El Santuario y otras historias de fantasmas (2 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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El doctor Teesdale era soltero y económicamente autosuficiente, y vivía en una cómoda casa de altas ventanas situada en Bedford Square, en la que una cocinera de excelencia superable cuidaba de su estómago, mientras su marido hacía lo propio con su persona. No tenía necesidad en absoluto de practicar su profesión, y si lo hacía en la prisión era por la oportunidad de estudiar la mente criminal. La mayoría de los crímenes (es decir, todas aquellas transgresiones de las reglas de conducta que la humanidad se había autoimpuesto para asegurar su propia preservación), los consideraba o bien el resultado de una anomalía cerebral o bien producto del hambre. Los delitos de latrocinio, por ejemplo, no los atribuía en ningún caso a la mente racional; es cierto que a menudo eran consecuencia de una necesidad real, pero resultaba más habitual que estuviesen dictados por alguna oscura enfermedad cerebral. En casos concretos, era calificada de cleptomanía, pero él estaba convencido de que había muchas otras variaciones que no tenían por qué resultar directamente fruto de una necesidad física. Sobre todo cuando el crimen en cuestión venía acompañado de manifestaciones violentas, y en este apartado emplazaba mentalmente, mientras se dirigía a su casa aquella tarde, al criminal cuyos últimos momentos había presenciado por la mañana. El crimen había sido abominable y la necesidad de dinero no demasiado apremiante. Las características detestables y antinaturales del asesinato le habían llevado a considerar al asesino más como un lunático que como un criminal. Había sido, hasta donde él sabía, un hombre tranquilo y de disposición afable, un buen marido y un vecino sociable. Pero entonces había cometido un crimen, uno sólo, que le había situado más allá de lo aceptable. Un hecho tan monstruoso, ya hubiera sido perpetrado por un hombre cuerdo como por un loco, resultaba intolerable; no podía haber lugar en el mundo para el culpable. Pero de alguna manera el doctor sentía que se habría sentido más a gusto con la ejecución si el difunto hubiera confesado. Existía la certeza moral de que era culpable, pero al menos habría deseado que, al ver desvanecidas sus esperanzas, hubiera confirmado el veredicto con su propia voz.

Aquella noche cenó solo, y tras la cena se refugió en su estudio, que estaba adjunto al comedor, sin sentirse particularmente inclinado a la lectura, por lo que se sentó frente al fuego en su gran sillón rojo y dejó que su mente vagara libremente. Casi de inmediato empezó a reflexionar sobre la curiosa sensación que había experimentado aquella mañana, la impresión de que el espíritu de Linkworth estaba presente en el depósito de cadáveres, aunque su vida se hubiera extinguido hacía ya una hora. No era la primera vez, especialmente en casos de muerte súbita, que había experimentado aquella misma convicción, aunque quizá nunca de una manera tan inequívoca como aquel día. Aun así, aquel sentimiento se debía probablemente, a su parecer, a una verdad natural y física. El espíritu (debería remarcarse que el doctor creía en la doctrina de la vida futura y en la pervivencia del alma pese a la extinción del cuerpo) era con toda probabilidad incapaz de abandonar de inmediato su cáscara terrestre y además se mostraba reticente a ello. Era más probable que permaneciera allí, a nivel terrenal, durante un rato. En sus horas de ocio, el doctor Teesdale era un gran estudioso de lo oculto, ya que como los médicos más avanzados y expertos, reconocía claramente lo estrecha que era la frontera entre el cuerpo y el alma, la tremenda influencia de lo intangible sobre el mundo material, y no presentaba para él ninguna dificultad asumir que un espíritu incorpóreo pudiera ser capaz de comunicarse con aquellos que aún estaban ligados a lo finito y lo material.

Sus meditaciones, que empezaban a agruparse en torno a una idea concreta, quedaron interrumpidas en aquel momento. Sobre su cercano escritorio estaba sonando el teléfono, no con su habitual insistencia metálica sino muy débilmente, como si hubiese un problema con el mecanismo o con la línea. En todo caso, no había duda de que estaba sonando, por lo que se levantó y descolgó el auricular.

—¿Sí? ¿Sí? —dijo—. ¿Quién es?

Como respuesta llegó un susurro casi inaudible, y prácticamente ininteligible.

—No puedo oírle —dijo Teesdale.

El susurro sonó de nuevo, pero sin mayor claridad. Después, cesó del todo.

Siguió escuchando durante aproximadamente medio minuto, esperando que se reanudara, pero aparte de los habituales parásitos en la línea, que por lo menos demostraban que estaba en comunicación con otro aparato, sólo le llegó silencio. Entonces colgó, llamó a la central de la Compañía Telefónica y dio su número.

—¿Podría decirme desde que número acaban de llamarme? —solicitó.

Hubo una breve pausa, después se lo comunicaron. Era el número de la prisión en la que él ejercía.

—Póngame con ellos, por favor—dijo.

Así se hizo.

