El Santuario y otras historias de fantasmas (4 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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El suceso que puso en marcha los acontecimientos que forman este relato acaeció hace cuatro días, cuando Abdul Alí, el hombre más viejo de la aldea, murió súbitamente, colmado de días y riquezas. Ambos elementos, pensaron algunos, serían probablemente producto de la exageración, pero sus conocidos afirmaban sin excepción que tenía tantos años como libras esterlinas, lo que venía a suponer cien de cada cosa. La bella redondez de la cifra resultaba incontestable, era demasiado bonita como para no ser cierta, y no llevaba Abdul veinticuatro horas muerto cuando ya se había convertido en una ortodoxia. En lo que respecta a sus amistades, pronto convirtieron su duelo en una fuente de absoluta consternación en vez de resignación piadosa, ya que no pudo encontrarse ninguna de todas aquellas libras británicas, ni siquiera en su equivalente algo menos satisfactorio de billetes bancarios, los cuales, fuera de la temporada turística, eran tenidos en Luxor por una variante no demasiado fiable de la piedra filosofal, aunque ciertamente capaz de producir oro en circunstancias favorables. Abdul Alí estaba muerto con sus cien años, su siglo de soberanos (igualmente podrían haber sido una renta anual) había muerto con él, y su hijo Mohamed, que previamente había disfrutado de un breve estallido de euforia al anticipar el evento, arrojó bastante más arena al aire de la que podría considerarse justificada por una sincera aflicción incluso en el caso de una plañidera profesional.

Abdul, es de temer, no era un hombre de estereotipada respetabilidad; aunque colmado de años y riquezas, nunca disfrutó de mucha reputación por su honor. Bebía vino donde y cuando pudiera conseguirlo; comía durante los días del Ramadán, burlándolo cada vez que su apetito así lo deseaba; se le suponía el don del mal de ojo, y durante sus últimos momentos fue atendido por el célebre Achmet, bien conocido por estos lares por practicar la Magia Negra, y sospechoso del mucho más horrendo crimen de robar los cuerpos de los difuntos recientes. Y es que en Egipto, mientras despojar los cuerpos de antiguos reyes y sacerdotes es un privilegio por el que sociedades avanzadas y cultas compiten entre sí, el robar cadáveres de contemporáneos está considerado un hecho propio de perros. Mohamed, que pronto cambió el arrojar arena al aire por un modo más natural de expresar consternación, consistente en roerse las uñas, nos confió su sospecha de que Achmet había descubierto el secreto de dónde estaba el dinero de su padre. Pero, al parecer, Achmet había exhibido la misma cara de pasmado que todos los demás cuando su paciente, que estaba intentando comunicarle algo, se marchó hacia el gran silencio, de modo que la sospecha de que sabía dónde estaba el dinero dio paso, en las mentes de aquellos que creían conocer su carácter, a un ambiguo pesar por no haber sido capaz de averiguar un dato tan importante.

De modo que Abdul murió y fue enterrado, y todos acudimos al festín funerario, en el que comimos más carne asada de la que normalmente uno se molestaría ni siquiera en mirar a las cinco de la tarde de un día de junio, a consecuencia de lo cual, Weston y yo, sin necesidad de cenar, nos detuvimos en casa después de nuestro paseo a caballo por el desierto, y hablamos con Mohamed, el hijo de Abdul, y con Hussein, su nieto más joven, un chico de unos veinte años, que además ejerce para nosotros de ayuda de cámara, cocinero y señora de la limpieza. Juntos nos contaron con tristeza lo del dinero que había estado y ya no estaba, y nos narraron escandalosas historias sobre Achmet, referentes a su debilidad por los cementerios. Bebieron café y fumaron con nosotros, ya que aunque Hussein era nuestro sirviente, habíamos sido ese día invitados de su padre, y poco después de que se hubieran marchado llegó Machmout.

Machmout, que dice tener doce años, aunque no lo sabe con certeza, es nuestro pinche de cocina, mozo de cuadra y jardinero, y posee un extraordinario nivel de un poder oculto parecido a la clarividencia. Weston, que es miembro de la Sociedad para la Investigación Psíquica, y que considera como la mayor tragedia de su vida la detención de la señora Blunt, aquella médium fraudulenta, dice que se trata de un caso clarísimo de lectura del pensamiento, y ha tomado notas de muchas de las actuaciones de Machmout, que podrían llegar a ser de interés. La lectura del pensamiento, en todo caso, no me parece suficiente explicación para lo que nos sucedió una vez superado el funeral de Abdul, y respecto a las cualidades de Machmout yo debería inclinarme o bien por la Magia Blanca, que debería ser un término muy inclusivo, o bien por la Pura Coincidencia, que es un término más inclusivo aún, y que podría cubrir todos los fenómenos inexplicables del mundo tomados individualmente. El método de Machmout para liberar las fuerzas de la Magia Blanca es muy simple, y el procedimiento, conocido por muchos como el espejo de tinta, es tal y como sigue:

