Read El secreto de los Assassini Online
Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Aventuras, Histórico, #Aventuras, Histórico, Intriga
—¿Quién sois vos? ¿Un franco?
—No, visir.
Al pronunciar mi título sentí un escalofrío que recorría mi espalda. Sabía quién era. ¿Lo habría enviado alguno de mis enemigos?
—Bien dices, soy visir. Pero harías bien en presentarte. Tu vida y tu muerte está en mis manos —dije para atajar la osadía del cristiano.
—Nunca pronunciaste unas palabras tan ciertas. En tu mano está la muerte o el descanso.
El frío de la cripta comenzó a helarme los huesos y pensé en salir de la iglesia y dejar a ese viejo chiflado, pero algo me ataba allí. Una fuerza misteriosa que no podía explicar.
—No has respondido a mi pregunta.
—Me han llamado de muchas maneras, pero mi verdadero nombre, ya que quieres saberlo, es Claudio—dijo el hombre, con la voz fatigada, como si la sola pronunciación de su nombre le trajera recuerdos dolorosos.
—¿Sois franco?
—Soy romano.
—¿Romano? ¿De los Estados del papa?
—He visto como Egipto era conquistado por muchos pueblos, ahora sois vosotros los árabes, qué más da. Él continúa aquí desde el principio y ahora que se acerca mi final te ha traído hasta aquí —dijo el hombre, mudando la voz.
—¿Quién es él? —pregunté con el corazón en la boca.
—Ha tenido muchos nombres a lo largo de la historia. Llámale Inmortalidad si quieres.
—No entiendo tus palabras.
El anciano se giró y levantó el brazo, se acercó con algo en la mano y me lo entregó. Pesaba y era ligero al mismo tiempo. Su tamaño sobrepasaba mi mano y estaba caliente.
—¿Lo notas? Está ardiendo. Lleva así desde ayer, desde que me comunicó que vendrías a por él.
—¿Quién te comunicó que vendría? ¿Qué es esto?
—El Corazón de Amón te pertenece. Mejor dicho, tú le perteneces a él. Cuando pronuncie las palabras escondidas, serás como yo —dijo el anciano.
—Pero yo no quiero, no puedo...
El anciano levantó los brazos y pronunció unas palabras en un idioma muerto hacía siglos. Cada una de ellas se quedó grabada en mi mente, como si las hubiera puesto con hierro incandescente. Después, ante mis ojos, el anciano comenzó a girar y girar. Creí que se caería, pero siguió girando sobre sí mismo. Ante mis ojos se comenzó a deshacer como si fuera de arena. En unos segundos se había convertido en polvo y hasta sus ropas habían desaparecido. Así fue como me lo relató el visir y así lo he contado.»
El Cairo, año de gracia de 1075
«Cuando mi mirada se cruzó con la del visir Bard al-Yamile, supe que algo le había sucedido. Su rostro había rejuvenecido, sus ojos brillaban como los de un niño y sus pasos eran ahora ligeros y ágiles.
—Estimado visir, Alá sea contigo —dije a Bard al-Yamile.
—Tengo que contaros algo que me tiene trastornado el alma y el cuerpo —dijo el visir con los ojos desencajados.
Se levantó después de sus cojines y se acercó hasta la puerta para cerrarla.
—¿Qué os sucede? —le pregunté extrañado.
—Esta mañana estuve en la iglesia de San Sergio —dijo nerviosamente.
—¿No os habréis hecho cristiano? —bromeé.
—No estoy bromeando. Allí había un «anciano de días» que me recibió como si me estuviera esperando. Me entregó esto —dijo el visir sacando algo envuelto en un pañuelo de seda.
Cuando el visir destapó el objeto, mis ojos se quedaron prendados del gran rubí que tenía entre las manos. Su color era tan brillante, que cegaba mis ojos.
—Sois rico —le dije al visir.
—¿Rico? No sé el valor de esta joya, pero os aseguro que su precio no es monetario. Según el anciano, el rubí tiene el poder de alargar la vida.
—¿Alargar la vida? Creo que el anciano os ha engañado. Únicamente, Alá puede acortar o alargar la vida. ¡Blasfemáis! —contesté levantándome de la alfombra.
—Su nombre era Claudio, de origen romano. Me contó que llevaba aquí desde hacía siglos. Me dio la joya y pronunció un conjuro.
El visir pronunció unas palabras y la joya comenzó a brillar con más fuerza.
