El Santuario y otras historias de fantasmas (29 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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No puedo describir el estremecimiento y el horror que aquellas entradas me provocaron. Convertían a la aparición que yo mismo había visto en algo muchísimo más real y siniestro. Aquel lugar estaba siendo encantado por un espíritu corrupto y maligno que además intentaba transmitir su corrupción. ¿Pero qué podía hacer yo? ¿Cómo podía yo, sin antes recibir alguna indicación por parte de Francis, decirle que el espíritu de su tío (del cual en aquel momento lo ignoraba todo) no sólo había sido visto por mí, sino también por su sobrino, y que éste estaba siendo influenciado por el primero? Y además estaban aquellas menciones a Barton. Ciertamente, aquello no podía quedar así. Estaba colaborando en aquella tarea maldita. Ante mis ojos empezaba a delinearse un culto de corrupción (¿o quizá estaba siendo demasiado fantasioso?) ¿Y qué significaba aquella frase de que le llevaría a orar? Gracias al cielo, Dickie se hallaba lejos de allí en aquellos momentos, y había tiempo para pensar en el problema. Y en cuanto a aquel lastimoso cuadernillo, lo guardé en un portafolios con cerradura.

El día, en lo que se refiere a signos externos y visibles, transcurrió agradablemente. Dediqué la mañana a trabajar y después los dos pasamos la tarde en el campo de golf. Pero bajo aquella aparente tranquilidad se escondía algo; el descubrimiento del diario no dejaba de intervenir mediante llamadas mentales preguntando: «¿Qué vas a
hacer
?» Francis, por su parte, se mostraba turbado; algo le reconcomía y yo no sabía lo que era. Entre nosotros se imponía el silencio, pero no ese silencio natural y desapercibido que surge entre los que se conocen bien, y que no representa sino un símbolo de su intimidad, sino esos silencios que se imponen entre quienes están pensando en algo sobre lo que temen hablar. Estos últimos habían ido volviéndose cada vez más severos a lo largo del día, se notaba una tensión creciente: todos los temas que tratábamos eran banales, ya que sólo enmascaraban un tema en concreto.

Antes de cenar, aquella tarde bochornosa, nos sentamos en el césped, y rompiendo uno de aquellos intervalos silenciosos Francis señaló la fachada de la casa.

—Esto sí que es curioso —dijo—, ¡Mira! La planta baja tiene tres habitaciones, ¿verdad? El comedor, la sala de estar y el pequeño estudio en el que escribes. Ahora mira hacia arriba. Allí también hay tres habitaciones: tu dormitorio, el mío y mi sala de estar. Las he medido. Faltan unos tres metros y medio. Parece como si en alguna parte hubiera una habitación sellada.

Aquello, al menos, era algo sobre lo que merecía la pena hablar.

—¡Qué excitante! —dije—. ¿No deberíamos buscarla?

—Lo haremos. Empezaremos a buscarla tan pronto como hayamos acabado de cenar. Pero hay otra cosa que quería contarte, aunque no tenga nada que ver con esto. ¿Te acuerdas de aquellas vestimentas que te enseñé el otro día? Hace una hora he abierto el armario en el que están guardadas, y un puñado de moscas enormes y rollizas han salido zumbando del interior. Sonaban como una docena de aeroplanos sobrevolando el cielo, lejanas pero fuertes, si entiendes lo que quiero decir. Y después han desaparecido.

De algún modo sentí que aquello que habíamos estado callando estaba a punto de quedar al descubierto. Podría ser perjudicial contemplar…

Francis saltó de su silla.

—¡Acabemos de una vez con estos silencios! —gritó—. Está aquí. Mi tío, me refiero. No te lo había contado, pero murió ahogado por un enjambre de moscas. Pidió la extremaunción, pero antes de que el vino pudiera ser sacramentado llenaron el cáliz hasta rebosar. Y sé que está aquí. Parece una chifladura pero es así.

—Ya lo sabía —dije—. Le he visto.

