Read El secreto de los Assassini Online
Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Aventuras, Histórico, #Aventuras, Histórico, Intriga
Masyaf, año de gracia de 1177
«Hace unos días parecía todo perdido, pero uno solo de nuestros hombres venció al gran ejército de Saladino. Fue suficiente una daga envenenada clavada a su almohada y uno de nuestros pasteles de avena, para que el gran Saladino saliera huyendo como un conejo asustado. Nunca más meterá su hocico en nuestros asuntos. Alá sea alabado.»
Masyaf, año de gracia de 1192
«Los francos han vuelto a reorganizarse; tras la pérdida de Jerusalén creíamos que se disolverían como la niebla que lleva el viento, pero de nuevo los malolientes guerreros pálidos están llegando en bandada a Tiro y no tardarán en atacar de nuevo al islam. Entre ellos destaca Conrado de Montferrato. Lo que no sabe el tal Conrado es que su cabeza ya tiene precio y lo ha puesto el rey Ricardo I de Inglaterra. Ahora que el rey Ricardo se marcha, será más fácil expulsar a los cristianos de Palestina. Es una gran ironía que sea un rey cristiano el que nos pague para terminar con nuestro mayor enemigo.»
Masyaf, año de gracia de 1193
«Alá el grande y el misericordioso sea contigo, Hasan. Yo me alejo de esta tierra para llegar al paraíso. Guarda mi camino, tú que vives para siempre. Mientras conserves tu vida, guardada en mil nombres, la causa nizarí prevalecerá. Hasta que llegue el día de la resurrección, cuando todos nos reunamos con Alá en el paraíso.»
El Cairo, 7 de enero de 1914
Los criados habían encendido varios candiles, pero la sala se mantenía en penumbra. El rostro de Al-Mundhir se iluminaba con la luz de un gran cirio que descansaba sobre un enorme candelabro. Levantó la vista, con los ojos desorbitados, como si hubiera entrado en trance tras la lectura, y contempló las caras de sus prisioneros.
—¿Hasan estaba vivo? —preguntó Garstang.
—No han entendido nada. El Corazón de Amón le había mantenido con vida más de ciento treinta años —dijo Al-Mundhir.
—Bueno, no son tan extraños los casos de longevidad. Hay hombres capaces de superar los cien años, ciento treinta no son tantos. No me creo esas leyendas de viejas; en este mundo, aunque gente como usted no lo entienda, todo tiene una explicación lógica —dijo Hércules muy serio.
—¿Una explicación? Los occidentales piensan que todo tiene una explicación. Pues hay cosas que no la tienen —dijo Al-Mundhir.
—¿Por ejemplo? —contestó Hércules.
—Por favor, princesa Yamile, ¿puede decirnos en qué año nació usted? —preguntó Al-Mundhir.
La princesa se puso muy seria y por unos momentos no pudo proferir palabra. Después miró a Hércules y con voz débil, dijo:
—Nací en 1840 en Nagy-Enyed, en Hungría. Sufrí con mi padre, el militar Lajos Perzcel, la guerra con Austria. Tras la muerte de toda mi familia, mi padre me llevó de batalla en batalla hasta Orsova, donde los húngaros perdieron la última batalla contra los austriacos. Acompañé a mi padre a Turquía, a Vidin y allí fui secuestrada y llevada al harén. El resto ya lo sabes.
Hércules miró boquiabierto a Yamile, su aspecto era el de una mujer poco mayor de veinticinco años, pero si lo que ella contaba era cierto, su edad era de setenta y seis años. Garstang se puso en pie y le dijo a la mujer:
—¡Cielo santo! ¿Cómo puede ser?
—Mi eunuco pertenecía a la secta de los asesinos o nizaríes. Llevaba más de cinco años intentando hacerse con el rubí, pero nadie podía acercarse a la sala donde se guardaba. De hecho, yo tardé más de cuarenta años en conocer su existencia. La sala en la que se escondía estaba vetada a todos los habitantes de palacio, incluidas las mujeres del sultán. Omán, mi eunuco, me contó la leyenda del Corazón de Amón y me dijo que si lo robaba para la secta, podría escapar de palacio y me devolverían la juventud. Al principio pensé que estaba loco, que era imposible regresar atrás. Pero al final me persuadió, ¿qué tenía que perder? No me quedaba mucho de vida y durante sesenta y seis años había sido una prisionera en una celda de oro. Robamos la joya, pero mataron a Omán antes de que escapara conmigo del palacio. En cuanto noté los efectos del rubí sobre mi cuerpo, me negué a devolver la joya y escapé a Egipto; según las leyendas que me había contado Omán, en Meroe o en la iglesia de San Sergio podían estar las pistas para convertir mi recién recuperada juventud en inmortalidad. Me siguieron hasta El Cairo los hombres de mi esposo, el califa de Estambul, y el resto de la historia ya la conoce.