Cuando abandoné el lugar, comprendí que aquella joya debía ser nuestra. Aquel visir había descubierto el secreto que podía darnos la supremacía sobre los demás grupos del islam. Me marché con el corazón y la cabeza puesta en el rubí. Unos días más tarde, cuando el visir me mandó llamar para un asunto, aproveché para localizar la joya en sus dependencias privadas. Guardaba la joya, por lo que pude ver, en un gran armario con llave. Después de trabajar nos sentamos a la mesa, yo le hice beber más de la cuenta y, cuando estuvo totalmente embriagado, tomé la llave que llevaba colgada del pecho, abrí el armario y cogí el Corazón de Amón. Al estrecharlo entre las manos sentí su fuerza. Lo guardé en una bolsa de cuero y abandoné el palacio. Esa misma noche viajé hasta Alejandría y me embarqué en el primer barco que salía de Egipto. El navío de francos me llevó hasta Tiro, pero naufragó y tuve que hacer el resto del viaje a pie. De allí partí hacia Isfahan...»
El Cairo, 7 de enero de 1915
Al-Mundhir dejó de leer el libro y levantó la mirada para observar la reacción de sus prisioneros. Sus rostros reflejaban la sorpresa e inquietud de los que se notan confundidos. En cambio, la princesa se mantenía ausente. Con sus hermosos ojos verdes mirando a un punto indefinido de la sala. Ella los había engañado, muy pocas personas se atrevían a traicionar a los
assassini,
pero ella lo había hecho. Al principio no la había reconocido. Las transformaciones que la piedra había operado en la mujer eran realmente espectaculares. Su rostro arrugado y su boca sin dientes habían recuperado su primitiva belleza. El cuerpo reseco y huesudo era ahora insinuante y torneado. Al-Mundhir sintió un escalofrío al pensar que aquella joya podía ser muy peligrosa.
—Una gran lección de historia, pero sigo sin comprender qué tiene eso que ver con nosotros. Ya tienen lo que querían, suéltenos. Le aseguro que no recurriremos a las autoridades —dijo Hércules.
El árabe lo miró con desdén. Si fuera por él, ya habría acabado con sus vidas, pero sabía que podían serles muy útiles todavía. Al fin y al cabo, de alguna forma la joya les había elegido a ellos y hasta que llegara el momento, era mejor que intentara mantenerlos con vida.
—Había escuchado muchas veces la historia de Hasan, pero he de confesar que nunca me habían narrado las verdaderas razones por las que dejó Egipto —dijo Garstang.
—Todavía no he terminado. Hasan llegó a Siria, pero no descansó hasta encontrar un refugio donde guardar la joya y predicar sus creencias. El lugar elegido fue una zona montañosa al norte de Persia. El pico del Elburz era un lugar retirado del que se contaban muchas leyendas. Además era el único lugar de la región en el que sobrevivía una pequeña comunidad de chiíes. Entre las montañas se encontraba el castillo más inexpugnable del mundo, el castillo de Alamut. Hasan pasó varios días examinando la fortaleza. Parecía perfecta, con un solo camino de acceso, agua y cultivos en su interior, pero el castillo estaba habitado. Con paciencia y astucia extendió sus creencias entre la población del valle y varios soldados de la guarnición se convirtieron a la fe de Hasan. Cuando sus seguidores estuvieron dispuestos, tan solo tuvo que presentarse en el castillo, pedir refugio y, cuando se ganó la confianza del visir que gobernaba la plaza, hacerse con el castillo —contó Al-Mundhir.
—Por lo que he leído esa era la práctica habitual de los nizaríes —dijo Garstang.
—Alá nos dio astucia para que defendiéramos su causa. Aunque los nizaríes también sabemos luchar a cara descubierta. Hasan tuvo que defender el castillo de las tropas de Yurun Tash, el señor feudal de la zona. Hasan no solo venció a Yurun, también extendió su credo por toda la región de Persia y Afganistán. Entonces, por primera vez, nuestro maestro nos enseñó el poder del asesinato. En Sava, una pequeña ciudad de la región, el muecín local se negó a aceptar su fe y los denunció ante las autoridades. Nuestros hermanos lo asesinaron al salir de la mezquita. Las autoridades mataron poco después a nuestro primer mártir, su nombre era Tahir —dijo Al-Mundhir.
—Pero, ¿cómo pueden matar a otros en nombre de su religión? —preguntó Hércules sorprendido.
El árabe sonrió y se sentó de nuevo junto a sus invitados. Los occidentales eran capaces de mandar sus ejércitos para defender una mina de carbón o de plata, arrasar poblaciones enteras, desposeer a los más pobres de sus tierras y enviar a sus misioneros para robarles sus tradiciones, pero sentían escrúpulos ante actos totalmente justificados, como la mentira o la traición, para salvar la propia vida.
—¿Es mejor que muera un solo hombre y se salve toda una ciudad? —preguntó Al-Mundhir.
—Depende —contestó Hércules.
—Gracias a nuestra estrategia, la muerte de un solo hombre entregaba una ciudad o un castillo en nuestro poder, sin derramamiento innecesario de sangre. Un asesinato a tiempo podía evitar una guerra o la persecución de nuestros hermanos —dijo el árabe alzando la voz.