Se derrama un poco de tinta negra sobre la palma de la mano de Machmout. En su defecto, ya que últimamente la tinta se ha convertido en un artículo de lujo debido a que el último barco correo procedente de El Cairo en el que nos enviaban los artículos de papelería quedó atrapado en un banco de arena, un pequeño trozo de tela negra americana de dos centímetros y medio de diámetro sirve como sustituto perfecto. Machmout concentra su mirada sobre él. Tras cinco o diez minutos, su astuta expresión de mono desaparece de su cara, sus ojos completamente abiertos permanecen fijos en el trapo, una completa rigidez se apodera de sus músculos, y entonces nos cuenta las curiosas cosas que ve. En cualquier posición que esté, en esa posición permanece, sin moverse ni un pelo hasta que la tinta es lavada o la tela recogida. Entonces levanta la mirada y dice:
«Khalás»,
que significa «Se acabó».

Tomamos los servicios de Machmout como segundo empleado de la casa hace tan sólo quince días, pero ya la primera noche que pasó con nosotros subió las escaleras cuando hubo finalizado su trabajo y dijo; «Les mostraré Magia Blanca; déme tinta», y a continuación procedió a describir el recibidor de nuestra casa de Londres, diciendo que había dos caballos esperando a la puerta, y que un hombre y una mujer salieron de la misma, dieron a cada caballo un trozo de pan, y montaron. Esto era tan probable que con el siguiente correo le escribí a mi madre pidiéndole que me contara exactamente qué había hecho a las cinco y media (hora inglesa) del 12 de junio. A la hora correspondiente en Egipto, Machmout nos había hablado de una «sitt» (dama) que tomaba el té en una habitación que describió con bastante minuciosidad, por lo que estoy esperando ansioso su carta. La explicación que da Weston a este fenómeno es que en mi cabeza hay un retrato mental de la gente que conozco, aunque pudiera ser que yo no me diera cuenta de ello (pero según él está presente en mi yo subliminal), y que soy yo quien le ofrece sugerencias no habladas a Machmout cuando éste entra en estado hipnótico. Mi explicación es que no hay ninguna explicación, ya que ninguna sugerencia por mi parte podría hacer que mi hermano saliera a dar un paseo a caballo en el preciso momento en el que Machmout dice que lo está haciendo (si es que averiguamos que las visiones de Machmout son cronológicamente correctas). En consecuencia, prefiero mantener una mente abierta y estoy preparado para creer cualquier cosa. Weston, en todo caso, no habla tan calmada o científicamente de la última representación de Machmout, y desde entonces ha dejado totalmente de urgirme para que me convierta en miembro de la Sociedad para la Investigación Psíquica, dado que yo ya no estoy chapado a la antigua por vanas supersticiones.

Machmout no ejercita sus poderes si su propia gente se encuentra presente, ya que dice que cuando está en ese estado, si un hombre que conociera la Magia Negra se encontrara en la habitación o supiera que estaba practicando la Magia Blanca, podría enviar al espíritu que preside la Magia Negra para que matase al espíritu de la Magia Blanca, ya que la Magia Negra es más potente y las dos son enemigas. Y ya que el espíritu de la Magia Blanca es en ocasiones un poderoso aliado (su amistad con Machmout había llegado a unos niveles que yo considero increíbles), Machmout desea fervientemente que pueda seguir a su lado. Pero los ingleses no parecen conocer la Magia Negra, de modo que con nosotros está a salvo. El espíritu de la Magia Negra, con el que hablar supone la muerte, fue visto en una ocasión por Machmout «entre el cielo y la tierra, y la noche y el día», tal y como él lo expresa, en la carretera de Karnak. Puede ser reconocido, nos dijo, por el hecho de que su piel es más pálida que la de su gente, porque tiene dos largos dientes que le sobresalen uno por cada extremo de la boca, y porque sus ojos, completamente blancos, son tan grandes como los ojos de un caballo.

Machmout se acuclilló cómodamente en una esquina y le di el trozo de tela americana negra. Como han de pasar algunos minutos antes de que consiga entrar en el estado hipnótico en el que comienzan las visiones, salí al balcón buscando el frescor. Era la noche más calurosa que habíamos tenido hasta entonces, y aunque ya hacía tres horas que se había puesto el sol, el termómetro aún estaba cercano a los 38°. Sobre nosotros, el cielo parecía velado por el gris, cuando debería haber sido de un azul aterciopelado y oscuro, y un viento racheado procedente del sur amenazaba con tres días de intolerable y arenoso
khamseen.
Un poco más arriba de la calle, a la izquierda, había un pequeño café frente al cual brillaban y menguaban las chispas que brotaban como luciérnagas de las pipas de agua de los árabes que se sentaban en la oscuridad. Desde el interior llegaba el sonido de las castañuelas de metal que llevaría en las manos alguna bailarina, sonando agudas y precisas contra la gimiente música de las cuerdas y las nautas que suelen acompañar a esos movimientos que los árabes adoran y los europeos encuentran tan desagradables. Hacia Oriente el cielo se mostraba más claro y luminoso, ya que la luna estaba a punto de alzarse, y mientras yo contemplaba el reborde rojo del enorme disco, éste empezó a recortarse sobre la línea del desierto. En ese preciso instante, siguiendo un curioso sentido de la oportunidad, uno de los árabes que se encontraban en el exterior del café inició un maravilloso canto.

