland—. Lo sé porque mi padre, que era pastor evangélico, fue masacrado por ellos y nuestra iglesia arrasada.

—Lo lamento —dijo Lincoln. Él mismo era hijo de un ministro bautista de color y sabía lo dura que era la vida de misionero.

—Pero los armenios no nos quedamos con los brazos cruzados, arremetimos contra los kurdos por primera vez en la batalla de Janasor y en Estambul, un grupo de armenios tomó al Banco Otomano y amenazó con volarlo si no se llevaban a cabo las medidas prometidas. Los hombres no detonaron la bomba, pero sí detonaron la furia de Abdul Hamid, quien ordenó nuevas masacres para las poblaciones próximas a Estambul —dijo Andrass.

»La popularidad de los turcos se hundió en Europa, el propio Abdul Hamid tuvo que enfrentarse a una crisis diplomática. Las embajadas de toda Europa y de los Estados Unidos pidieron explicaciones a causa de las muertes indiscriminadas de armenios y de los misioneros extranjeros. El descontento era grande y la tensión causada por las pérdidas territoriales en los Balcanes era insostenible. Fue así que fue gestándose en Salónica un movimiento secreto, supuestamente progresista y racionalista.

—Los Jóvenes Turcos —dijo Nikos Kazantzakis.

—Sí, los Jóvenes Turcos, que estaban en conexión con los miembros de varias organizaciones secretas y diplomáticas de Europa y los Estados Unidos, y que consiguieron relegar del poder al sultán Hamid. Fue justamente un 24 de abril de 1908, hace apenas seis años, cuando toda la población otomana, inclusive nosotros, los armenios, celebramos el cambio de régimen sin llegar a imaginar que la semilla destructiva que germinó Abdul Hamid II daría su fruto bajo el Gobierno de los Jóvenes Turcos —dijo Andrass, sin poder evitar que su voz se quebrase por la angustia.

—Lo lamentamos —dijo Lincoln.

—No se preocupen. Cuando los británicos venzan, podremos tener al fin nuestra nación. Vengan que les enseño la ruta que deben seguir —dijo el hombre, dirigiéndose a una mesa.

El resto del grupo lo siguió y se puso a su alrededor.

—Les acompañarán cuatro hombres de los nuestros. Les servirán de escoltas y de guías. Observen —dijo, inclinándose sobre el mapa—, atravesarán territorio turco durante todo el camino. La ruta más segura, aunque no sea la más directa, es que tomen el tren Estambul-Ereván. Desde allí tendrán que continuar en coche por la vieja carretera hasta Bakú y en un barco ir hasta Rasht, desde donde partirán hasta Qazvin y desde allí al valle de Alamut. El regreso es mejor que lo hagan por Siria. Es frente de guerra, pero encontrarán ayuda británica.

—¿Cuántos días tardaremos en hacer todo el viaje? —preguntó Hércules, preocupado por Yamile. Su estado era estable, pero no sabía cuánto podía continuar en esa situación.

—Desde aquí a Ereván en tren son tres días si no hay interrupciones, pero tendrán que bajarse antes. La ciudad está en la parte rusa de Armenia. Desde Ereván a Bakú, se tardan dos días en coche y desde allí a Qazvin no lo sé, nunca he estado, pero en dos o tres días estarán al pie de las montañas —dijo Andrass.

—Eso suma en total entre ocho y diez días —dijo Alicia.

—Más lo que tardemos en atravesar el valle de Alamut y en regresar —añadió Hércules.

—Un mes, si todo va bien, en un mes estarán de regreso.

Hércules sintió la boca seca. Se sentía culpable por no haber atrapado a Al-Mundhir y ahora, tenían que atravesar Turquía, Irak e Irán, detrás de un loco fanático.

58

Estambul, 22 de enero de 1915

Armen Movsisian miró a su espalda, pero no había nadie siguiéndolo. En los últimos días se sentía inquieto. Varios amigos del sultán le habían dicho que los militares tramaban algo contra los armenios, pero él se imaginaba que eran los pogromos de siempre, unos cuantos armenios cristianos muertos para aplacar la furia de los musulmanes y todo volvería a la normalidad. No se creía un cínico, pero unos pocos armenios pobres no le preocupaban mucho. Él era primero turco y después armenio. Su familia había servido a tres sultanes y ni en los peores momentos del Sultán Rojo habían tenido nada que temer.

La noche se cernía sobre Estambul y Armen Movsisian aceleró el paso, dejó el barrio armenio y se dirigió a palacio. Le resultaba extraño que el sultán lo hubiese convocado a esas horas, pero quién era él para discutir nada al descendiente directo de Mahoma.

Empezó a caminar por la gran avenida. El toque de queda mantenía las calles vacías en cuanto se ponía el sol, pero él tenía un pase especial. Se ajustó el abrigo y sintió un escalofrío. Una niebla densa comenzaba a humedecer el ambiente y lamía sus viejos huesos armenios.

Escuchó un murmullo y se giró asustado. Tres jóvenes judíos charlaban animosamente. Era extraño ver a judíos a esa hora por la calle, pero algunos estudiaban la Torá hasta tarde en las escuelas rabínicas. El grupo se aproximó hasta él y uno de los jóvenes comenzó a hablarle.

—Perdone. Nos hemos perdido. ¿Sabe dónde está la calle Osmanađa mahallesi?

Armen Movsisian se extrañó de la dirección. Ese barrio estaba al otro lado del Cuerno de Oro
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y en esa zona no eran bienvenidos los judíos.

—Tienen que ir hasta el puente.

—¿Qué puente? —preguntó en perfecto árabe.

—Aquel —dijo el hombre, señalando con el dedo.

—¿No puede acompañarnos? —dijo el joven judío.

—Lo siento, pero tengo que ir de inmediato al palacio de Dolmabahçe.
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El anciano Armen Movsisian murmuró algo entre labios y se alejó de los jóvenes, pero antes de que pudiera reaccionar, estos le volvieron a rodear. Se levantaron sus capas y extrajeron tres puñales.

—¡San Gregorio, protégeme!

Los tres hombres se abalanzaron sobre él. Le acuchillaron una y otra vez, mientras él intentaba parar las cuchilladas con las manos.

—Viejo infiel —dijo uno de ellos—. Los
assassini
te enviamos al infierno de los no creyentes. Dentro de poco, toda tu casta desaparecerá del islam.

El anciano cayó al suelo en medio de un charco de sangre. Se le nublaba la vista mientras sus asesinos seguían acuchillándole en el suelo. Comenzó a rezar una oración entre labios. El viejo Dios de los armenios, el mismo que había despreciado tantas veces, era ahora su único consuelo.

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