—No se puede justificar el asesinato y menos la traición. Hay algo mezquino en matar a un hombre por la espalda —dijo Hércules mirando directamente a los ojos de su captor.
—La verdad tiene que brillar, aunque eso suponga la muerte no de una persona, sino de miles. La vida humana no tiene valor en sí misma. Su vida, por ejemplo. Usted solo es un hereje, que viene a territorio musulmán, para robarnos y humillarnos. Trata a los hermanos árabes como si fueran sus esclavos, viaja para ver ruinas y después regresa a su casa robándonos nuestros tesoros. ¿De verdad cree que su vida tiene algún valor, para un buen musulmán? —dijo el árabe extrayendo un gran cuchillo.
Garstang levantó las manos y se interpuso entre los dos hombres.
—Por favor, tranquilícense. Usted nos necesita y nosotros estamos dispuestos a ayudarle. Nunca entenderemos sus razones, pero ¿qué importancia tiene eso? —dijo Garstang, intentando calmar la tensión.
Al-Mundhir miró a Hércules directamente a los ojos. Percibió su arrogancia y el desafío en las pupilas del español. Sintió como su boca se resecaba por el miedo. Entonces, con tranquilidad guardó el cuchillo.
—Será mejor que termine con la historia. Está oscureciendo y en cuanto el sol se ponga iremos a hacer una visita a la iglesia de San Sergio —dijo el árabe, regresando al gran códice.
La voz de Al-Mundhir volvió a llenar la sala. El murmullo del zoco comenzaba a diluirse y la luz apenas se atrevía a penetrar entre las celosías.
Kahf, año de gracia de 1159
«Mi llegada a Siria no pudo ser en mejor momento. Los francos amenazaban con conquistar toda la tierra para su fe, Hasan lo sabía y me envío para promover el
Quiyama.
Hasan confiaba en mí, más que en cualquier otro hombre sobre la tierra. En Alamut me enseñó todo lo que sé. Él era, es y será por siempre.
Alepo está gobernada por Nur-ed Din, un enemigo de nuestra causa. Por eso he buscado refugió en Kahf, la fortaleza más grande que poseemos en Siria. Mi principal misión era predicar el
Quiyama,
aunque algunos interpretan mis palabras como una herejía. Dicen que animo a los musulmanes a abandonar la
sharia.
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Muchos creen que mis hombres y yo vivimos en pecado, depravación y libertinaje. Algunos dicen que somos capaces de deshonrar a nuestras madres, hermanas e hijas. Las mentiras de nuestros enemigos son tan burdas e infantiles que la gente humilde no les cree.
Los francos están divididos. Los bizantinos, con su emperador Juan Comneno a la cabeza, han atacado Antioquía para reclamar su dominio sobre ella. He enviado a Amalrico I, rey de Jerusalén, una propuesta de paz. Como siempre, debemos utilizar la astucia antes que la fuerza. El rey parece convencido de la conveniencia de aliarse con nosotros. Nos conoce y nos teme. Sabe de lo que somos capaces, pero la Orden de los Caballeros Hospitalarios le aconseja mal y buscan nuestra desgracia. Raimundo III, conde de Trípoli, no nos ha perdonado haber matado a su padre. Pero nuestro peor enemigo es Saladino. Su verdadero nombre es Salah al-Din. Según nuestros informadores en Egipto, ha formado un poderoso ejército que se propone conquistar Siria, Palestina y expulsar a los cristianos de Jerusalén.»
Kahf, año de gracia de 1174
«Damasco ha caído. Nuestros más terribles presagios se han cumplido. Saladino recorre Siria destruyendo todo a su paso. Alepo está asediada. No tardará en sucumbir. Gumeshtekin nos ha ofrecido dinero por la cabeza de Saladino. Nada nos proporcionaría más satisfacción que aniquilarlo. He enviado a varios hermanos para que se unan a sus hombres. Sabemos esperar y cuando menos lo espere, terminaremos con su infame vida.»
Kahf, año de gracia de 1176
«La maldición caiga sobre Saladino. Nuestros hermanos lo atacaron en su campamento frente a Alepo, hace un año, pero salió ileso. Un maldito emir, que reconoció a nuestros hermanos, dio la voz de alarma, aunque murió por su atrevimiento. La escolta de Saladino rodeó y exterminó a nuestros hombres. Pero algunos de los hermanos no se descubrieron y han seguido junto a él, para esperar mejor ocasión.
Por segunda vez ha escapado de nuestra mano. Cuando nuestros hombres lo asaltaron en su campamento frente a la ciudad de Azaz, su genio malo lo protegió. Nuestras cuchilladas no pudieron atravesar su armadura y nuestros hermanos fueron asesinados. Ahora, como un perro rabioso, Saladino ha jurado exterminarnos.»