—Me acaban de llamar ustedes ahora mismo —dijo a través del teléfono—. Sí, soy el doctor Teesdale. ¿Cómo? No he oído lo que me ha dicho.

La voz le respondió clara e inteligible.

—Debe de tratarse de un error, señor —dijo—. No le hemos llamado.

—Pero la operadora me ha dicho que habían sido ustedes.

—Habrá sido un error de la operadora, señor —respondió la voz.

—Qué extraño. Bueno, buenas noches. Es usted el carcelero Draycott ¿no es así?

—Sí, señor. Buenas noches, señor.

El doctor Teesdale regresó a su gran sillón, menos predispuesto aún a la lectura. Dejó que sus pensamientos vagasen durante un rato, sin otorgarles una dirección definida, pero una y otra vez su mente volvía a centrarse en el extraño suceso del teléfono. Muy a menudo le habían llamado por error, y muy a menudo también la operadora le había puesto en contacto con un número equivocado, pero había algo en aquellos timbrazos tan tenues y en los ininteligibles murmullos procedentes del otro extremo de la línea que cautivaba su imaginación, y pronto se encontró recorriendo a grandes zancadas la habitación, cebando sus pensamientos en un pasto de lo más inusual.

—¡Pero es imposible! —exclamó en voz alta.

A la mañana siguiente se dirigió, como acostumbraba, a la prisión, y una vez más le asaltó la extraña sensación de que allí había una presencia invisible. Ya había tenido con anterioridad algunas curiosas experiencias físicas, y sabía que era «sensible» (es decir, una persona capaz, en según qué circunstancias, de recibir impresiones paranormales y de vislumbrar ocasionalmente el mundo invisible que yace bajo nosotros). Y aquella mañana la presencia de la que fue consciente era la de aquel hombre que había sido ejecutado la mañana anterior. Estaba localizada, y la sintió con mucha más fuerza en el pequeño patio de la prisión y, sobre todo, cuando pasó frente a la puerta de la celda del condenado. Tan fuerte era allí que no le hubiera sorprendido si su figura hubiese sido visible, y cuando atravesó la puerta que había al final del pasillo se volvió convencido de que realmente iba a verlo. Durante todo el tiempo, además, fue consciente de que un profundo terror atenazaba su corazón; aquella presencia invisible le perturbaba. Y sintió que la pobre alma quería que se hiciese algo por ella. Ni por un momento dudó que aquella impresión suya fuera completamente objetiva, y no un fantasma creado por su propia imaginación. El espíritu de Charles Linkworth estaba allí.

Pasó a la enfermería y durante un par de horas se mantuvo ocupado con el trabajo. Pero durante todo el tiempo percibió aquella misma presencia invisible cerca de él, aunque su fuerza era allí claramente menor que en aquellos lugares con los que el hombre había estado más íntimamente asociado. Finalmente, antes de marcharse, y con la intención de comprobar su teoría, miró en el cobertizo de las ejecuciones. Un instante después salía con la cara completamente pálida y cerrando la puerta apresuradamente a sus espaldas. Sobre el último escalón de la horca se erguía una figura, encapuchada y rígida, borrosa, con los contornos mal definidos y apenas visible. Pero visible al fin y al cabo, sobre eso no había duda posible.

El doctor Teesdale era un hombre de buen temple, y recobró casi inmediatamente la compostura, completamente avergonzado de su pánico inicial. El terror que había blanqueado su cara había sido fruto de unos nervios alterados, no de un corazón aterrorizado, pero por muy interesado que estuviera en los fenómenos físicos, no pudo obligarse a volver a entrar allí. Aunque sería más correcto decir que lo intentó, pero sus músculos se negaron a aceptar el mensaje. Si aquel pobre espíritu atado a la tierra tenía que comunicarle algo, realmente prefería que lo hiciera a cierta distancia. Según lo entendía, su campo de acción estaba circunscrito. Abarcaba el patio de la prisión, la celda del condenado y el pabellón de las ejecuciones, y se sentía de una manera más débil en la enfermería. Después, una nueva idea se le ocurrió, y volvió a su habitación e hizo llamar al carcelero Draycott, que le había respondido al teléfono la noche anterior.

—¿Está usted seguro —preguntó— de que nadie me llamó anoche, justo antes de que hablara con usted?

—No veo cómo hubiera sido posible, señor—dijo él—. Estuve sentado cerca del teléfono la hora y media previa, y también con anterioridad. Debería haber visto a quienquiera que se hubiera acercado al aparato.

—¿Y no
vio
a nadie? —dijo el doctor con un ligero énfasis.

—No, señor. No vi a nadie —respondió Draycott con el mismo énfasis.

El doctor Teesdale desvió la mirada.

—¿Y no tuvo, quizá, la impresión de que acaso hubiera alguien allí? —preguntó, sin darle importancia, como si se tratara de un asunto sin interés.

Evidentemente, el carcelero Draycott estaba pensando en algo de lo que le resultaba difícil hablar.