No puedo dormir pues os echo en falta, oh luna llena. Lejano se encuentra vuestro trono, allá en La Meca; descended, oh amada, junto a mí.

Inmediatamente después oí la monótona y aflautada voz de Machmout, y al cabo de unos instantes entré.

Hemos descubierto que los experimentos dan un resultado más rápido si existe un contacto, hecho que reafirmó a Weston en su explicación de una especie de elaborada transferencia de pensamientos, que confieso no acabo de entender. Estaba escribiendo en una mesa junto a la ventana cuando entré, pero me miró.

—Tómale de la mano —dijo—; de momento está siendo bastante incoherente.

—¿Cómo explicas eso? —pregunté.

—Es una especie de comportamiento análogo, o eso piensa Myers, al que se tiene cuando se habla en sueños. Ha dicho algo sobre una tumba. Sugiérele alguna cosa, a ver si lo asimila. Es notablemente sensible, y responde mejor ante ti que ante mí. Probablemente el funeral de Abdul le sugirió lo de la tumba.

Una idea repentina me asaltó.

—Calla —dije—. Quiero escucharle.

La cabeza de Machmout estaba echada un poco hacia atrás, y mantenía la mano en la que tenía el trozo de tela bastante elevada sobre la cara. Como de costumbre estaba hablando muy lentamente, y con una voz muy aguda, en absoluto semejante a su tono habitual.

—A un lado de la tumba —exclamó— hay un tamarindo con el que fantasean los escarabajos verdes. Al otro lado hay una pared de barro. Hay muchas otras tumbas alrededor, pero están todas dormidas. Ésta es
la
tumba, porque está despierta, y está húmeda y no arenosa.

—Ya me lo imaginaba —dijo Weston—. Está hablando de la tumba de Abdul.

—Hay una luna roja sentada sobre el desierto —continuó Machmout—, y el momento es ahora. Se percibe el aliento del
khamseen
y hay mucha arena en camino. La luna está roja debido al polvo y a su escasa altura.

—Aún es sensible a los estímulos externos —dijo Weston—. Eso es bastante curioso. Pellízcale ¿quieres?

Pellizqué a Machmout; no me prestó la más mínima atención.

—En la última casa de la calle, en el portal, hay un hombre. ¡Ah, ah! —gritó de repente el muchacho—. Conoce la Magia Negra. ¡No le dejen entrar! Está saliendo de la casa —chilló—. ¡¡Viene hacia aquí…!! No, se va en la otra dirección, hacia la luna y la tumba. La Magia Negra le acompaña, puede levantar a los muertos y lleva consigo una daga asesina y una pala. No puedo verle la cara porque la Magia Negra se interpone entre él y mis ojos.

Weston se había levantado y, como yo, estaba totalmente pendiente de las palabras de Machmout.

—Iremos allí —dijo—. Ahora tenemos una oportunidad de ponerle a prueba. Escucha.

—Está caminando, caminando, caminando —continuó Machmout—, aún camina hacia la luna y la tumba. La luna ya no se sienta sobre el desierto, sino que ha empezado a elevarse.

Señalé a la ventana.

—Desde luego eso es completamente cierto —dije.

Weston retiró la tela de la mano de Machmout y el soniquete cesó. En un momento se estiró y se restregó los ojos.


Khalás
—dijo.

—Sí,
Khalás.

—¿He vuelto a hablarle de la
sitt
de Inglaterra?

—Sí, oh, sí —contesté—, Gracias, pequeño Machmout. La Magia Blanca ha sido muy propicia esta noche. Puedes irte a la cama.

Machmout trotó obedientemente saliendo de la habitación y Weston cerró la puerta tras él.

—Debemos darnos prisa —dijo—. Merece la pena acercarse y ver si es cierto, aunque me gustaría que su visión hubiera sido menos siniestra. Lo curioso es que él no estuvo en el funeral, y sin embargo ha descrito la tumba con precisión. ¿Qué te parece?

—Supongo que la Magia Blanca le ha mostrado a Machmout que alguien en posesión de la Magia Negra se dirige a la tumba de Abdul, quizá con la intención de robar en ella —contesté con resolución.

—¿Qué haremos cuando lleguemos allí? —preguntó Weston.

—Contemplar la Magia Negra en acción. Personalmente, estoy completamente dispuesto. Y lo mismo te pasa a ti.

—No existe ninguna cosa parecida a la Magia Negra —dijo Weston—, Ah, ya lo tengo. Dame esa naranja.

Weston la peló con rapidez y cortó en la monda dos círculos del tamaño de una pieza de cinco chelines y dos largos y blancos colmillos. Los primeros se los colocó sobre los ojos, los segundos, en los extremos de la boca.

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