—¿Y por qué no me lo habías dicho?

—Porque pensé que te reirías de mí.

—Hace un par de días lo habría hecho —dijo—, pero ahora desde luego que no. Adelante.

—La tarde que llegamos le vi junto a la piscina. Esa misma noche, cuando estábamos despidiendo a Owen Barton cayó un relámpago, y ahí estaba otra vez, en medio del césped.

—¿Pero cómo supiste que era él? —preguntó Francis.

—Lo supe cuando me enseñaste su retrato aquella misma noche, en tu cuarto. ¿Tú le has visto?

—No. Pero sé que está aquí. ¿Algo más?

Aquella era la oportunidad, no sólo natural sino inevitable.

—Sí, mucho más —respondí—. Dickie también le ha visto.

—¿El niño? Imposible.

La puerta de la sala de estar se abrió y la camarera de Francis nos trajo el jerez en una bandeja. Colocó la jarra y dos vasos sobre la mesa de mimbre que había entre nosotros, y yo le pedí que fuera a mi habitación y que me trajera mi portafolios. Saqué el cuaderno de notas de su interior.

—Anoche encontré esto entre los colchones de mi cama. Es el diario de Dickie. Escucha.

Y le leí el primer extracto.

Francis lanzó una de aquellas rápidas y desconcertantes miradas por encima del hombro.

—Pero estamos soñando —dijo—. Esto es una pesadilla. ¡Dios mío, aquí está pasando algo terrible! ¿Y por qué no debe Dickie contárselo a nadie excepto a Barton? ¿Hay algo más?

—Sí.
Domingo 21 de julio. He vuelto a ver al tío abuelo Horace. Le he dicho que le había contado al señor Barton lo que él me había contado a mí, y que el señor Barton me había contado algunas cosas más, y que estaba satisfecho, y que había dicho que estaba prosperando y que pronto me llevaría consigo a orar.
No sé qué significa.

Francis saltó de la silla como si tuviera un resorte.

—¡¿Qué?! —gritó—. ¿Llevarle a orar? Espera un momento. Deja que recuerde mi primera visita a este sitio. Yo era un muchacho de diecinueve años, absurda y temblorosamente inocente para mi edad. Una mujer que estaba viviendo aquí me dio un libro para que lo leyera:
La-Bas.
En aquel entonces no me enteraba de demasiadas cosas, pero ahora sé sobre qué trataba.

—Misas Negras —dije yo—. Adoradores de Satán.

—Sí. Un día mi tío me vistió con una sotana escarlata, y entonces entró Barton, se puso una capa sacerdotal, y dijo algo sobre que yo hiciera de monaguillo. En sus tiempos fue sacerdote, ¿lo sabías? Y una noche me desperté oyendo cánticos y una campana. Por cierto, Barton iba a venir a cenar mañana.

—¿Y qué vas a hacer?

—¿Con él? Aún no lo sé. Pero esta noche sí tenemos algo que hacer. En esta casa han pasado cosas horribles. Debían de llevar a cabo sus misas en alguna habitación, en una capilla. Vaya, ya sabemos en qué consiste ese hueco del que te he hablado hace un momento.

Después de cenar nos pusimos en marcha. En algún lugar del área frontal del primer piso se encontraba aquel espacio que no cuadraba con las dimensiones de las habitaciones. Encendimos las luces de todas ellas, y entonces, saliendo al jardín, vimos que las ventanas del dormitorio de Francis y las de su sala de estar estaban más separadas de lo que deberían. En algún lugar entre ellas, por lo tanto, se escondía aquel hueco al que no parecía haber acceso, de modo que volvimos a subir las escaleras. La pared de su sala de estar parecía sólida, era de ladrillo y madera y estaba atravesada por grandes vigas con escasa separación entre ellas. Sin embargo, la pared de su dormitorio estaba artesonada, y cuando la golpeamos no pudimos oír ningún ruido en la habitación de al lado.