—Bueno, señor, si me lo pone así… —empezó—, pero usted me podría decir que si estaba medio dormido, o que si algo de lo que había cenado me había sentado mal.

El doctor dejó de lado su actitud casual.

—No haría nada semejante —dijo—, de igual modo que tampoco me diría usted a mí que yo estaba durmiendo anoche cuando oí sonar el teléfono. Tenga en cuenta, Draycott, que no sonaba como siempre, apenas sí pude oírlo, pese a que se hallaba justo a mi lado. Y cuando pegué la oreja al auricular sólo fui capaz de distinguir un susurro. Sin embargo, cuando hablé con usted le oí perfectamente. Creo que había algo… o alguien… a ese lado del teléfono. Usted estaba allí, y aunque no vio a nadie, también usted notó que había alguien a su lado. ¿No es así?

El hombre asintió.

—No soy un hombre asustadizo, señor —dijo—, y tampoco tengo una gran imaginación. Pero allí había algo. Se paseó alrededor del aparato y no era el viento, porque apenas se movía la más leve brisa y la noche era cálida. Además cerré la ventana para asegurarme. Pero se paseó por la habitación, señor, se paseó durante una hora o más. Movió las páginas del listín telefónico, y todo el pelo se me erizó cuando noté que se acercaba. Y estaba helado, señor.

El doctor le miró directamente a la cara.

—¿Se acordó usted de lo que había estado haciendo por la mañana? —preguntó repentinamente.

De nuevo, el hombre dudó.

—Sí, señor —dijo al final—. Pensé en el convicto Charles Linkworth.

El doctor Teesdale asintió reafirmándose.

—Eso es —dijo—. ¿Está usted de turno esta noche?

—Sí, señor. Ojalá no lo estuviera.

—Sé cómo se siente, yo me siento exactamente igual. Ahora bien, lo que quiera que sea, parece querer comunicarse conmigo. Por cierto, ¿hubo algún tipo de disturbio anoche en la prisión?

—Sí, señor, por lo menos una docena de hombres tuvieron pesadillas. Gritaban y chillaban, y eso que no suelen ser hombres problemáticos. A veces sucede, tras una ejecución. Lo he visto en otras ocasiones, pero nunca como anoche.

—Ya veo. Bueno, si esa… esa cosa que no puede usted ver quiere volver a coger el teléfono esta noche, dele todas las facilidades que pueda. Probablemente llegará a la misma hora. No puedo decirle por qué, pero es lo que suele ocurrir. De modo que a menos que se vea obligado, no entre en la habitación en la que está el teléfono, al menos durante una hora, para darle el suficiente tiempo, entre las nueve y media y las diez y media. Yo le estaré esperando al otro extremo de la línea. Suponiendo que me llame, cuando haya terminado yo mismo le llamaré a usted para asegurarme de que no me han telefoneado… de la manera habitual.

—¿Y no hay nada de lo que asustarse, señor? —preguntó el hombre.

El doctor Teesdale recordó el momento de terror que le había acometido aquella mañana, pero habló con sinceridad.

—Estoy seguro de que no hay nada que temer —dijo con firmeza.

El doctor Teesdale tenía un compromiso para cenar, pero lo anuló, y a las nueve y media estaba sentado a solas en su estudio. Dada la presente ignorancia sobre las leyes que gobiernan los movimientos de los espíritus separados del cuerpo, no podía explicarle al carcelero por qué razón sus visitas acostumbran a ser periódicas y puntuales respecto a nuestro esquema horario, pero mediante las escenas registradas de apariciones de almas en pena, especialmente si el alma está desesperadamente necesitada de ayuda, había descubierto que solían presentarse a la misma hora, del día o de la noche. Otra regla general era que su poder de hacerse visibles o audibles iba aumentando durante cierto tiempo después de la muerte, para posteriormente debilitarse paulatinamente a medida que perdían contacto con la tierra, o a menudo cesando del todo tras ese momento inicial, de modo que aquella noche estaba preparado para recibir una impresión menos difusa. Aparentemente, durante las primeras horas, el espíritu incorpóreo es débil, y… de repente sonó el teléfono, no tan débilmente como la noche anterior, pero sin que alcanzara aún su tono imperativo habitual.

El doctor Teesdale se levantó inmediatamente y tomó el auricular. Lo que oyó fue un sollozo descorazonador y unos espasmos tan fuertes que parecían desgarrar a quien fuese que lloraba.

Tardó un poco en hablar, aterido por un miedo innombrable, pero a la vez deseoso de ayudar si le era posible.

—Sí, sí —dijo finalmente, oyendo cómo temblaba su propia voz—. Soy el doctor Teesdale. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿y quién es usted? —añadió, aunque sintió que la pregunta era innecesaria.

Lentamente cesaron los sollozos, sustituidos por un susurro roto ocasionalmente por el llanto.

—Quiero contárselo, señor… Quiero contárselo…
Debo
contárselo.

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