Hércules no sabía cómo reaccionar. La historia parecía increíble. El rostro de Yamile brillaba en toda su belleza frente a él, pero detrás de su fina piel se encontraba una mujer anciana a punto de morir.
—Entonces, ¿el efecto que produce la joya es la inmortalidad? —preguntó Garstang.
—El contacto directo con el rubí retrasa la muerte y produce un rápido rejuvenecimiento, pero pasado unos meses, si no se completa el ritual, el efecto de envejecimiento vuelve, pero se produce de una forma tan acelerada como el rejuvenecimiento —dijo Al-Mundhir.
—Eso significa, que Yamile morirá si no realiza el ritual —dijo Hércules, intentando aceptar aquella increíble historia.
—Morirá y muy pronto. Si aceptan colaborar con nosotros, salvaremos su vida. Podrá empezar de nuevo. Al estar alejada de la joya no alcanzará la inmortalidad, pero vivirá una vida nueva —dijo Al-Mundhir.
Yamile comenzó a llorar. Se acercó a Hércules y lo abrazó. Uno de los guardianes intentó separarlos, pero Al-Mundhir se lo impidió con un gesto.
—Si quiere salvar a Yamile, será mejor que coopere. Si veo a alguno de sus amigos merodeando por la iglesia de San Sergio o intentando frenar nuestros planes, ella morirá —dijo el árabe señalando a la mujer.
El Cairo, 7 de enero de 1915
La noche cerrada ocultaba las casas del barrio copto. En otro tiempo las casas de los primitivos cristianos egipcios habían sido las más ricas de El Cairo, pero ahora, el comercio británico y el resurgir del islamismo habían empobrecido a la minoría cristiana. Debido a la guerra, el número de peregrinos se había reducido drásticamente. Era extraño encontrar a grandes grupos de extranjeros frente a la iglesia de San Sergio. La escalinata estaba vacía y el gran portalón de madera lamía la poca luz de algunas farolas cercanas.
Alicia y Lincoln esperaban agazapados en una de las esquinas de la calle. Lincoln intentaba respirar despacio. Notaba el corazón acelerado y las manos sudorosas. El viejo revólver en el bolsillo era lo único que lograba templarle los nervios. Alicia, agarrada de su mano intentaba contener el aliento. Cualquier ruido la sobresaltaba y apretaba con más fuerza la mano de su amigo. No había sido una buena idea ir los dos solos. Aquellos asesinos eran un grupo peligroso, que no dudarían en matarlos en cuanto los vieran o, lo que era peor, acabarían con la vida de Hércules y sus acompañantes.
Alicia no podía apartar de su mente a Yamile. Ella era la culpable de todo. En aquel mismo lugar, tres meses antes, sus amigos se habían cruzado con aquella maldita mujer y su destino había cambiado para siempre. Después de escapar de Munich y de la guerra en Europa, ahora iban a morir allí, en Egipto.
Lincoln intentó forzar la vista. La penumbra de la calle los protegía, pero también favorecía a sus enemigos. Sabía que un revólver no podría detenerlos por mucho tiempo. Alicia llevaba una pequeña pistola de dos balas, lo que sumaba apenas siete disparos en total. Aun así, él confiaba en que Hércules supiera reaccionar y ayudarles en la huida.
Un ruido les hizo dar un respingo. Lincoln apuntó con la pistola, pero de las sombras apareció un gato harapiento que rebuscaba entre la basura. Se habían asegurado de que aquella era la única entrada a la iglesia. Antes de que anocheciera, habían visitado la iglesia, revisado cada rincón y tomado la decisión de permanecer fuera.
Su primer plan había consistido en esperar al grupo dentro de la misma cripta, pero enseguida habían comprendido que eso era precisamente lo que esperaban sus enemigos. Además, la cripta era un callejón sin salida. Por eso, esperarían fuera a que el grupo entrara en la iglesia. Después eliminarían a los vigilantes exteriores y atacarían por la espalda a los secuestradores.