Empezamos a examinarla.

Los criados se habían acostado ya, y la casa estaba en silencio, pero mientras nos trasladábamos del jardín al interior y de una habitación a la otra, había podido sentir una presencia que nos vigilaba y nos seguía. Habíamos cerrado la puerta que conectaba su dormitorio con el pasillo, pero en el momento en el que estábamos observando y palpando el artesonado, la puerta se abrió y volvió a cerrarse sola, y algo entró rozando mi hombro al pasar.

—¿Qué ha sido eso? —dije—. Alguien acaba de entrar.

—No importa —dijo Francis—. Mira lo que he encontrado.

En el borde de uno de los paneles había un botón negro, como un timbre de ébano. Lo presionó y tiró hacia sí, y una sección del artesonado se deslizó hacia un lado, revelando una cortina roja que cubría una entrada. La descorrió con un entrechocar de anillas metálicas. El interior estaba oscuro y de él surgía un olor a incienso rancio. Recorrí el marco de la entrada con la mano, encontré un interruptor y la oscuridad se inundó con una luz deslumbrante.

En el interior había una capilla. No había ventana, y en su extremo occidental (no en el oriental) reposaba un altar. Sobre él colgaba un cuadro, evidentemente de alguna primitiva escuela italiana, y seguía el patrón de la Anunciación de Fray Angélico. La Virgen se sentaba en un recinto abierto y desde el floreado espacio que la rodeaba el ángel le brindaba su saludo. Sus alas extendidas eran las alas de un murciélago, y su cabeza y su cuello, completamente negros, eran los de un cuervo. Con la mano izquierda alzada, y no con la derecha, dibujaba el signo de la bendición. La toga de la Virgen era roja y de la más fina muselina, y estaba guarnecida con símbolos repugnantes. Su cara era la de un perro jadeante con la lengua extendida.

En el extremo oriental había dos nichos, y en cada uno de ellos reposaba la estatua de mármol de un hombre desnudo, con las inscripciones: «San Judas» y «San Gilles de Rais». Uno estaba agachado recogiendo unas monedas de plata desparramadas a sus pies, el otro se reía mientras contemplaba lascivamente el cuerpo mutilado y puesto boca abajo de un muchacho. El cuarto estaba iluminado por una araña que colgaba del techo: tenía la forma de una corona de espinas, y las bombillas se acomodaban entre una maraña de ramas de plata. Una campana colgaba del techo, detrás del altar.

La primera impresión que tuve mientras miraba aquellas obscenas blasfemias fue de que eran simplemente grotescas, y que no podían tomarse más en serio que los sucios mensajes que algunos escribían sobre las paredes de la calle. Aquella indiferencia pronto se disolvió, y me sobrevino una horrorizada conciencia de la devoción profesada por aquellos que habían diseñado y construido aquellas decoraciones. Diestros pintores y hábiles artesanos las habían realizado para que estuvieran allí, al servicio de todo lo que era malvado; aquel espíritu de adoración vivía en ellas dinámica y activamente. Y la habitación rebosaba con el placer exultante de aquellos que habían llevado a cabo sus adoraciones en su interior..

—Mira esto —me llamó Francis. Señaló un pequeño tablón que había apoyado contra la pared junto al altar.

Sobre él habían situado varias fotografías, una era la de un muchacho sobre el trampolín de la piscina, a punto de saltar.

—Ése soy yo —dijo—. La hizo Barton. ¿Y qué pone debajo? «Ora pro Francisco Elton». Y ésa es la señora Ray, y ése es mi tío, y ahí está Barton, con la capa. Reza también por él, por favor. ¡Esto es una chiquillada!

De repente rompió a reír estrepitosamente. El techo de la capilla estaba abovedado y el eco que produjo fue sorprendentemente fuerte: la habitación se llenó con él. Su risa cesó, pero el eco no. Alguien más se estaba riendo. ¿Pero dónde? ¿Quién? Excepto por la nuestra, la capilla estaba vacía de toda presencia visible.

La risa seguía y seguía, y nos miramos el uno al otro asaltados por el pánico. La brillante luz de la araña empezó a disminuir, las sombras empezaron a imponerse, y entre ellas se destilaba una fuerza infernal y mortal. Y a través de la tenue luz pude ver, flotando en el aire y oscilando ligeramente, como si estuviera en mitad de una corriente de aire, el rostro sonriente de Horace Elton. Francis también lo vio.

—¡Lucha! ¡Enfréntate a él! —gritó señalándole—. ¡Profana todo lo que esté santificado! Dios, ¿hueles el incienso y la corrupción?

Rompimos las fotos y destrozamos el tablón sobre el que habían estado. Arrancamos el frontal del altar y escupimos sobre su maldita mesa: la empujamos hasta que volcó y la losa de mármol se partió por la mitad. Arrastramos las dos estatuas que se encontraban en los nichos y las estrellamos contra el suelo. Entonces, horrorizados por el desenfreno de nuestra iconoclastia, nos detuvimos. La risa había cesado y ninguna cara oscilante se balanceaba sobre la oscuridad. Entonces abandonamos la capilla y cerramos la puerta con el panel que la cubría.

Francis vino a mi habitación a dormir, y charlamos durante mucho tiempo, preparando nuestros planes para el día siguiente. Nos habíamos olvidado de destruir el cuadro que colgaba sobre el altar, pero ahora nos serviría en lo que nos proponíamos llevar a cabo. Después nos dormimos, y la noche discurrió sin molestias. Al menos habíamos roto todos aquellos artilugios que habían sido santificados para usos malditos, y aquello ya era algo. Pero aún quedaba una tenebrosa labor por realizar, y el resultado era inconjeturable.

Barton vino a cenar a la noche siguiente, y en la pared, frente a su silla, colgaba el cuadro de la capilla. Al principio no se fijó en él, ya que la habitación estaba bastante oscura, aunque no lo suficientemente oscura como para necesitar luz artificial. Se mostró alegre y vivaz como siempre, habló entretenida e inteligentemente y preguntó cuándo regresaría su amigo Dickie. Cuando estábamos acabando de cenar se encendieron las luces, y entonces vio el cuadro. Yo le estaba observando, y el sudor empezó a brotar de su cara, la cual había adquirido en un instante el color del barro. Después se recompuso.

—Qué cuadro tan extraño —dijo—. ¿Estaba aquí antes? Creo que no.

—No: estaba en una habitación del primer piso —dijo Francis—. ¿Me preguntaba sobre Dickie? Lo cierto es que no sé con seguridad cuándo regresará. Hemos encontrado su diario, y de momento creo que deberíamos hablar sobre eso.

—¿El diario de Dickie? ¡Vaya! —dijo Barton, y se humedeció los labios con la lengua.

Creo que adivinó que le aguardaba una situación desesperada, y me imaginé a un hombre condenado a ser ahorcado esperando en su celda a que llegase la hora, rodeado por sus guardianes, tal y como Barton esperaba en aquel momento. Se sentó apoyando un codo sobre la mesa y sosteniendo su frente con la mano. En aquel momento un criado trajo el café y nos dejó.

—El diario de Dickie —dijo Francis tranquilamente—. Su nombre figura en él. Y también el de mi tío. Dickie le ha visto en más de una ocasión. Pero, claro, eso usted ya lo sabía.

Barton bebió de su vaso de coñac.

—¿Me está contando una historia de fantasmas? —dijo—. Le ruego que siga.

—Sí, en parte se trata de una historia de fantasmas, aunque no del todo. Mi tío, su fantasma, si lo prefiere usted, le contó ciertas historias y le dijo que debería mantenerlas en secreto salvo con usted. Y usted le contó algunas más. Y le dijo que debería ir a orar con usted dentro de poco. ¿Dónde iba a suceder eso? ¿En esa habitación que pende sobre nosotros?

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