Tras dos horas de tensa espera, una vieja carreta se detuvo a cien metros de la iglesia. Dos hombres viajaban delante, azuzando a un viejo jamelgo. Cuando el carro se detuvo y los hombres levantaron la tela, aparecieron los cuerpos maniatados de Hércules, Garstang y Yamile. Al momento llegaron otros cuatro hombres a caballo. Uno de los secuestradores se quedó con los caballos y los otros cinco llevaron a sus prisioneros hasta la puerta de la iglesia. Uno de ellos inspeccionaba el terreno antes de entrar. Cada prisionero llevaba un escolta y un quinto hombre guardaba las espaldas del grupo.
Llamaron al portalón y alguien les abrió desde dentro. Lo que Lincoln interpretó como una mala señal. Si tenían a un hombre infiltrado en la iglesia, sin duda les había visto a ellos merodear por la tarde por allí y les había reconocido. Un hombre negro y una mujer blanca con el pelo rojo no podían pasar desapercibidos en El Cairo. Sin duda, les estaban esperando.
Uno de los secuestradores se quedó en la puerta y el resto entró en la iglesia. El vigilante, de espaldas a la puerta, no dejaba de mirar hacia la escalinata. La única posibilidad que le quedaba a Lincoln era arrastrarse hasta una de las paredes y ascender por uno de los laterales. Una vez arriba, tan solo la rapidez podría salvarle de una muerte segura.
Lincoln hizo una señal a Alicia y comenzó a gatear hacia la escalinata. Su ropa oscura y el color de la piel le ocultaban de la vista. Cuando se encontró cerca del pie de las escaleras se arrastró hasta la pared. Se aferró a una puerta de madera labrada y ascendió despacio. La altura de la pared apenas era de tres metros, pero una vez superada la puerta, debía dar un salto sobre la barandilla de madera y lanzarse sobre el vigilante, antes de que este pudiera reaccionar.
Alicia salió de su escondite para intentar llamar la atención del hombre y dar un par de segundos más de margen a Lincoln. El vigilante giró la cabeza y dio dos pasos hacia la escalinata, pero antes de que pudiera levantar su rifle, Lincoln se lanzó sobre él y con un gesto rápido le partió el cuello. Haber pertenecido al servicio secreto de los Estados Unidos durante tantos años le había servido de poco, pero todavía conservaba algunas habilidades.
El vigilante murió al instante. Alicia subió la escalinata procurando que sus botines no la delataran y con sus cómodos pantalones llegó a la puerta en unos instantes. Ayudó a Lincoln con el cuerpo del vigilante y lo escondieron en uno de los laterales, fuera de la luz.
Otro de los problemas era abrir la pesada puerta de madera sin hacer ruido. Al final, Lincoln decidió ascender por una de las columnas de madera hasta la balconada e intentar introducirse por una de las ventanas superiores. Una vez arriba, miró a través de las celosías y pudo ver al grupo en medio de los bancos de madera. La luz de los grandes cirios y de los pequeños altares con iconos coptos era tan tenue que apenas se podían distinguir las figuras de los que estaban dentro, pero Lincoln pudo escuchar sus voces.
—Desde hace años hemos examinado la cripta de la iglesia buscando alguna fórmula o jeroglífico egipcio, pero nunca hemos encontrado nada —dijo Al-Mundhir.
—Puede que partan de un error de base —apuntó Garstang—. En algunas ocasiones, las ideas prefijadas nos ocultan lo que realmente deberíamos ver. Si no recuerdo mal la iglesia de San Sergio y San Baco conocida por los árabes como
Abu Serga
fue construida en el siglo
iv
después de Cristo, por tanto es la iglesia más antigua de El Cairo.
—Todo eso ya lo sabemos —contestó secamente Al-Mundhir.
—Garstang miró de reojo al árabe y continuó su discurso al tiempo que se dirigía hacia el altar mayor.
—Según la tradición cristiana, la iglesia fue construida en el lugar donde la Sagrada Familia vivió durante sus años en Egipto. Según se cree, puede que vivieran aquí mientras que José trabajó en la fortaleza romana —dijo Garstang subiendo al altar.
El altar mayor estaba cubierto por un templete de madera, y una cortina roja tapaba la vista del interior. Garstang corrió la cortina y observó el altar.